miércoles, 24 de junio de 2015

Teología y ecología

Teología y ecología

Raúl Pariamachi ss.cc.

El papa Francisco ha publicado la carta encíclica Laudato si’ sobre el cuidado de la casa común, en la que escribe que “si de verdad queremos construir una ecología que nos permita sanar todo lo que hemos destruido, entonces ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje” (LS 63). En este artículo me propongo mostrar las relaciones entre la teología y la ecología, como una aplicación del diálogo entre fe cristiana y cultura ecológica, con referencias a algunos puntos de la encíclica ecológica del Papa.

Ecología

La palabra ecología viene de los términos griegos: oikos (casa) y logos (estudio). Etimológicamente se trata del estudio de la casa. Sin embargo, se debe aclarar que oikos se refiere no solo a la estructura física de una casa, sino también a las relaciones que se establecen dentro de ella. El biólogo Ernst Haeckel usó la palabra ecología para referirse al estudio de las relaciones entre un organismo vivo y su ambiente natural. Desde entonces el significado de la palabra ecología se ha ampliado al punto que actualmente se refiere a las relaciones de todos los seres vivos en esta casa común que es el planeta Tierra. Se entiende que el papa Francisco hable –en el capítulo cuarto de su encíclica– de ecología integral: ambiental, económica, social, cultural y de la vida cotidiana.

Teología

La palabra teología viene de los términos griegos: theos (dios) y logos (estudio). Etimológicamente se trata del estudio de Dios. No obstante, la teología no se limita a los asuntos de Dios, sino que incluye otras realidades desde la perspectiva de la fe cristiana. Frente a la pregunta de si la teología solo debería ocuparse de Dios, el teólogo Tomás de Aquino respondía: “En la teología se trata de todas las cosas a la luz de Dios, ya por ser tales cosas el mismo Dios, ya por tener relación con Dios como principio y fin” (Suma teológica I, q.1, a.7). Esto significa que es posible hacer teología a partir de la ecología, en tanto que las relaciones interdependientes que establecen los seres vivos en el planeta están orientadas a Dios como a su principio y a su fin.

La crisis ecológica

La crisis ecológica actual (capítulo primero de la encíclica) plantea desafíos a la teología, en cuanto que la fe cristiana tiene algo que decir a propósito de la destrucción que sufre la Tierra, con sus consecuencias para todos los seres vivos, especialmente para los más pobres [1]. Las respuestas teológicas a los desafíos ecológicos tienen que superar tanto una visión idealizada de la creación como una visión instrumental de la naturaleza; tienen que incorporar aspectos científicos, económicos, políticos, culturales, religiosos. Considero que un diálogo entre teología y ecología debe tomar en serio que la ecología va dejando de ser solo una disciplina para convertirse en todo un paradigma: un modelo sobre las relaciones entre los humanos y con la naturaleza.

Hacia una ecoteología

La ecoteología es una reflexión sobre Dios en interrelación con toda su creación, a la luz de la fe cristiana; es una teología que remite a las relaciones de Dios con la casa planetaria común y que se preocupa por la convivencia dentro de ella [2]. En este sentido, voy a tratar ahora algunas cuestiones sobre Dios y su creación estableciendo nexos con la problemática ecológica [3]. Al respecto, la Laudato si’ es un excelente ejemplo de cómo las convicciones de la fe ofrecen a los cristianos grandes motivaciones para el cuidado de la naturaleza y de los hermanos más frágiles (cf. LS 64).

El Creador y su creación

El papa Francisco titula el capítulo segundo de su encíclica “El Evangelio de la creación”, donde se refiere a la teología de la creación, desde los relatos de la creación en el libro del Génesis hasta la mirada de Jesús en los evangelios; a continuación, sigo solo en parte el esquema y el contenido de este capítulo, aunque tomando los aportes de los teólogos citados en la respectiva nota.

Respecto a la creación quiero subrayar dos enseñanzas cuya mala interpretación suele contribuir a la crisis ecológica [4]. Cuando hablamos de la “creación” para referirnos al mundo natural y al ser humano estamos aplicando una categoría teológica… estamos calificando a la naturaleza y a la humanidad como obras de Dios. Esto supone una doble consecuencia. Por una parte, se está indicando que esta creación posee una dignidad por haber salido de las manos del Creador. Por otra parte, se está diciendo que esta creación es distinta de su Creador. Esto último produjo la llamada desacralización del mundo por parte de la tradición judeo-cristiana: el mundo no es Dios [5]. En contra de las culturas que trataban a los elementos de la naturaleza como si fueran dioses, se defendió que solo el único Dios verdadero –creador, espiritual y personal– debe ser adorado. Se entiende que algunos juzguen que esta desacralización ha llevado a perder el respeto por la naturaleza (solución a la crisis ecológica pasaría por volver a sacralizar el mundo).

A esta primera enseñanza de que la naturaleza y la humanidad son obras divinas, tiene que sumarse una segunda que afirma que el ser humano ha sido creado a imagen y semejanza del Creador. Esto también supone una doble consecuencia. Por una parte, se está señalando que el ser humano es la cumbre de la obra de Dios. Por otra parte, se está diciendo que establece una relación de inferioridad con respecto a Dios, de igualdad con respecto a los otros humanos y de superioridad con respecto al resto de lo creado: el ser humano ha sido destinado por Dios a dominar sobre la tierra y los animales. No resulta extraño que se acuse a la tradición judeo-cristiana de estar detrás del antropocentrismo, que terminaría perjudicando a todos los seres vivos del planeta.

En el trasfondo de la crisis ecológica se percibe la distorsión de la doctrina de la creación: si se enseña que la naturaleza no es Dios y que el ser humano debe dominarla, alguien podría deducir que la naturaleza tiene que ser utilizada como mero instrumento al servicio del ser humano que la somete, maltrata y devasta. De ahí que la ecoteología construya un sentido teológico amplio para las relaciones entre el Creador y su creación. La pregunta consiste así en cómo redescubrir la dignidad de la creación en su conjunto, recuperando la dimensión sagrada de la naturaleza sin recaer en el animismo. Me parece que la respuesta pasa por establecer vínculos entre la tradición cristiana y el paradigma ecológico. Esta tarea teológica supone revisar nuestros imaginarios religiosos sobre las relaciones entre Dios, el mundo natural y el ser humano.

La sacramentalidad de la creación (una caracterización simbólica) radica en que el Dios trascendente es el Dios inmanente: está presente en su creación. Esta creación es símbolo de Dios, de su gloria, su bondad, sabiduría y belleza. De esta sacramentalidad se desprende que todo ser creado posee una bondad propia que se deriva de su Creador y que no depende de la utilidad que pudiera tener para los seres humanos. Esta verdad no puede limitarse a una visión romántica de la naturaleza, sino que debe ampliarse con el asombro de contemplar la Tierra desde fuera de la Tierra –desde el punto de vista del astronauta– como nuestra casa común y nuestra patria cósmica: un superorganismo vivo donde cohabitan en interdependencia todos los seres vivos, sabiendo que el ser humano no simplemente está en la Tierra sino que es de la Tierra.

Esta sacramentalidad está vinculada con el deseo de la ecoteología de recuperar la dimensión sagrada del universo. Lo “sagrado” se entiende aquí como aquella cualidad de las cosas que nos fascina, nos estremece, nos conduce a una experiencia de asombro, veneración y respeto. Esta experiencia se expresa en las relaciones de los humanos con la Tierra como su casa, hermana y madre (esta última vista en los pueblos originarios). El redescubrimiento de la dignidad de la creación pasa entonces por la recuperación de la sacralidad de la naturaleza.

Es necesario replantear el sentido del lugar único que ocupa el ser humano en la creación. El ser humano es naturaleza, no está fuera de ella. La genética permite mirar al ser humano vinculado con una cadena evolutiva, y emparentado con todas las formas de vida. En contraposición vemos que en la base del antropocentrismo subyace una visión atomizada del ser humano como desgajado de los otros seres vivos. El antropocentrismo pretende que la historia del universo tiene su razón de ser únicamente en el ser humano: toda la creación estaría a su disposición en orden a realizar sus deseos (nada tendría un valor por sí mismo) [6]. La ecoteología prefiere trabajar con el principio andrópico, según el cual el ser humano ocupa un lugar singular en el conjunto de las especies, al punto de alcanzar un alto nivel de conciencia refleja sobre el mundo [7].

Las cuestiones sobre la creación remiten a las cuestiones sobre el Creador. Solo voy a mostrar algunos acentos que pone la ecoteología al hablar de los modelos de Dios en relación con la ecología.

La presencia de Dios en su creación abre la posibilidad de que el Creador pueda ser pensado en relación con el proceso global de evolución y de expansión del universo, en favor de una íntima comunión entre el Creador y la creación (que respeta la identidad y la distinción). La ecoteología habla de Dios como trinidad de personas sin limitarse al ámbito humano. En efecto, esta comunión trinitaria es puesta en relación con la unidad y la diversidad de la vida, del planeta y del cosmos. Desde esta perspectiva, el Padre es principio, fuente y origen del que proceden todas las cosas. El Espíritu –por su parte– es el dador de vida, es la energía vivificante en el devenir de la creación, que está presente en todas las criaturas, en la naturaleza, las plantas, los animales y los ecosistemas de la Tierra. Finalmente, el Hijo extiende su obra salvadora a todos los ámbitos de la historia de la humanidad y la naturaleza. El Jesús histórico es confesado como el Cristo de la fe, un Cristo cósmico en quien se recapitulan todas las cosas.

Quiero concluir diciendo que soy consciente de que lo expuesto requiere de más precisión; en cualquier caso, mi intención ha sido despertar el interés por la ecoteología como el campo de trabajo donde la teología, en diálogo con la ecología, se ha propuesto revisar las imágenes, los conceptos y los modelos que tenemos de Dios, del ser humano y del mundo natural con vistas a construir una civilización ecológica.





[1] La íntima vinculación entre la Tierra y los pobres atraviesa toda la encíclica: “tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (LS 49; cf. 2, 10, 13, 16, 20, 25, 27, 28, 29, 30, 48, 50, 52, 53, 66, 71, 93, 94, 109, 110, 123, 134, 139, 142, 148, 149, 152, 158, 162, 175, 190, 198, 201, 214, 227, 232, 237, 241 y 243). Cf. Leonardo Boff, Ecología. Grito de la Tierra, grito de los pobres, Madrid, Trotta, 1996.
[2] Cf. Concilium 331 (Junio 2009), Ecoteología: nuevas cuestiones y debates.
[3] En las siguientes reflexiones sigo básicamente a Jürgen Moltmann, Dios en la creación. Doctrina ecológica de la creación, Salamanca, Sígueme, 1987. Ian C. Bradley, Dios es verde. Cristianismo y medio ambiente, Santander, Sal Terrae, 1993. Sallie McFague, Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear, Santander, Sal Terrae, 1994. Denis Edwards, El Dios de la evolución. Una teología trinitaria, Santander, Sal Terrae, 2006. Ilia Delio, Cristo en evolución, Santander, Sal Terrae, 2014.
[4] En su conocido artículo “Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica”, Lynn White (1967) escribía que la visión judeo-cristiana –que subyace en el mundo occidental– es la culpable de la crisis ecológica actual (enunciado ciertamente discutible).
[5] En realidad prefiero hablar de una “des-divinización” del mundo, porque más adelante hablaré de recuperar el carácter “sagrado” del mundo natural, sin que signifique que volvamos a tratar a los elementos naturales como dioses.
[6] Se tendría que recordar que el fin de la creación es la gloria de Dios, en el sentido de que el fin de la creación es la comunicación de la bondad divina, de tal manera que se realice su designio amoroso en todas sus criaturas.
[7] Esto guarda relación con el Catecismo: “Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de “persona”; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar” (357).

domingo, 21 de junio de 2015

Eucaristía y economía

Eucaristía y economía

Raúl Pariamachi ss.cc.


Mi breve intervención en este panel quiere ser un aporte a la reflexión sobre los desafíos éticos en la economía para un Perú globalizado desde la perspectiva de la ética cristiana. Por lo tanto, de alguna manera voy a combinar filosofía, teología y economía. ¿Qué puede ofrecer una ética inspirada en el seguimiento de Cristo a la búsqueda de una economía orientada a la justicia social en un país globalizado?

1.         Algunas observaciones previas

Tengo la impresión de que muchas de las personas que se declaran cristianas en el Perú suelen desconocer las implicancias éticas de su fe en Jesucristo en el ámbito de la vida económica. Por supuesto, no dudo que cuando leen las parábolas del juicio final, del buen Samaritano o del pobre Lázaro sientan que su fe en Jesucristo exige la práctica del amor al prójimo, preferentemente al pobre, al sufriente y al olvidado. Sin embargo, dudo que saquen todas las consecuencias de tal amor para la vida económica de su país. Quisiera comenzar entonces con algunas observaciones previas.

Una primera observación –quizás bastante obvia– es que si bien es cierto que la fe en Jesucristo no puede ser reducida a ninguna ética (ni siquiera cuando se dice que lo más importante es el amor al prójimo) [1], también es verdad que la ética es una dimensión constitutiva de la fe cristiana, en la medida en que la adhesión a la persona y al mensaje de Jesucristo supone un estilo de vida conforme a los valores evangélicos. Cabe advertir que la ética cristiana no se limita al ámbito de la familia, la sexualidad o la bioética, sino que atañe también al ámbito de la vida política, económica y ecológica.

Una segunda observación es que junto a éticas con referencias religiosas –como la ética cristiana– conviven éticas sin referencias religiosas que defienden la legitimidad de una ética civil o ética laica, al punto que se hace imprescindible el diálogo con ellas. Por ejemplo, se suele clasificar a la ética cristiana dentro de las “éticas de máximos” que proponen un ideal de vida buena según un sistema de valores, a diferencia de las “éticas de mínimos” que postulan un ideal de sociedad justa según un sistema de principios que garanticen que cada sujeto realice libremente su propio ideal de vida buena [2]. Al menos en el caso específico de la ética cristiana esto no significa que como “ética de máximos” deba limitarse a la vida privada sin repercusiones en la vida pública.

Una tercera observación es que si bien la ética cristiana aplicada al ámbito social comprende tanto el nivel fundante de las motivaciones como el nivel deliberativo de la conciencia y el nivel directivo de las normas, se debería subrayar que la especificidad de esta ética cristiana estriba en que se trata de una ética humana abierta a la trascendencia. Es una ética que está motivada por la praxis de Jesús, animada por la confianza en Dios, inspirada por los valores evangélicos, iluminada por la palabra del Señor y orientada por el amor a la humanidad, que consideramos válida para la vida humana [3].

Quizás sea oportuno citar las palabras de un conocido autor:

“No es simplemente correcto pensar que el bien y el mal moral se constituyen como tales por un precepto divino. Tener tal precepto era la peculiaridad histórica de Israel. Cristianamente, habría que decir que las acciones humanas son buenas en la medida en que sean agápicas. Y tal bondad puede pensarse que les es autónoma, pues el amor brota de la humanidad y es para la humanidad. El cristiano puede decir bien eso, con tal de que añada que ese mismo amor, últimamente, viene de Dios; a esta última radicación en lo Absoluto habrá que atribuir la fuerza de la exigencia del “¡Ama!”, y por ello puede hablarse de teonomía.” [4]

A continuación voy a presentar una visión de lo que la fe cristiana puede ofrecer al nivel de las motivaciones éticas para la construcción de una economía justa en el país, a partir de la eucaristía como fuente y cima de la vida cristiana.

2.         Eucaristía y economía

En efecto, el papa Benedicto XVI escribió en su encíclica Deus caritas est que la mística de la eucaristía tiene un carácter social: La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás, el amor a Dios y el amor al prójimo están realmente unidos; en la eucaristía “el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros” (n. 14). Es así que la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece –dice el Papa–, en la comunión eucarística va incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros. En la misma línea, en su exhortación Sacramentum caritatis se refirió a la eucaristía como misterio que se ha de creer, celebrar y vivir, al punto que la existencia cristiana adquiera verdaderamente una forma eucarística. Esto quiere decir que la eucaristía mueve al cristiano a hacerse pan partido para los demás y a trabajar por un mundo más justo y fraterno: “Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: “denles de comer” (Mt 14, 16)” (n. 88). De hecho, “la eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf. Mt 25, 40)” (CCE 1397).

En seguida trataré de ensayar ciertas repercusiones éticas para la vida económica tomando como punto de partida algunos elementos bíblico-dogmáticos de la eucaristía, también reiterando determinados principios éticos.

La eucaristía es el memorial de la vida entregada de Jesucristo, del sacrificio de su cuerpo y su sangre: Jesús es el pan que se parte para la vida del mundo (cf. Jn 6, 51). En la eucaristía se despliega la lógica del relato cristiano, según esta la raíz del deseo no es la carencia sino el exceso del amor compartido tal como se descubre en la vida de Jesús. Un teólogo ha dicho que vivimos como en el cruce de dos relatos sobre el mundo: la eucaristía y el mercado (en el sentido de que narran historias de hambre y consumo) [5]. Cabe decir entonces que la lógica eucarística del don –dar sin recibir– deberá cuestionar la lógica mercantil del intercambio –dar a cambio–. No se trata de satanizar el mercado por sí mismo, sino de advertir sobre el peligro de que su lógica implacable invada todos los ámbitos de la vida humana, en una especie de colonización de la ética, la política, la religión, la cultura y el arte. El mercado dejado a su propia lógica termina convertido en una suerte de nuevo dios Cronos que se traga a sus hijos.

En su carta encíclica Caritas in veritate, el papa Benedicto XVI sostuvo que la caridad en la verdad ubica al ser humano frente a la sorprendente experiencia del don (advirtiendo que la lógica del don no excluye la justicia): “La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común…” (n. 36).

Se debe reiterar entonces la orientación ética cristiana de que una economía justa está configurada por la satisfacción de las necesidades humanas, del ser humano que es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social (cf. GS 63). En este sentido, la Iglesia enseña que el progreso económico está puesto al servicio del ser humano, bajo su control (cf. GS 64-65) [6]. Jesús dijo que el sábado está hecho para el ser humano, no el ser humano para el sábado; podemos parafrasearlo diciendo que la economía está hecha para el ser humano, no el ser humano para la economía.

La eucaristía es el banquete pascual de la comunión en el cuerpo de Cristo, cuya condición de posibilidad es la vida abundante ofrecida por Jesús (cf. Jn 10, 10). Pero la abundancia de la eucaristía es inseparable de la kénosis (descentramiento). De tal modo que por la participación en la comida eucarística se produce en los cristianos un radical descentramiento, al ser configurados con la vida de Jesús y al ser incorporados al cuerpo de Cristo. La eucaristía convierte al creyente en el cuerpo de Cristo [7], en una comunidad solidaria con todos sus miembros. En cambio, el relato del mercado pretende hacer creer que la persecución individual del propio interés revertirá milagrosamente en el beneficio de todos (¿chorreo?), que las necesidades del hambriento serán atendidas por el cuidado providencial del mercado, una “escatología” en la que la abundancia para todos estaría a la vuelta de la esquina. Estaríamos entonces ante una especie de novela contemporánea de la multiplicación de los panes y los peces, vista al revés.

Benedicto XVI denunció en su Caritas in veritate que “el hambre causa todavía muchas víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa del rico epulón” (CV 27), al tiempo que anuncia que dar de comer a los que tienen hambre (cf. Mt 25, 35.37.42) es un imperativo ético para la Iglesia universal, que responde a las enseñanzas de su Fundador sobre la solidaridad y el compartir.

Viene al caso evocar el principio ético cristiano de que una economía justa debe regirse por el criterio del destino común de los bienes económicos, que deberán llegar a todos en forma equitativa, bajo la guía de la justicia y el acompañamiento de la caridad (cf. GS 69) [8]. En estos tiempos en que se habla tanto de la inclusión social, es lamentable que la sociedad se siga asemejando más a la mesa anti-eucarística del epulón (donde el pobre Lázaro tenía que contentarse con las sobras), una mesa excluyente que constituye una negación de la mesa eucarística de Jesús, donde caben todos.

La eucaristía es la anticipación de la consumación del reino de Dios, el banquete escatológico (cf. Mt 26, 29); como se recoge bellamente en la tradición: en el banquete pascual se recibe una prenda de la vida eterna (pignus futurae gloriae). En la eucaristía el reino de Dios irrumpe en la historia con un mensaje de esperanza y una exigencia de justicia: el pobre no puede esperar. Es precisamente en el misterio de la eucaristía donde encuentran su pleno sentido el anuncio y la denuncia que se orientan hacia la realización de la nueva creación y la nueva humanidad en Cristo. La praxis eucarística aparece aquí como una crítica de la idolatría del mercado que demanda el sacrificio de las víctimas [9], de los mitos del progreso, de la productividad sin límite, del lucro sin freno, que atentan contra la convivencia humana y la supervivencia planetaria. La dimensión utópica de la eucaristía rememora el dolor de los crucificados en el mundo, abre nuevas posibilidades en tiempos de crisis y detiene el avance de una economía desbocada.

La orientación escatológica de la historia que se significa en la eucaristía conecta con la clásica afirmación del concilio Vaticano II de que la espera de una tierra nueva al final de los tiempos no debe debilitar sino más bien avivar la preocupación por cultivar la tierra presente, donde va creciendo el cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo futuro (cf. GS 39) [10].

Volviendo a la encíclica del papa Benedicto, me gustaría subrayar que la búsqueda del progreso humano integral se enfrenta al desafío de la interdependencia planetaria. El Papa considera que los seres humanos tienen que ser los protagonistas, no las víctimas, de la globalización económica. Una globalización bien gestionada ofrece la posibilidad de una redistribución de la riqueza a escala planetaria, pero mal gestionada aumentará la pobreza y la desigualdad, contagiando con una crisis a todo el mundo. La globalización debe ser orientada hacia metas de humanización solidaria (cf. CV 42) [11].

3.         Brevísimas aplicaciones prácticas

Finalmente, quiero simplemente enumerar algunas aplicaciones prácticas que se derivan de lo dicho sobre las repercusiones de la eucaristía para la ética de la economía, dejando abierto el diálogo posterior.

a) La globalización económica favorece el acceso del país a nuevas tecnologías, mercados y finanzas. No obstante, conlleva el peligro de la productividad sin límite y el lucro sin freno. La indiferencia ante los efectos de la contaminación sobre las personas a raíz de la explotación minera en La Oroya y el intento del Gobierno de facilitar la venta de tierras comunales para incentivar la inversión privada sin consulta a las comunidades nativas, son ejemplos de que muchas veces en el Perú los derechos de las personas, los pueblos y las culturas son subordinados a los intereses de las empresas transnacionales. La Iglesia está desafiada a elevar su voz en diferentes instancias de la vida pública para abogar por una regulación ética de la actividad económica en el país [12].

b) El crecimiento económico en el Perú ha sido positivo en los últimos años. Sin embargo, su ambigüedad radica en que el país adolece de una deficiente distribución de la riqueza, de modo que el crecimiento económico no se traduce en desarrollo humano. Los viajes a Miami por el fin de semana, la proliferación de nuevos centros comerciales o la construcción de más edificios en Lima, contrastan con las viviendas precarias en los márgenes de la ciudad, el endeudamiento de quienes apenas reciben un salario mínimo o la pobreza extrema de un amplio sector de la población. Vivimos en un siglo fascinante y cruel, ¿fascinante para quién? y ¿cruel para quién? La Iglesia está desafiada a exigir la búsqueda de una economía más justa en solidaridad con los más pobres.

c) La mundialización de la economía ha agudizado la escandalosa injusticia que sufren los pobres, los excluidos y las víctimas. Esto se refleja en el círculo vicioso de la pobreza: Los niños de las familias más pobres tienen una mala alimentación y una débil salud, el apremio económico hace que obtengan un nivel de educación poco competitivo y que salgan rápidamente en busca de trabajo, de modo que siendo jóvenes tendrán que conformarse con empleos de baja especialización y de pésima remuneración. Así se van dando las condiciones que perpetúan la situación de pobreza entre las generaciones. La Iglesia está desafiada a trabajar por la promoción humana a través de iniciativas locales, nacionales y mundiales que ayuden a salir del círculo de la pobreza.

Ahora permítanme concluir con una referencia al Documento de Aparecida, que a mi entender apunta bien al desafío ético fundamental en el ámbito de la economía. Los obispos declararon: “La globalización, tal y como está configurada actualmente, no es capaz de interpretar y reaccionar en función de valores objetivos que se encuentran más allá del mercado y que constituyen lo más importante de la vida humana: la verdad, la justicia, el amor y, muy especialmente, la dignidad y los derechos de todos, incluso de aquellos que viven al margen del propio mercado” (n. 61). ¡Qué bien dicho!



[1] Pienso en quienes a partir de la centralidad del amor al prójimo postulan una ética sin teología, como una ética sin trascendencia que termina siendo un cristianismo sin Dios (Cf. J. A. Estrada, Por una ética sin teología. Habermas como filósofo de la religión, Madrid, Trotta, 2004).
[2] La distinción entre “ética de máximos” y “ética de mínimos” no coincide necesariamente con la distinción entre “ética para la vida privada” y “ética para la vida pública”, como tampoco con la distinción entre “ética religiosa” y “ética secular, civil o laica”.
[3] Estos temas se pueden consultar en: A. Cortina, Ética civil y religión, Madrid, PPC, 1995. M. Vidal, La ética civil y la moral cristiana, Madrid, San Pablo, 1995. C. Gómez Sánchez, Ética y religión. Una relación problemática, Santander, Sal Terrae, 1995.
[4] J. Gómez Caffarena, ¿Qué aporta el cristianismo a la ética?, Madrid, Fundación Santa María, 1991, p. 51s.
[5] Cf. W. T. Cavanaugh, “Consumo, mercado y eucaristía”, en Concilium 310 (Abril 2005), pp. 101ss. El relato del mercado encarna una visión fundamentalmente individualista de la persona, donde la condición ordinaria para la comunicación de bienes se realiza por medio del comercio, a diferencia del relato de la eucaristía donde la abundancia del amor de Dios orienta a la persona a la solidaridad, donde el don relativiza los límites entre lo tuyo y lo mío.
[6] Benedicto XVI subrayó que el válido mensaje central de la encíclica Populorum progressio de Pablo VI (1967) radica en que el auténtico desarrollo humano debe ser integral: debe promover el desarrollo de todo el ser humano y de todos los seres humanos (cf. CV 18).
[7] San Agustín escucha la voz de Dios: “Yo soy el alimento de los que son ya grandes y robustos: crece, y entonces te serviré de alimento. Pero no me transformarás a mí en ti, como el alimento que come tu carne, sino que tú te transformarás en lo que yo soy” (Confesiones VII, 16).
[8] Cf. J. I. Calleja, Moral social samaritana. Vol. I. Fundamentos y nociones de ética económica cristiana, Madrid, PPC, 2004, pp. 120ss.
[9] Como se sabe, hablando de Dios y del dinero Jesús dice que no se puede servir a dos señores; adviértase que Jesús no habla solo de creer en dos señores, sino de servir a dos señores, porque la idolatría de la codicia hace que la persona se someta al poder del dinero.
[10] En seguida dice: “Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios” (GS 39).
[11] Con audacia Benedicto XVI habló de la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional (cf. CV 67).
[12] Cabe destacar aquí el hecho de que los obispos de la Amazonía peruana se hayan pronunciado sobre la problemática de los nativos y de su tierra, así como lo hiciera el arzobispo de Huancayo ante el tema de la contaminación en La Oroya.

martes, 9 de junio de 2015

Adoradores en tiempos de desasosiego

Adoradores en tiempos de desasosiego


Raúl Pariamachi ss.cc.


“Los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y verdad”
(Juan 4, 23)


¿Nostalgia del espíritu?

Uno de los libros más exitosos por sus ventas es El monje que vendió su Ferrari. Una fábula espiritual, del abogado Robin S. Sharma. Se puede adquirir el texto original en las mejores librerías de Lima o la copia alternativa en el jirón Quilca. Es el relato de un joven super-abogado que cierto día se desplomó en plena sala del tribunal a causa de un estrés producido por su trabajo frenético y su vida disipada. El hecho es que vendió su mansión, su avión y su Ferrari para peregrinar hacia la India, donde –en alguna parte del Himalaya– se transformó en un yogui, descubriendo así las claves del autodominio, la responsabilidad personal y el esclarecimiento espiritual a través del Método de Sivana (siete virtudes básicas). En realidad el libro como relato es bastante pobre. Lo que busca su autor es exponer narrativamente la teoría de las siete virtudes de una vida iluminada. En esta fábula el yogui vuelve a su país para mostrar a su amigo el camino que mejorará su vida personal, profesional y espiritual (aunque sin abandonar la ciudad). Me parece que la atracción que produce este libro en muchas personas –por algo se vende y se lee– se debe a que de algún modo (¿cuestionable?) fusiona la sabiduría espiritual de Oriente con los principios del éxito en Occidente.

Me he extendido un poco en este relato del monje que vendió su Ferrari porque considero que ilustra bien la experiencia que vivimos en nuestras sociedades modernas, donde cada vez más personas están en busca de un auxilio espiritual para sobreponerse al desasosiego de la vida diaria, sabiendo que no son suficientes los títulos académicos, el éxito profesional, el bienestar económico o la diversión acelerada.

En las librerías de los aeropuertos –también en muchas otras librerías– se ubican secciones de espiritualidad y autoayuda, donde podemos encontrar los libros de autores como Osho, Deepak Chopra, Wayne Dyer, Eckhart Tolle, Paulo Coelho, Jorge Bucay o James Redfield, quienes entregan a sus lectores un paquete de ofertas “espirituales” en las que se combinan tradiciones adaptadas del brahmanismo, el hinduismo, el budismo, el zen, el taoísmo, el sufismo y el judeocristianismo; se mezclan lo religioso, lo místico, lo metafísico, lo psíquico, lo cuántico, lo esotérico y lo mágico; se aconsejan principios, métodos y técnicas para conquistar la felicidad, el éxito, la paz, el amor y la eternidad, la armonía de cuerpo y mente, el cuidado del alma, la salud y el sexo.

De ningún modo pretendo descalificar las ofertas de estos autores ni las opciones de sus lectores. He leído algunos de estos libros en parte por saber lo que cautiva a tanta gente. Simplemente quiero partir de esta búsqueda difusa de cierta trascendencia, con el propósito de ubicar la adoración eucarística en el horizonte de la experiencia cristiana y en el contexto de la necesidad espiritual de nuestra época.

Considero necesario entonces profundizar en el significado de la espiritualidad, de modo que comprendamos mejor el sentido de la adoración eucarística reparadora en la tradición de la Congregación de los Sagrados Corazones.

¡Desde nuestras raíces!

Hace algunos años el teólogo José María Castillo escribió un libro con un título sugerente: Espiritualidad para insatisfechos. Este autor decía que para muchas personas el espíritu es aquello que se contrapone al cuerpo, lo material y lo sensible; por lo tanto, se tiene la impresión de que la espiritualidad entra en conflicto con el disfrute de la vida: la espiritualidad sería la renuncia a una vida plenamente feliz.

Me parece que una doble entrada a la comprensión de la espiritualidad ayudará a clarificar este asunto. En sentido amplio, podríamos optar por la definición que propone Robert Solomon: “La espiritualidad significa para mí las grandes pasiones reflexivas de la vida, y una vida vivida de acuerdo con esas grandes pasiones y reflexiones” (véase el libro Espiritualidad para escépticos). Esta espiritualidad integra el amor y la confianza, la reverencia y la sabiduría, la tragedia y la muerte. En definitiva, diremos con Solomon que “la espiritualidad es el amor reflexivo por la vida”.

En sentido estricto precisemos que espiritualidad es un derivado de espíritu, que en el Nuevo Testamento designa la presencia de Dios en la vida humana y sobre todo en la comunidad cristiana. En el libro La espiritualidad de los laicos, Juan Antonio Estrada definía la espiritualidad como una vida según el Espíritu, una forma de vida que se deja guiar por el espíritu del propio Jesús.

Esto significa que en sí misma la espiritualidad evangélica no se contrapone a lo corporal, material y sensible, sino que se distingue por el espíritu que orienta la vida del cristiano, desde una visión holística del ser humano en el mundo.

Cabe agregar que este mismo Espíritu ha suscitado diferentes espiritualidades en la Iglesia católica. Por ejemplo, la teología latinoamericana de la liberación ha hablado de “un camino espiritual desde la experiencia de los pueblos de América Latina”, donde la oposición entre espíritu y carne es entendida desde la oposición entre vida y muerte. La espiritualidad se visibiliza en un compromiso por la vida.

“Reparar el mundo”

Entrando propiamente en la adoración, considero que el ícono de la Samaritana es bastante sugerente. El diálogo entre Jesús y la mujer samaritana apunta directamente al corazón de la adoración.

El encuentro con Jesús permite que la Samaritana se descubra a sí misma como una persona abierta al Espíritu. Esta mujer reconoce la sed de agua viva que anida en su interior. Surge entonces su interrogante sobre el lugar de la adoración. Jesús le responde que ha llegado la hora en que “los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y verdad” (Jn 4, 23). La autenticidad de la adoración no depende de un determinado lugar. Los adoradores auténticos son las personas que se dejan orientar por el Espíritu de Dios, que han sabido reconocer a Jesús como la verdad de sus vidas.

Quisiera recordar algunas características de la adoración eucarística reparadora en la autocomprensión de la Congregación, siguiendo especialmente lo que se señala en las Constituciones de los hermanos y de las hermanas.

Lo primero que destaca es el hecho obvio de que se trata de una adoración que es eucarística. En las Constituciones se señala que como nuestros fundadores, encontramos en la eucaristía la fuente y la cumbre de nuestra vida (Const. 5). La adoración se integra en la eucaristía como la fuente de la que brota y la cumbre a la que tiende nuestra vida, en sus dimensiones personal, comunitaria y apostólica. Por lo tanto, no se puede reducir la adoración a una devoción meramente privada, sino que debe estar siempre referida a la eucaristía como memoria de Jesús crucificado, muerto y resucitado, que está presente en la celebración de la comunidad que se reconoce como cuerpo de Cristo. La adoración es entendida como un tiempo de contemplación con Jesús resucitado, que se enraíza en la celebración de la eucaristía (cf. Const. Hnos. 53, 2).

Me parece que la adoración eucarística en la Congregación presenta claramente al menos dos elementos que permiten descubrir el significado y la relevancia del acto de la adoración eucarística en nuestra familia religiosa. Veamos.

El primer elemento es “comunión”. En la adoración entramos en comunión con Jesús: la celebración eucarística y la adoración contemplativa nos hacen participar en sus actitudes y sentimientos ante el Padre y ante el mundo (Const. 5). Esto significa que cada vez que nos ponemos en adoración ante la presencia eucarística de Jesús, estamos haciendo nuestros los sentimientos, las actitudes y las opciones que condujeron a Jesús al extremo de tener su corazón traspasado en la cruz (cf. Const. 3). La identificación con Jesús tiene una doble orientación: el Padre y el mundo. Sentados a los pies del Maestro, aprendemos a ser hijos del Padre y aprendemos a ser hermanos unos de otros; es decir, es abandono en las manos de Dios y es deseo de amar como Dios ama.

El segundo elemento es “reparación”. En efecto, la eucaristía y la adoración nos impulsan a asumir un ministerio de intercesión y nos recuerdan la urgencia de trabajar en la transformación del mundo según los criterios evangélicos (Const. 5). Quiere decir que en la adoración eucarística buscamos identificarnos con la obra reparadora de Jesús. Me parece que la esencia de nuestra espiritualidad reparadora está bien expresada en las Constituciones: es reconocer nuestra condición de pecadores; es sentirnos solidarios con las víctimas del pecado, la injusticia y la violencia; es colaborar con los que trabajan por construir un mundo mejor como signo del reino de Dios (cf. Const. 4). La adoración nos estimula a sanar las heridas del cuerpo de Cristo en el mundo.

Finalmente, deberíamos recordar siempre que la adoración es un ministerio en la Congregación. Un auténtico servicio, que conlleva un compromiso a diferentes niveles: en la adoración somos delegadas por la Iglesia (Const. Hnas. 43).

Al comenzar esta charla decíamos que en nuestros tiempos muchas personas van en búsqueda de un auxilio espiritual para sobreponerse al desasosiego de la vida diaria. Por lo tanto, será importante redescubrir la espiritualidad de la práctica de la adoración. La espiritualidad no puede convertirse en un producto del mercado, que se vende como un sucedáneo de la religión. La adoración eucarística es un acto de comunión con Jesús, que suscita en nosotros el deseo de amar a Dios y al prójimo, que nos hace mejores, que convierte los corazones y transforma el mundo. Gracias.