viernes, 24 de abril de 2015

La fe en el nuevo escenario religioso


La fe en el nuevo escenario religioso

Raúl Pariamachi ss.cc.

Las reflexiones que ofrezco a continuación quieren ser un aporte para responder a la pregunta de cómo vivir la fe cristiana en el nuevo escenario religioso. No es común plantearse esta cuestión de modo explícito, siendo que se trata del ecosistema propio en el que nacemos y vivimos como creyentes. He organizado mi exposición en dos partes: en la primera, presento tres perspectivas desde las que podemos observar los cambios en el escenario religioso; en la segunda, ensayo tres acercamientos pastorales a los desafíos que emergen desde este escenario [1].

1.         Los cambios del escenario religioso

a) Descentramiento de la religión cristiana

En principio vivimos en una sociedad en la que de alguna manera la religión está siendo desplazada desde el centro hacia la periferia. Este descentramiento de la religión en América Latina no es una mera reproducción de lo sucedido en la Europa occidental; sin embargo, es un hecho constatable en diferentes ámbitos de la vida social en el Perú. Quiero presentar un breve análisis a partir de la teoría de la secularización, que, aunque ha sido cuestionada por algunos, sigue siendo un recurso válido para la interpretación de las complejas relaciones entre modernidad y cristianismo.

Un primer sentido en el que se entiende la secularización es la diferenciación de las esferas sociales [2]: las esferas seculares se “separan” de la esfera religiosa, de manera que la religión pierde competencias en la sociedad, la política, la economía, la cultura y la ciencia. Una consecuencia visible es que las personas pueden construir su sistema de creencias y prácticas prescindiendo de referencias religiosas, al punto que se reivindica la legitimidad de una ética sin Dios. Lo paradójico es que en nuestra modernidad tardía la economía pretende funcionar como sustituta de la religión.

Un segundo sentido en el que se entiende la secularización es la decadencia de la religión, sea que se manifieste como eclipse de lo sagrado o como declive de la religión. Por una parte, algunos han dejado atrás la imagen mítica de un mundo lleno de espíritus, donde se sacralizaban personas, espacios y tiempos; por otra parte, el debilitamiento de la religión en el Continente se percibe más bien como una disminución del catolicismo. Al mismo tiempo, asistimos a una suerte de re-encantamiento simbólico del mundo, que se refleja en la atracción que genera el esoterismo popular.

Un tercer sentido en el que se entiende la secularización es la privatización de la religión. Esta privatización puede ser vista como la reducción de la religión a un asunto de bienestar espiritual individual sin consecuencias en la vida pública, social y política o como la evacuación de la religión de la plaza pública para refugiarse en la vida privada. Cada vez más escuchamos a los líderes de opinión decir que el Perú es un Estado laico, no para negar el derecho que tiene una persona a abrazar una religión, sino para afirmar que la Iglesia católica no puede regular la vida pública.

En realidad considero que la secularización entendida como la diferenciación de las esferas sociales no acarrea como consecuencia necesaria la decadencia de la religión en el país. La secularización se presenta más bien como una privatización de la religión. No me refiero tanto a la reducción de la fe cristiana a la vida interior, como al hecho de que cada vez más se cuestionan las intervenciones políticas, los privilegios económicos o las pretensiones morales de la Iglesia católica peruana en una sociedad que debería ser democrática, secular y pluralista. Retomaré este problema.

b) Crisis de las creencias y las prácticas

No cabe duda de que la modernidad tardía produce un impacto en las creencias y las prácticas de los individuos y en las instituciones religiosas tradicionales, como es el caso de la Iglesia católica. La crisis de las creencias y las prácticas puede ser vista desde la tensión entre los individuos (subjetivación) y las instituciones (objetivación). Quizás el mejor modo de entender este cambio sea leerlo como la des-institucionalización de la religión; en nuestro caso, van aumentando los católicos que pretenden vivir como tales pero con una pertenencia débil a la institución eclesial.

En nuestros tiempos percibimos cómo en América Latina crece la distancia entre los dogmas de la Iglesia y las creencias de los católicos. Es verdad que en algunos casos se trata simplemente de desconocimiento de las verdades de la fe cristiana, pero también es cierto que en otros casos las personas ejercen una libertad interpretativa que responde a su racionalidad moderna o a su sensibilidad postmoderna. ¿Cuál es la comprensión de los católicos sobre la divinidad de Jesús, la virginidad de María, la infalibilidad del Papa o la resurrección de los muertos al final de los tiempos?

Vemos que tanto en los ámbitos urbanos como en los sectores rurales desciende la participación en la celebración de los sacramentos y las prácticas religiosas populares. No se debe caer en el autoengaño contentándose con que ciertos templos estén llenos los domingos o que algunos asistan masivamente a la procesión del Señor de los Milagros. Lo que se está produciendo es una crisis de la socialización religiosa, que, por ejemplo, se expresa en el hecho de que cada vez más a la catequesis llegan niños sin saber rezar, jóvenes sin haberse bautizado y adultos sin haberse casado.

Desde este panorama se percibe el alejamiento entre la moral oficial de la Iglesia y los criterios morales de los fieles, sobre todo en materias sexuales. Esto se presenta de una forma más visible entre los jóvenes. Muchos creyentes suelen apelar a su autonomía o su conciencia para tomar decisiones éticas, considerando los principios religiosos solo como orientaciones relativas para sus vidas. La Iglesia afronta dificultades para realizar su tarea reguladora en la moral de los católicos. Lamentablemente se suma el descrédito de la conducta impropia de algunos líderes de la Iglesia.

En esta modernidad líquida (Z. Bauman) también la religión se vuelve “líquida”. La metáfora baumaniana de la liquidez sugiere que los líquidos, a diferencia de los sólidos que conservan su forma en el tiempo, se transforman constantemente: es el momento de la desregulación, de la flexibilización y de la liberalización de todos los mercados [3]. Esto significa que en el escenario religioso aparece un sujeto autónomo que va configurando su identidad religiosa a través de la adaptación o recreación de sus creencias y prácticas, en busca de felicidad en medio de las vicisitudes de la vida.

c) Pervivencia de lo sagrado y la religión

Los vaticinios ilustrados sobre la desaparición de la religión no se han cumplido; no obstante, en vez de cantar victoria tendríamos que discernir los signos que hablan de la metamorfosis de lo sagrado o la transformación de la religión [4]. No se debería apelar a la nostalgia de Dios, la búsqueda de trascendencia o la necesidad de espiritualidad para confiarse en que un creyente aceptará cualquier cosa que venga impuesta desde afuera, aunque sea en el nombre de Dios. La pregunta clave que tendríamos que plantearnos es hacia dónde va la religión en este cambio de época.

Se afirma que “hoy ya no hay razones filosóficas fuertes para ser ateo o, en todo caso, para rechazar la religión” [5]. Dicen algunos que habitamos en una tierra post-secular en la que la religión se debate entre la increencia y la credulidad. En realidad, considero que en el espacio latinoamericano se choca con la indiferencia de muchas personas ante las propuestas religiosas históricas, aunque al mismo tiempo es evidente el atractivo que tienen entre nosotros la espiritualidad cósmica, la sabiduría oriental, la ritualidad andina, la medicina alternativa o la representación mágica.

La crisis de las instituciones religiosas tradicionales convive con la buena salud de los nuevos movimientos religiosos. Se discute sobre la tipología de los movimientos, porque encontramos los que surgen de su separación de las religiones históricas, los que combinan diversas tradiciones (orientales, occidentales y originarias) y los que se sitúan en el espectro del esoterismo. En cualquier caso, estos movimientos parecen responder a las demandas de seguridad, armonía o consuelo de los ciudadanos del mundo moderno, aunque también existe manipulación, abusos y negociados.

Los nuevos movimientos eclesiales constituyen una fuerza creativa de comunión y participación en la Iglesia, aunque en situaciones están expuestos al fundamentalismo, el sectarismo y el fanatismo con los de afuera y los de adentro de la Iglesia. Por su parte, las comunidades eclesiales inspiradas por la teología de la liberación están recreando su decisión de vincular lo privado y lo público en la vida cristiana. Deseo agregar aquí que la religiosidad popular sigue siendo una reserva cristiana de los pobres en el Perú, en la que se están observando algunos cambios en los últimos años [6].

Mario Vargas Llosa ha recordado últimamente que “para la inmensa mayoría de los seres humanos la religión es el único camino que conduce a la vida espiritual y a una conciencia ética, sin las cuales no hay convivencia humana, ni respeto a la legalidad, ni aquellos consensos elementales que sostienen la vida civilizada” [7]. Este reconocimiento de la religión se aprecia también en el pensamiento filosófico y en las ciencias sociales [8]. El hecho de que personas agnósticas revaloren la religión en el mundo contemporáneo, conlleva una responsabilidad ética para los cristianos.

2.         Los desafíos del escenario religioso

a) ¿Y qué mística?

Karl Rahner dijo hace treinta años que “el cristiano del futuro será un místico o no será cristiano” [9]. El propio teólogo advirtió que con la palabra “místico” no se refería a un fenómeno parapsicológico sino a una auténtica experiencia existencial de Dios. Es verdad que siempre el cristianismo ha sido un asunto de mística en el sentido de Rahner. Sin embargo, actualmente se hace cada vez más necesaria una experiencia espiritual de Dios, porque contamos cada vez menos con la herencia cristiana que venía de la familia, la escuela o la cultura. Ya el cardenal John Henry Newman constataba que la fe “tenida” (recibida), a diferencia de la fe “ejercida” (asumida), solo conducía a las personas cultas a la indiferencia y a las personas sencillas a la superstición.

La cuestión es que el sujeto inmanente de la experiencia mística es una persona que está alcanzando su mayoría de edad en la Iglesia y el mundo. Por lo tanto, entiendo que el desafío consiste en cómo posibilitar una auténtica experiencia existencial de Dios que no signifique una agresión contra una persona que es consciente de su subjetividad, su libertad y su dignidad. Tal vez nunca faltarán personas inseguras, sumisas y evasivas que buscarán el misticismo como tabla de salvación; no obstante, tendremos que asumir que la autonomía es el requisito de una sana experiencia de Dios.

El desafío presenta otra cara, que el sujeto trascendente de la experiencia mística no es el propio ser humano, sino que la mística cristiana presupone el reconocimiento de la absoluta trascendencia de Dios: la pregunta sería entonces si la religión se limita a ser la expresión de la realidad humana sagrada o si acaso es posible una profundización en la condición humana que permita reconocer la realidad de Dios.

Se comprenderá que no basta con decir que el cristiano tiene que ser un místico, sino que es importante saber de qué mística se habla. La mística cristiana está inspirada en la persona de Jesús de Nazaret. En este sentido, se promueve una mística encarnada, por la que se descubre el misterio de Dios en las realidades históricas, privilegiadamente en medio de los pobres, sufrientes y olvidados. La mística debe superar el egocentrismo. Por supuesto que es importante la iluminación interior y la integración cósmica, siempre que vivamos la mística como la unión con Dios por el amor.

Hace tiempo que los maestros y las maestras de espiritualidad vienen sugiriendo que estamos dando un paso significativo en la evolución de la conciencia religiosa de la humanidad, que no se asienta en el nivel cognitivo sino en el nivel místico. Para el caso del cristianismo, William Johnston dice que estaríamos en un tercer ciclo que denomina la era de Juan y de Magdalena, en la que “el énfasis se desplaza de la ley a la mística, de la obediencia a la caridad, de la teología dogmática a la teología mística, de las llaves al corazón” [10]. Me parece que es importante que aprendamos del encuentro fecundo de las tradiciones de Oriente y Occidente, pero también de la riqueza de las espiritualidades de las culturas originarias y el catolicismo popular en el Perú.

b) ¿Y qué Iglesia?

Una segunda cuestión radica en cómo hacer posible la pertenencia a la Iglesia en un contexto de crisis de las instituciones religiosas tradicionales; en realidad, este asunto está vinculado con la mística. No es casualidad que en el citado artículo Rahner escriba que la comunidad fraterna “es un elemento esencial para que se pueda dar una auténtica experiencia del Espíritu en el mañana” [11]. En este sentido, considero imprescindible que esta comunidad, de la que habla Rahner, se distinga por una comunión eclesial en la que las relaciones personales estén inspiradas radicalmente por el Evangelio.

La renovación de las mediaciones eclesiales requiere de una reingeniería pastoral de los programas de iniciación cristiana y los itinerarios de formación permanente en la Iglesia. El replanteamiento de la catequesis y la formación exige el concurso no solo de la teología sino también de la espiritualidad, la psicología y la pedagogía; por ejemplo, continúa siendo un desafío pendiente cómo integrar los procesos de maduración humana y de crecimiento espiritual, atendiendo también al desarrollo de la conciencia moral de las personas en el nuevo escenario religioso. En cualquier caso, debemos ser conscientes de que la clave estará en crear las condiciones para el acompañamiento de las personas, de modo que se favorezca la personalización de la fe [12].

Durante este Año de la Fe se nos ha exhortado no solo a renovar el acto de la fe, sino también a redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada; al respecto, anotaré algunos desafíos.

Un desafío ineludible es cómo comunicar el Evangelio a las nuevas generaciones sin quedar atrapados en un paradigma metafísico premoderno, sino más bien conectando su sentido originario con la experiencia humana y el lenguaje simbólico. Otro asunto es cómo celebrar eclesialmente los misterios de la fe cristiana desde una nueva mistagogía, sintonizando con la expresividad emocional que caracteriza la sensibilidad postmoderna y recreando la aplicación del principio tradicional de que la lex orandi es la lex credendi (lo que celebramos es lo que profesamos). Otro aspecto más es cómo proponer una ética que ofrezca una motivación religiosa para la vida lograda y el bien común, defendiendo el derecho a la conciencia como norma última de la decisión moral.

Los obispos reunidos en Aparecida enfatizaron que la conversión personal tiene que estar acompañada por la conversión pastoral en la Iglesia, que supone el tránsito de una pastoral de simple conservación a una pastoral de audacia misionera [13]. En el marco de la transformación religiosa se percibe la urgencia de una transformación eclesial, que exige no solo renovación espiritual sino también reforma institucional. Por ejemplo, un trabajo pendiente en la Iglesia es la implementación de nuevas formas democráticas que se traduzcan en corresponsabilidad, participación y deliberación.

c) ¿Y qué misión?

Finalmente, aparece la pregunta de cómo comprender el ministerio de la Iglesia asumiendo los cambios del escenario religioso. Al respecto es sugerente la propuesta 13 del Sínodo de la Nueva Evangelización, donde se lee que el Evangelio ofrece una visión de la vida y del mundo, que no puede ser impuesta sino solo propuesta como una buena noticia del amor gratuito de Dios: los creyentes deben esforzarse por mostrar al mundo el esplendor de una humanidad basada en el misterio de Cristo [14]. Vemos entonces cómo la evangelización supone proponer una visión y mostrar una realidad.

Los cambios que hemos revisado nos hacen más conscientes de que no podemos seguir entendiendo la misión de la Iglesia católica como si viviéramos en una sociedad de cristiandad medieval. Es probable que una pastoral de mantenimiento sea suficiente para atender a algunos feligreses que tal vez nunca se vayan de la Iglesia; sin embargo, para comunicar la fe cristiana a muchas otras personas que viven en el mundo moderno, es urgente discernir el modo de proponer una visión de la vida con sentido trascendente, humano y ecológico, desde los valores del Evangelio. La Iglesia tiene que hacer visible que el cristianismo es una reserva religiosa de sentido, salvación, solidaridad, esperanza y consuelo para los hombres y las mujeres del planeta.

Los cristianos no podemos olvidarnos que el futuro del cristianismo pasa por la consolidación del potencial humanizador de la Iglesia: la preocupación por los pobres, los sufrientes y los olvidados. Es hermoso saber que –de algún modo– el cristianismo ha legado al mundo la práctica del cuidado de los pobres, los huérfanos, los discapacitados, los leprosos y los excluidos. La teología de la liberación ha contribuido a que asumamos la opción por los más pobres como solidaridad con los pobres y lucha contra la pobreza, sabiendo que se trata de una opción fundada en el propio Jesús.

Me interesa retomar el tema de la privatización de la religión. No me refiero aquí a la importancia de la participación de los cristianos en la vida pública, sino al problema de la intervención de la Iglesia en la deliberación de los asuntos públicos; por ejemplo, la unión civil de las personas del mismo sexo. La cuestión es compleja porque se tienen que tomar decisiones en ámbitos legislativos, judiciales y ejecutivos que afectan a todos los ciudadanos de un país. El conflicto consiste en que por una parte la Iglesia reivindica su derecho a participar en la deliberación de los asuntos públicos, pero por otra algunos objetan que la Iglesia pueda utilizar argumentos religiosos que son válidos solo para los cristianos [15]. Por supuesto, solamente he planteado el problema.

La modernidad global en la que estamos viviendo ha hecho –entre otras cosas–  que se amplifique la capacidad de información, conocimiento y comunicación entre las personas, al mismo tiempo que la gente se moviliza más. Por lo tanto, me parece que en relación con el escenario religioso en el Perú es urgente responder al desafío que supone el crecimiento del pluralismo político, cultural y religioso. Los medios de comunicación se han convertido en un buen observatorio para darse cuenta del impacto que produce en las personas el reconocimiento de otros modos de sentir, pensar o actuar.



[1] El artículo contiene la presentación en la XXXIV Semana de Reflexión Teológica “Vivir la fe en tiempos de cambios” del ISET Juan XXIII (11.11.2013).
[2] En la clasificación de los sentidos de la secularización, no tanto en los contenidos, sigo aquí a José Casanova, Religiones públicas en el mundo moderno, Madrid, PPC, 2000, pp. 36-63.
[3] Cf. Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, México, FCE, 2003.
[4] Cf. Juan Martín Velasco, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Santander, Sal Terrae, 1998. Luis González-Carvajal, Cristianismo y secularización. Cómo vivir la fe en una sociedad secularizada, Santander, Sal Terrae, 2003. José María Mardones, La transformación de la religión. Cambio en lo sagrado y cristianismo, Madrid, PPC, 2005.
[5] Gianni Vattimo, Creer que se cree, Barcelona, Paidós, 2004, p. 22.
[6] Cf. Carlos Castillo, “El retorno de lo que jamás se fue”, en Manuel Marzal, Catalina Romero y José Sánchez (eds.), Para entender la religión en el Perú, Lima, PUCP, 2004, pp. 57-62.
[7] Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, Lima, Alfaguara, 2012, p. 197.
[8] Jürgen Habermas ha advertido que la religión contiene un potencial semántico: una reserva de sentido, salvación y consuelo, que estaría a la espera de ser traducido por la filosofía. Cf. Israel o Atenas. Ensayos sobre religión, teología y racionalidad, Madrid, Trotta, 2001, pp. 201ss.
[9] Karl Rahner, “Ser cristiano en la Iglesia del futuro”, en Selecciones de Teología 84 (1982), p. 284.
[10] Cf. William Johnston, Mística para una nueva era. De la teología dogmática a la conversión del corazón, Bilbao, DDB, 2003, p. 57.
[11] Karl Rahner, “Ser cristiano en la Iglesia del futuro”, p. 284.
[12] Esta personalización es un proceso de transformación que se organiza en torno al sujeto que se hace protagonista de su propia historia. Cf. Javier Garrido, Evangelización y espiritualidad. El modelo de la personalización, Santander, Sal Terrae, 2009, pp. 31ss.
[13] Cf. Documento de Aparecida, nn. 365-372.
[14] Cf. Sínodo de la Nueva Evangelización, Lista final de las propuestas (versión en inglés).
[15] Desde la perspectiva filosófica se percibe un progreso entre las posiciones de Richard Rorty, John Rawls y Jürgen Habermas, entre otros autores.

miércoles, 15 de abril de 2015

La interpretación del Vaticano II

La interpretación del Vaticano II
Cuestiones de hermenéutica


Raúl Pariamachi ss.cc.


La celebración de los 50 años de la clausura del concilio ecuménico Vaticano II es una oportunidad para preguntarnos por el modo correcto de comprender este evento. Partiré de un discurso del papa Benedicto XVI que revela el problema hermenéutico del Concilio. En la parte principal presentaré algunas cuestiones que –a mi entender– tienen que discutirse al momento de interpretar el Vaticano II, sin pretender llegar a respuestas cerradas. Finalmente, esbozaré algunas conclusiones que van a dejar abierto el diálogo. Pretendo trazar un mapa hermenéutico para moverse en el tema.



1.         El problema hermenéutico

El problema hermenéutico conciliar nació con el propio Vaticano II. Al respecto, es sintomático que a los meses de su clausura, la Congregación para la Doctrina de la Fe advirtiera sobre los abusos en la interpretación de la doctrina del Concilio [1].

En el Sínodo de los Obispos de 1985, congregado por los 20 años de la clausura del Vaticano II, se subrayó que en la recepción del Concilio hubo luces y sombras [2]. Por una parte, se destacaba que muchísimos fieles recibieran el Concilio con fervor de alma. Por otra parte, se lamentaba la lectura parcial que algunos hacían del Concilio, así como la interpretación superficial de su doctrina en diferentes sentidos.

En su primer discurso navideño a la curia romana, el papa Benedicto XVI aludió a la conmemoración de los 40 años de la clausura del concilio Vaticano II [3]. Señaló que en muchas partes de la Iglesia la recepción del Concilio se había hecho de modo difícil [4]. El problema radicaría en la interpretación del Vaticano II, al punto de haberse entablado una lucha entre hermenéuticas contrarias:

“Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la “hermenéutica de la reforma”, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino” [5].

El Papa indica que la hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Explica que esta posición contrapone los textos y el espíritu del Concilio. Los textos como tales no serían todavía la auténtica expresión del espíritu, sino el resultado de “componendas” (concesiones que se hicieron para lograr la unanimidad, a cambio de reconfirmar cosas antiguas inútiles). En estas componendas no se reflejaría el espíritu del Concilio, sino solo en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos. Benedicto XVI aclara que el problema radica en que así queda un amplio margen para la respuesta acerca de cómo se define entonces “el verdadero espíritu”, dejando espacio a posturas arbitrarias.

La hermenéutica de la reforma encuentra su sentido en los discursos conciliares de Juan XXIII en la apertura (11.10.1962) y de Pablo VI en la clausura (07.12.1965). El Papa explica que esta hermenéutica se expresa de modo inequívoco cuando Juan XXIII dice que el Concilio quiere transmitir la doctrina, sabiendo que la tarea no consiste solo en guardar este tesoro –preocupados solo por la antigüedad–, sino también en dedicarse a estudiar lo que exige nuestra época (considerando que una cosa son las verdades de la fe cristiana y otra distinta el modo de enunciarlas, pero conservando el mismo sentido y significado). Benedicto XVI destaca que el programa propuesto es sumamente exigente, como exigente es la síntesis de fidelidad y dinámica.

El Papa señala que Pablo VI aludió entonces a una motivación específica por la que la hermenéutica de la discontinuidad podría parecer convincente. Se refiere a que el Concilio debía dedicarse especialmente al asunto de la antropología, debía interrogarse acerca de la relación entre la Iglesia y el mundo actual, debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna. Benedicto XVI explica que el Vaticano II debía definir de modo nuevo las relaciones entre la fe y las ciencias, entre la Iglesia y el Estado moderno y entre la fe y las religiones; al hacer esto, el Concilio distinguió entre los principios permanentes y las aplicaciones concretas, al punto que es adecuado hablar de un conjunto de continuidad y discontinuidad a diferentes niveles.

2.         Cuestiones a considerar

El discurso del Papa descubre diversos aspectos de la problemática hermenéutica del Vaticano II. Me parece necesario presentar algunas cuestiones que permitan ubicarse en la conversación eclesial sobre la interpretación del Concilio.

2.1.      La recepción con sentido eclesial

En principio, la interpretación del Concilio se ubica en el marco de su recepción. En un clásico artículo Congar escribía que la recepción es “el proceso mediante el cual un cuerpo eclesial hace verdaderamente suya una determinación que él no se ha dado a sí mismo, reconociendo en la medida promulgada una regla que conviene a su vida” [6]. El autor precisa que la recepción no concede legitimidad a una decisión conciliar, sino que reconoce que lo decidido responde al bien de la Iglesia. Se podría decir que la recepción aporta la “credibilidad” a una decisión legítima.

La recepción es una manifestación del sentido de la fe (sensus fidei) de los fieles. El Concilio enseña que la totalidad de los fieles que tienen la unción del Santo no puede equivocarse en la fe. Es una propiedad que se expresa en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando desde los obispos hasta el último de los laicos muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral [7].

La recepción de un concilio debe ser vista como un proceso con sentido eclesial (sentire cum Ecclesia), un camino de aceptación, de consentimiento, de asimilación por infiltración de una determinación doctrinal recibida de la autoridad legítima de la Iglesia (“este proceso se distingue de la obediencia formal porque es activo y porque comporta incluso un juicio sobre la cosa recibida” [8]). Al respecto, el Sínodo de los Obispos (1985) sostuvo que una recepción profunda del Vaticano II exige –entre otras tareas– conocer, asimilar y afirmar el Concilio, unirlo a la propia vida [9].

Existe una diversidad de opiniones sobre el proceso de recepción del Concilio [10]. Se pueden clasificar las actitudes ante el Concilio como de rechazo o de aceptación (esta última en línea de superación o con actitud de reforma o con nostalgia de restauración). En cualquier caso, quiero enfatizar que este proceso de recepción es –al mismo tiempo– una interpretación de textos y un movimiento de renovación [11].

Será oportuno retomar parte de las conclusiones de Sesboüé sobre la recepción, con vistas a iluminar el caso del Vaticano II. En efecto, el autor afirma que la recepción es un acontecimiento que se inscribe dentro de una duración más o menos larga, aunque tenga un final. Llega un momento en que un concilio se convierte en objeto de posesión “apacible” para todos aquellos que lo han recibido. De manera que tal concilio ya no es objeto de recepción, pero será siempre objeto de una hermenéutica [12]. Cabe preguntarse, ¿el concilio Vaticano II continúa en estado de recepción?

2.2.      El espíritu y la letra del Concilio

Se ha convertido en un lugar común referirse al espíritu y a la letra del Concilio. Un principio especial de la hermenéutica de los concilios es que se debe entender como una unidad el espíritu y la letra de un concilio: solo se puede interpretar cada afirmación concreta teniendo presente el espíritu del conjunto; el espíritu del todo solo se desprende de una interpretación concienzuda de cada texto concreto [13].

“Por consiguiente, no es posible practicar una exegesis literal y legalista de los textos conciliares, sin dejarse empujar por el espíritu de ellos. Y tampoco se puede acentuar entusiásticamente el llamado espíritu del concilio en detrimento de los textos concretos que han emanado de éste. Por consiguiente, no basta una fidelidad textual que no pase de eso. La fidelidad pura al texto llevaría a la aporía, al callejón sin salida, pues casi siempre es posible oponer un texto a otro. Sólo se puede averiguar el espíritu del conjunto y, con ello, el sentido del texto concreto rastreando la historia del texto en cuestión y captando en ella la intención del concilio, la renovación de toda la tradición, que es tanto como decir la renovación de lo católico para nuestro tiempo” [14].

Aplicando el principio al caso del Vaticano II quiere decir que su interpretación tiene que considerar tanto el proceso histórico como el resultado doctrinal del Concilio: el espíritu del acontecimiento y la letra de los documentos [15]. Esta relación hermenéutica entre el acontecimiento y los documentos no es sencilla, como se aprecia en el discurso de Benedicto XVI. Existen quienes entienden el espíritu de modo arbitrario y practican una interpretación que fomenta la ruptura con la tradición eclesial, pero existen también quienes manipulan la letra para oponerse a la reforma de la Iglesia. En todo caso, parece pertinente recordar que un especialista sobre el Concilio ha escrito que sería paradójico temer que el reconocimiento de la importancia del Vaticano II como un acontecimiento global pudiera restar importancia a los documentos del Concilio [16].

Una buena expresión de este empeño hermenéutico conciliar es la publicación de la investigación histórica dirigida por Alberigo [17], cuyo contrapunto (espíritu-letra) sería el comentario teológico dirigido por Peter Hünermann y Bernd-Jochen Hilberath [18]; dice el especialista Christoph Theobald que esta investigación y este comentario introducen un giro hermenéutico en el proceso de recepción del Concilio [19].

2.3.      La reforma de la Iglesia

La interpretación del Vaticano II deberá tener en cuenta el objeto y el método del Concilio según las orientaciones dadas por los papas Juan XXIII y Pablo VI (recogidas en los textos conciliares), a las que subyace el binomio doctrina-pastoral, como también la relación entre “dinámica” y “fidelidad” –en palabras de Benedicto XVI– con miras a la reforma siempre necesaria de la Iglesia.

Para comprender el Concilio es esencial el discurso de apertura de Juan XXIII [20]. El Papa determina que el supremo interés del Concilio es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz. En seguida precisa que no se trata solo de estudiar este precioso tesoro –como si solo preocupara su antigüedad– sino también de dedicarse a la labor que exigen estos tiempos. Por lo tanto, la tarea principal del Concilio no es la discusión de uno u otro tema de la doctrina de la Iglesia, repitiendo la enseñanza de los Padres y los teólogos; para esto no era necesario un Concilio, dice el Papa. Se espera un paso adelante: la profundización y la exposición de la doctrina según las exigencias de nuestra época, sabiendo bien que:

“Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del depositum fidei, y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta –con paciencia, si necesario fuese– ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral” [21].

En su discurso de clausura el papa Pablo VI afirmaba que la antigua historia del samaritano había sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. En tal sentido, agregaba que la riqueza doctrinal del Vaticano II se había volcado a servir al ser humano en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades. El Papa aclara que de este modo la Iglesia ha respondido al carácter pastoral del Concilio [22].

Usando una palabra querida por el papa Juan XXIII, se suele hablar del Concilio como de un aggiornamento (una puesta al día de la Iglesia) de carácter pastoral. Queda claro que el carácter pastoral del Concilio no debe ser entendido desde la contraposición entre la pastoral y la doctrina, en el sentido de una serie de aplicaciones prácticas que se desprenden de principios teológicos (ambos ámbitos vistos por separado), sino más bien desde la interrelación entre lo doctrinal y lo pastoral: la profundización y la exposición de la doctrina que se propone el Concilio se hace desde la perspectiva pastoral, teniendo en vistas la reforma de la Iglesia y el diálogo con el mundo. Como señala Madrigal, aquí el magisterio pastoral significa “una formulación positiva de la doctrina de la fe que está preocupada por buscar un lenguaje que llegue a la gente de hoy” [23].

El aggiornamento de la Iglesia se realiza en la síntesis de renovación y tradición. Es indispensable reconocer que el Concilio produjo cambios en la Iglesia, en su doctrina y su pastoral, por lo que sí es legítimo hablar de etapa preconciliar y etapa posconciliar (una discontinuidad dentro de la continuidad). Al mismo tiempo, es necesario rechazar la visión del Concilio como una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Este asunto sigue en debate, aquí basta recordar que el Concilio sacó a luz cosas nuevas de la doctrina y la tradición, de acuerdo siempre con las antiguas [24].

2.4.      El diálogo con el mundo

La cuestión del diálogo de la Iglesia con el mundo –entablado en el Vaticano II– es otra clave para interpretar el Concilio; como se dijo, el Concilio tenía que determinar de un modo nuevo la relación entre la Iglesia y el mundo.

Viene al caso fijarse en que el papa Pablo VI –en su discurso de clausura– señaló que el Concilio había tenido vivo interés por el estudio del mundo moderno, al punto de sugerir a algunos la sospecha de un excesivo relativismo al mundo exterior. En seguida añade que la religión del Dios que se ha hecho humano se ha encontrado con la religión del ser humano que se hace Dios; sin embargo, no se ha producido un choque, sino que una simpatía ha penetrado todo: una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. La Iglesia conciliar ha querido ofrecer su enseñanza sobre una serie de puntos que comprometen la conciencia y la actividad del ser humano, adoptando el diálogo para escuchar atentamente y hacerse entender.

“Todo esto y todo cuanto podríamos decir sobre el valor humano del Concilio, ¿ha desviado acaso la mente de la Iglesia en Concilio hacia la dirección antropocéntrica de la cultura moderna? Desviado, no; vuelto, sí. Pero quien observa este prevalente interés del Concilio por los valores humanos y temporales no puede negar que tal interés se debe al carácter pastoral que el Concilio ha escogido como programa y deberá reconocer que ese mismo interés no está jamás separado del interés religioso más auténtico (…)” [25].

Se ha sostenido que la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual es el paradigma de un magisterio prevalentemente pastoral [26]. Ratzinger señaló que el documento es una especie de Antisyllabus [27]. En otra parte, el mismo autor declaró que el concilio Vaticano II tenía razón al propiciar una revisión de las relaciones entre Iglesia y mundo, porque existen valores que pueden hallar un lugar en la visión de la Iglesia, aunque hayan surgido fuera de ella. No obstante, “demostraría no conocer ni a la Iglesia ni al mundo quien pensase que estas dos realidades pueden encontrarse sin conflicto y llegar a mezclarse sin más” [28]. En esta línea, cabe recordar que en su discurso navideño Benedicto XVI decía que algunos habían subestimado las tensiones interiores y las reales contradicciones de la propia edad moderna.

Por su parte, Kasper cree que en la hermenéutica de las aseveraciones pastorales se debe distinguir entre la base doctrinal de obligatoriedad general, la descripción de la situación concreta y la aplicación de los principios generales a la situación pastoral que se ha descrito de modo concreto, admitiendo que la Iglesia no tiene una autoridad moral o una competencia especial para juzgar la situación concreta [29].

Se podría concluir entonces que la reforma de la Iglesia que propone el Concilio se realiza en un proceso de discontinuidad en la continuidad a diferentes niveles, donde se conserva la sustancia de las verdades de la fe y se buscan nuevas expresiones de cara a la vida de la Iglesia y a la situación del mundo; al mismo tiempo que se distingue entre los principios permanente y las aplicaciones concretas.

2.5.      La hermenéutica del texto conciliar

Una última cuestión que quisiera abordar es la que se refiere en sentido estricto a la interpretación de los documentos del Concilio, tomando como referencia un principio del Sínodo de los Obispos de 1985:

“La interpretación teológica de la doctrina del Concilio tiene que tener en cuenta todos los documentos en sí mismos y en su conexión entre sí, para que de este modo sea posible exponer cuidadosamente el sentido íntegro de todas las afirmaciones del Concilio, las cuales frecuentemente están muy implicadas entre sí. Atribúyase especial atención a las cuatro constituciones mayores del Concilio, que son la clave de interpretación de los otros decretos y declaraciones” [30].

Espero que no sea una perogrullada afirmar que los documentos del Vaticano II son “un texto conciliar”, en el sentido de que representa el Magisterio de la Iglesia: tiene la pretensión de ser una interpretación auténtica de la fe [31]; así mismo tenemos que decir que si bien doctrinalmente el Vaticano II se ubicó en la línea de los anteriores concilios, no se encontró en la necesidad de realizar marginaciones definitorias.

Parece relevante detenerse en cinco características que determinan la forma que confiere básicamente su identidad al corpus de los documentos del concilio Vaticano II: (1) Los documentos presentan una reflexión fundamental sobre lo que es la Iglesia en el mundo moderno, una reflexión teológica que debe iluminar la orientación esencial de la Iglesia en su existencia histórica. (2) Los documentos tratan de poner de relieve aquellos principios que han de posibilitar, sostener y determinar la vida creyente y la convivencia en la Iglesia, con la persona y la sociedad. (3) Los documentos presentan un género que contiene normas que se refieren no solo al plano jurídico, sino a la fe, la esperanza y la caridad. (4) Los documentos se presentan como una expresión del consenso básico de la Iglesia católica, que está atestiguado por el colegio de los obispos reunidos en concilio, con y bajo su cabeza (papa). (5) Por lo tanto, desde el papa hasta el último de los fieles están obligados con este texto, que se ha de cumplir y respetar [32].

Es necesaria entonces una hermenéutica de los textos leídos de forma sincrónica en toda su coherencia, considerando la intertextualidad (las relaciones entre los textos), tomando en cuenta los géneros literarios, las estructuras propias, los modelos retóricos, etc. En definitiva, “entre lo primero que se debe observar están la manera de expresarse en los documentos y la intencionalidad del Concilio mismo” [33].

Finalmente, considero que cualquier interpretación del concilio Vaticano II tiene que asumir una posición con respecto a una de las críticas más reiteradas que se hacen a los documentos del Concilio, en el sentido de que serían un “texto de compromiso”, en el que conviven afirmaciones nuevas y valiosas con afirmaciones inútiles y viejas, como resultado del “acuerdo” entre la mayoría progresista y la minoría conservadora durante los trabajos conciliares; al punto que alguien ha hablado de un pluralismo contradictorio (D. Grimm). Por supuesto, es imposible entrar al detalle de este complicado asunto; aquí simplemente quería dejar anotado que quien pretende hacerse una opinión del Concilio tiene necesariamente que tomar una postura sobre esta crítica [34].

3.         Algunos comentarios finales

Volviendo al discurso navideño de Benedicto XVI, considero prudente recordar que la recepción de un concilio casi siempre ha sido compleja. Se entiende que el Papa ponga el acento en el peligro de una hermenéutica de la ruptura. No obstante, al menos desde el contexto en el que escribo, es igualmente peligrosa una interpretación equívoca que pretende atenuar (¿suprimir?) el propósito reformador del Concilio. No pienso solo en el indiscutible caso de monseñor Lefebvre, sino en algunos hermanos que se sienten en plena comunión con la Iglesia católica. La cita de san Basilio que hace el Papa sobre el concilio de Nicea (nota 4), advierte que la tergiversación de la recta doctrina de la fe puede hacerse por exceso o por defecto.

Me parece que, contra los excesivos y los defectuosos, muchos están apostando por un equilibrio hermenéutico en base a la relación circular entre lo que se ha llamado el espíritu y la letra del Concilio. No dudo de que tanto el Código de Derecho Canónico (1983) como el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) sean una expresión autorizada del espíritu y la letra del Concilio. Sin embargo, es bueno subrayar que de ningún modo sustituyen el valor teológico de un acceso directo a los documentos y al acontecimiento del Vaticano II como un nuevo pentecostés para la Iglesia.

Con la lucidez que le distingue, el Papa no ha contrapuesto a la hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura, una hermenéutica de la mera continuidad, sino más bien una hermenéutica de la reforma: de la renovación dentro de la continuidad de la Iglesia. El ejercicio de releer los textos conciliares deja la sensación de que todavía falta mucho que hacer por la reforma de la Iglesia que estimuló el Concilio. Me refiero a la reforma tanto en las actitudes de las personas como en el funcionamiento de las instituciones en la Iglesia católica: conversión pastoral con cambios estructurales.

Un asunto bastante polémico del Concilio es el sentido, los alcances y los límites del diálogo que entabló la Iglesia con el mundo moderno. Es claro que el mundo actual es distinto del de hace 50 años. Siempre será un riesgo pecar de ingenuidad (este mundo es lo mejor) o de temor al mundo (ataquemos o escapemos). Lo importante es aprender a ubicarse en la sociedad como lo hizo el Concilio, con empatía cristiana, en actitud de escucha y de diálogo, sin renunciar a la crítica y la autocrítica (estamos “en el mundo”) que ciertamente vienen exigidas por la fidelidad al Evangelio.

La verdad es que estoy cada vez más convencido de que para entender la Iglesia del siglo XXI (con sus luces y sombras) es conveniente conocer el concilio Vaticano II. Por supuesto, no se trata de “absolutizar” el Concilio, sino de apreciarlo bien en toda su trascendencia para la vida de la Iglesia. En mi opinión, el Vaticano II es un “modelo” de cómo la Iglesia se auto-comprendió al nivel ad intra (hacia adentro) y al nivel ad extra (hacia afuera), en diálogo con el mundo: Iglesia, ¿qué dices de ti misma? Por lo tanto, volver la mirada al pasado puede ayudarnos a construir el presente y abrirnos al futuro. Después de todo, como dijera el recordado papa Juan XXIII en su discurso de apertura: la historia sigue siendo la maestra de la vida.



[1] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los presidentes de las conferencias episcopales sobre los abusos en la interpretación de los decretos del concilio Vaticano II (24 de julio de 1966).
[2] Cf. II Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos (1985), Relación final, I. 2-4.
[3] Cf. Benedicto XVI, A la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas (22.12.05).
[4] Remite a la descripción de san Basilio después del concilio de Nicea (325): “El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe…” [el subrayado es mío] (ibid.); aunque aclara que no intenta aplicar esta descripción al posconcilio, dice que refleja algo de lo que ha pasado.
[5] Ibid.
[6] Yves Congar, “La recepción como realidad eclesiológica”, en Concilium 77 (1972), p. 58. Se pueden revisar otras definiciones de “recepción” en Bernard Sesboüé, El magisterio a examen. Autoridad, verdad y libertad en la Iglesia, Bilbao, Mensajero, 2004, pp. 80-82.
[7] Cf. Concilio ecuménico Vaticano II, Lumen gentium, n. 12. F. A. Sullivan distingue entre el sensus fidei (el sentido de la fe como la cualidad subjetiva del que cree), el sensus fidelium (el sentido de los fieles como el significado objetivo de lo que se cree) y el consensus fidelium o el sensus Ecclesia (el elemento de consenso universal). Cf. Franco Ardusso, Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, Madrid, San Pablo, 1998, p. 63.
[8] Sesboüé, o.c., p. 80.
[9] Cf. II Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos (1985), Relación final, I. 5.
[10] Leer una buena síntesis hasta 1990 en Casiano Floristán, Vaticano II. Un concilio pastoral, Salamanca, Sígueme, 1990, pp. 151-161.
[11] Cf. Hermann J. Pottmeyer, “Hacia una nueva fase de recepción del Vaticano II. Veinte años de hermenéutica del Concilio”, en Giuseppe Alberigo y Jean-Pierre Jossua (eds.), La recepción del Vaticano II, Madrid, Cristiandad, 1987, pp. 49ss.
[12] Cf. Sesboüé, o.c., p. 117.
[13] Cf. Walter Kasper, Teología e Iglesia, Barcelona, Herder, 1989, p. 409 (Véase el capítulo 4 sobre la hermenéutica de las aseveraciones del Concilio).
[14] Ibid., 409.
[15] Cabe aclarar que el espíritu como acontecimiento” considera los antecedentes, el anuncio, la antepreparación, la convocatoria, la preparación, la apertura, los cuatro períodos y la clausura, así como las intervenciones de los papas, la participación de los padres, las acciones de la curia, las deliberaciones en las sesiones, el trabajo de las comisiones, la asistencia de los observadores, los oyentes y los expertos (teólogos), el impacto en la Iglesia y en el mundo, etc.
[16] Cf. Giuseppe Alberigo, “La transición hacia una nueva era”, en Giuseppe Alberigo (dir.), Historia del concilio Vaticano II. Vol. V. Un Concilio de transición. El cuarto período y la conclusión del Concilio, Salamanca, Sígueme, 2008, p. 569.
[17] Cf. Giuseppe Alberigo (dir.), Historia del concilio Vaticano II, I-V, Salamanca, Sígueme, 1999-2008. Véase la reacción crítica de Agostino Marchetto, El concilio ecuménico Vaticano II. Contrapunto para su historia, Valencia, Edicep, 2008.
[18] Trabajo concluido el 2005 pero todavía no traducido del alemán.
[19] Citado por Santiago Madrigal, Unas lecciones sobre el Vaticano II y su legado, Madrid, San Pablo, 2012, p. 155.
[20] Cf. Vicente Botella, El Vaticano II ante el reto del tercer milenio. Hermenéutica y teología, Salamanca, San Esteban, 1999, pp. 104-112. El discurso sería clave hermenéutica del Concilio, una llave maestra para abrir la puerta principal del edifico conciliar –dice el autor.
[21] Juan XXIII, Discurso en la solemne apertura del concilio Vaticano II (11.10.62). Escribe que en nuestros tiempos la Iglesia “quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas”.
[22] Cf. Pablo VI, Discurso en la última sesión pública del concilio Vaticano II (07.12.65).
[23] Madrigal, o.c., p. 171. El autor insiste en que esta aplicación del principio pastoral significa tener a la vista a los destinatarios del mensaje.
[24] Cf. Concilio ecuménico Vaticano II, Dignitatis humanae, n. 1.
[25] Pablo VI, Discurso en la última sesión pública del concilio Vaticano II (07.12.65).
[26] Cf. Madrigal, o.c., p. 182.
[27] Cf. Joseph Ratzinger, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Barcelona, Herder, 1985, p. 457 (Syllabus es la denominación de una recopilación de ochenta proposiciones condenadas por la Iglesia en el siglo XIX).  
[28] Joseph Ratzinger, Informe sobre la fe, Madrid, BAC, 1985, p. 42. Al parecer, esta visión de Ratzinger respondería a su impresión de que –después de veinte años del Vaticano II– la Iglesia se resiente de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo.
[29] Cf. Kasper, o.c., p. 412. Esto se aplicaría particularmente para la Gaudium et spes.
[30] II Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos (1985), Relación final, I. 5.
[31] Cf. Peter Hünermann, “El ‘texto’ pasado por alto. Sobre la hermenéutica del concilio Vaticano II”, en Concilium 312 (2005), pp. 147ss.
[32] Cf. Ibid., pp. 150-153.
[33] Eduardo Arens, “Vaticano II desde la hermenéutica. Algunas dimensiones epistemológicas indispensables”, en Pastores 22 (2012), p. 183.
[34] Únicamente a modo de referencia quiero decir que me parece bastante equilibrada la posición de Peter Hünermann al respecto: cf. a.c., pp. 155ss. (donde el autor ejemplifica su posición con la cuestión de la colegialidad de los obispos y el poder primacial del papa).