Romero
de América
¡Bienaventurado, buscador de justicia!
Raúl Pariamachi ss.cc.
“Una
Iglesia acomodaticia,
una
Iglesia que busca el prestigio sin el dolor de la cruz,
no es
la Iglesia auténtica de Jesucristo.”
Mons. Oscar Romero (1978)
La tarde que asesinaron cruelmente
al padre Rutilio Grande (junto a dos campesinos: un anciano y un niño),
monseñor Oscar Romero hacía menos de un mes que había asumido el arzobispado de
San Salvador. Frente a los cadáveres, monseñor Romero preguntó qué se debía
hacer como Iglesia ante el asesinato de Rutilio. Esta noche marcó la vida de
Romero para siempre, hasta el punto de llevarlo al martirio, porque –como
escribe san Ignacio en la contemplación de los pecados delante del Crucificado–
ante un cadáver la pregunta decisiva es: “¿Qué voy a hacer por Cristo?”.
Romero prometió que no participaría
de los actos oficiales del gobierno mientras no se aclarasen los crímenes y
cesase la represión. Lo que causó más conflicto fue su decisión de convocar a
una misa única en la Catedral. En una reunión, Romero manifestó sus dudas: Si
la eucaristía es un acto en que se da gloria a Dios, ¿no será para la mayor
gloria de Dios la multiplicidad habitual de las misas dominicales? El padre
Jerez recordó entonces que san Ireneo había dicho que “la gloria de Dios es la
vida del hombre”. El asunto quedó zanjado. El propio Romero reformuló luego la
sentencia de san Ireneo: “La gloria de Dios es la vida del pobre”. En Puebla le
dijo a L. Boff: “En mi país se está asesinando horrorosamente. Es preciso
defender el mínimo que es el máximo don de Dios: la vida”.
Se sabe que Romero era conocido por
ser un sacerdote conservador –al parecer por eso se le había nombrado arzobispo
de San Salvador–, por lo que este cambio radical que se produjo en su vida y su
pastoral le acarreó graves conflictos con la Junta Salvadoreña y con parte de
la Jerarquía de la Iglesia. El día que ingresó valientemente al pueblo de
Aguilares, que había sido tomado por el ejército, Romero era un hombre nuevo.
Cuenta J. Sobrino que nunca olvidará cómo comenzó Romero su homilía: “A mí me
toca ir recogiendo atropellos, cadáveres y todo eso que va dejando la
persecución de la Iglesia”.
Romero fue un defensor apasionado de
la vida de los pobres durante los tres años de su labor episcopal. El gobierno,
la oligarquía y el ejército se confabularon para desaparecer al profeta.
Cansado de tanta violencia en contra del pueblo, en su última homilía dominical
expresó: “Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la
represión!”. A las 6.25 de la tarde del lunes 24 de marzo de 1980, se oyó un
disparo que acabó con su vida en la capilla del hospital de la Divina
Providencia, mientras presentaba el cáliz en el ofertorio de la misa. Su
entierro fue probablemente la mayor manifestación popular en la historia de El
Salvador; de seguro la más cariñosa, la más sentida y la más dolorosa, porque
aquel día perdieron la vida varias personas que habían ido a despedir a su
pastor.
Al saberse amenazado de muerte,
Romero había dicho: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Lo que
pasó es que monseñor Romero resucitó en todos los que 35 años después lo
recordamos como a un mártir de la Iglesia latinoamericana. Nos alegra que la
Iglesia universal en la persona del papa Francisco quiera reconocer a Romero
como beato (bienaventurado), en un evento que se celebrará este 2015 en San
Salvador. En sus versos a san Romero de América, Pedro Casaldáliga cantaba:
“Nadie hará callar tu última homilía”, aquella homilía que monseñor Romero
predicó con su sangre.