Hablar de Dios en un país violento
Raúl Pariamachi ss.cc.
“Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios.”
(Mateo 5, 9)
Esta semana teológica se ha propuesto reflexionar sobre el hecho de la violencia como desafío a la evangelización. En la buena lógica de estas jornadas, ayer se invitó a reconocer los múltiples rostros de la violencia en el Perú y hoy se sugiere la pregunta de cómo hablar de Dios en un país violento. Cuando se pregunta “cómo hablar de Dios” se está utilizando una fórmula breve para expresar algo más amplio. Es evidente que no se trata solo de “cómo hablar”, sino de cómo mostrar, sentir y pensar al Dios de la vida en medio de las violencias cotidianas: física, emocional o sexual; infantil, familiar o social; estructural, cultural o política. No se trata tampoco solo de cómo hablar “de Dios”, sino de cuál es su voluntad y su proyecto para un pueblo que sufre la violencia, el maltrato y la injusticia. El padre Eduardo Arens ha ofrecido una valiosa reflexión bíblica para que busquemos juntos una respuesta a la interrogante que preside esta reunión. Por mi parte, quisiera plantear algunas cuestiones teológicas: (1) ¿qué relaciones podemos establecer entre la religión y la violencia?, (2) ¿cómo imaginar un cristianismo no-violento para un mundo no-violento? y (3) ¿qué modelos, metáforas o conceptos de Dios son adecuados para una ética orientada a la superación de la violencia?
1. La religión y la violencia
La
religión ha estado relacionada con la violencia –así como con otras formas de
cultura– sea para contenerla y superarla o para provocarla y justificarla. El
cristianismo no ha sido ajeno a esto. Las religiones son vistas como praxis de
compasión, solidaridad y justicia, al mismo tiempo que como fuentes de
violencia, sufrimiento y fanatismo. No es posible entrar en un análisis
detallado de la explicación de las conexiones que existen entre religión y
violencia para bien o para mal. Sin embargo, habría que reparar en que las ciencias
han estudiado los vínculos entre religión y violencia.
Desde
sus orígenes las religiones han presentado a dioses que exigen sacrificios de animales
y/o de personas. En muchos casos se sacrificaban, torturaban o mutilaban a
diferentes grupos de seres humanos (guerreros, niños o vírgenes). Se buscaba
conseguir así el orden, la seguridad y el bienestar, la prosperidad de las
tierras o la venganza de los enemigos. Estos sacrificios se practicaron entre
las culturas y las religiones de egipcios, moches, mayas, aztecas, hindúes,
budistas y musulmanes. En la tradición bíblica existen sacrificios de animales;
también tenemos relatos como el frustrado sacrificio del hijo de Abrahán (cf. Gn
22, 1-19) o el ambiguo sacrificio de la hija de Jefté (cf. Jue 11, 36-40), sin descontar
la matanza de los sobrevivientes de las guerras.
El
tema de la violencia en la Biblia, sobre todo la violencia “ordenada” por Dios,
rebasa los límites de mi charla; solamente quería sugerir que la propia
tradición bíblica no escapa a estas complejas relaciones entre religión y violencia.
El
cristianismo de los primeros tiempos encarnó el espíritu no-violento del Jesús
del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7), al punto de padecer la persecución, la
calumnia y el martirio. Sin embargo, al constituirse en religión oficial del
Imperio, el cristianismo pasó –en determinados casos– de perseguido a
perseguidor. En los siglos posteriores la Iglesia adoptará la violencia por
diversos motivos y en diversas formas: en las cruzadas organizadas para conquistar
a espada los lugares santos, en el tribunal de la inquisición que entregaba los
herejes a la hoguera, en las guerras sangrientas contra los protestantes, en las
colonias justificando tantas veces la explotación y la esclavitud, en el
respaldo de algunos grupos católicos a regímenes políticos totalitarios, etc.
Quiero
advertir que no me mueve un instinto sadomasoquista de crítica corrosiva al
cristianismo en sus complejas relaciones históricas con la violencia (más
adelante voy a aludir al hecho de que el cristianismo no solo padeció en su
propia carne la violencia, sino que además promovió una teoría y una praxis de
la no-violencia), aquí simplemente quería subrayar que de facto el cristianismo
adoptó la violencia.
En
nuestros tiempos vivimos conflictos políticos, culturales y étnicos en los que
se mezclan la religión y la violencia en diferentes grados. Los últimos años
hemos visto con horror los enfrentamientos entre hutus y tutsis en Ruanda, entre
cingaleses y tamiles en Sri Lanka, entre hindúes y musulmanes en la India,
entre croatas y serbios en Bosnia, entre católicos y protestantes en Irlanda,
etc. El ataque terrorista a las torres gemelas del 11 de septiembre del 2001 y
la respuesta de los Estados Unidos estuvieron cargados de un discurso religioso-político
de cristianos vs. musulmanes.
Habría
que añadir que las religiones están ligadas no solo con la violencia de los
enfrentamientos armados, sino también con la legitimación de órdenes sociales
injustos, el ejercicio abusivo del poder, la manipulación de las conciencias y
la discriminación de las personas (seguimos presenciando el escándalo de los
cuerpos violados, quemados y mutilados de las mujeres por razones supuestamente
religiosas).
La
pregunta que suele hacerse es si acaso la violencia es un elemento intrínseco a
la religión o si es una realidad histórica que se puede superar. Se debe contar
también con que en algunos casos (¿cuántos?) los hechos de violencia amparados
por la religión están bastante mezclados con razones de orden político,
económico o cultural, al punto que los poderes seculares utilizan la religión
para justificar actos de violencia contra sus adversarios. No me cabe duda de
que el cristianismo contiene potenciales espirituales, semánticos y prácticos
que contribuyen a un mundo no-violento.
Antes
de pasar al siguiente apartado deseo aclarar que doy por supuesto todo lo dicho
ayer sobre la violencia que hemos vivido y estamos viviendo en el Perú, desde
la violencia política que dejó cerca de 70,000 muertos, hasta las violencias
“de cada día”: asaltos, violaciones, secuestros, asesinatos, maltratos, calumnias,
chantajes, represiones y exclusiones (violencias en las que todos somos en
parte víctimas y en parte verdugos). Más bien he preferido dedicar este primer tiempo
a señalar las relaciones entre religión y violencia de las que no siempre somos
conscientes. Me parece entonces que cualquier reflexión cristiana sobre la
violencia tendría que tomar en serio una sana autocrítica que nos permita reconocer
que la violencia está agazapada a la
puerta (cf. Gn 4, 7), aunque seamos cristianos que optamos por la civilización
del amor.
2. Un cristianismo
no-violento
He
expresado mi convicción de que el cristianismo tiene potenciales espirituales,
semánticos y prácticos que están orientados a un mundo no-violento. Al mismo
tiempo, he sostenido que el cristianismo adoptó la violencia en determinados
hechos históricos. Por lo tanto, en este segundo apartado voy a ofrecer algunos
elementos que nos ayuden a imaginar un cristianismo no-violento para un mundo
no-violento.
a) Releer las Escrituras
Un
cristianismo no-violento se inspira en el compromiso por la no-violencia que proponen
las Escrituras. Más allá de la posible oposición entre el Dios violento del
A.T. y el Dios compasivo del N.T., una hermenéutica de la no-violencia recorre
los caminos de paz, justicia y libertad que atraviesan la Biblia, a la vez que mira
críticamente los textos que ocultan una visión religiosa teñida de violencia,
venganza y castigo, tanto en el A.T. como en el N.T. En el corazón de esta
búsqueda emerge la persona de Jesús de Nazaret como el siervo sufriente de Dios
que superó la violencia en la cruz.
b) Recuperar la tradición
Un
cristianismo no-violento bebe del pozo de su propia tradición; sin desconocer
su responsabilidad por la violencia ejercida en nombre de Dios, recupera los
contextos, las intuiciones, las espiritualidades, las teologías y las prácticas
de cristianos que como Francisco de Asís, Bartolomé de Las Casas, Martin Luther
King Jr., Teresa de Calcuta y Óscar Romero apostaron por la convivencia
pacífica en la tierra. El cristianismo recobra el testimonio olvidado de los movimientos
que encarnaron un estilo de vida fundado en el reconocimiento, el respeto y el
cuidado. La tradición cristiana pacífica es un aliciente para los hombres y las
mujeres que siguen trabajando como hijos y como hijas de la paz en los barrios,
las escuelas, los talleres, los hospitales y las cárceles.
c) Recrear una comunidad cristiana no-violenta
Un
cristianismo no-violento promueve una cultura de paz al interior de la misma
Iglesia. Este cristianismo recrea las relaciones humanas desde los valores del
Evangelio, evitando toda forma de violencia entre hermanos y hermanas, sin reproducir
la conducta de los que gobiernan las naciones con violencia (cf. Lc 22, 25), de
los que imponen sus doctrinas con amenazas, de los que resuelven los conflictos
con castigos, etc. Será clave entonces cómo se asume dentro de la Iglesia la
tolerancia ante la diferencia: qué se hace con los disidentes que “atentan”
contra la identidad del grupo.
d) Reconstruir una sociedad humana no-violenta
Un
cristianismo no-violento se empeña en la reconstrucción de una sociedad
no-violenta. La acción crítico-constructiva de los cristianos presentes en el
mundo empieza por mostrar que otro mundo no-violento es posible: se promueve la
paz como el fruto de la justicia, se enseña la resolución pacífica de los
conflictos, se visibiliza la solidaridad con los afectados, se acompaña a las
víctimas en la curación de sus heridas, se intercede por la reparación de los
daños, etc. Los cristianos y las cristianas se sienten convocados a colaborar con
otras personas en la reconciliación del mundo.
e) Resituar el cristianismo
Un
cristianismo no-violento busca resituarse en el pluralismo de las religiones y
las culturas. El cristianismo revisa sus creencias y sus actitudes que podrían
disparar la violencia. La Iglesia se deja interpelar: ¿Cómo seguir radicalmente
a Jesús sin caer en el fanatismo?, ¿cómo comunicar la verdad de la palabra de
Dios sin ser fundamentalista?, ¿cómo vivir la pasión por el Evangelio sin ser agresivo?,
¿cómo reconocer la salvación en la Iglesia sin ser sectario?, ¿cómo sabernos elegidos
sin discriminar a los que sienten, piensan o actúan distinto? En este sentido,
la tolerancia es la virtud de los que evitan la violencia. El cristianismo hace
creíble entonces que la salvación, liberación y sanación que ofrece Jesús es una
respuesta a la condición humana violentada.
Me
gustaría añadir que los elementos planteados se enriquecen cuando se asume una
perspectiva ecológica cristiana. La crisis ecológica nos ha hecho conscientes
de que la violencia ejecutada contra la humanidad tiene terribles repercusiones
para el planeta, así como el maltrato del planeta acarrea consecuencias
nefastas para los seres humanos. La paz de la creación incluye a todo lo creado
por Dios.
3. Otro Dios y otra ética
Hablar
de Dios en un país violento reclama una revisión de nuestras creencias y
nuestras acciones: los modelos, las metáforas o los conceptos que tenemos de Dios
están íntimamente vinculados con la conducta que asumimos en la vida.
Cuando
hablo de “otro” Dios evidentemente no me refiero a que cambiemos de Dios, sino
a que necesitamos revisar nuestros modelos, metáforas y conceptos acerca de
Dios. Al respecto, debemos superar el modelo de un Dios disociado de o
enfrentado a lo humano: un modelo en el que la trascendencia divina abre un
abismo entre Dios y el ser humano (entonces en nombre de Dios se puede agredir
a las personas), al punto que en algunos casos el propio Dios aparece como una suerte
de rival del ser humano (entonces la lucha de Dios contra el pecado se traduce
en la violencia de una persona contra otra). En cambio, en el modelo del Dios
encarnado, que asume la condición humana histórica, el ser humano no se acerca
a Dios alejándose de sí mismo.
Por
otra parte, tendríamos que ser más conscientes, críticos y creativos en el uso
que hacemos de las metáforas cuando hablamos de Dios. Es verdad que unas metáforas
se prestan más que otras para una interpretación ambigua por parte de los
creyentes; sin embargo, considero que en alguna medida todas pueden ser objeto
de una deformación: desde “el padre de los pobres” hasta “el señor de los
ejércitos” (incluido “el juez de los vivos y los muertos”). No debemos olvidar
que el lenguaje con que hablamos de Dios es analógico, donde la desemejanza
siempre es mayor que la semejanza.
Al
mismo tiempo, donde fuera necesario habrá que purificar nuestros conceptos para
evitar que se presten a malentendidos que acaben sugiriendo actitudes violentas
en Dios o que terminen justificando acciones violentas de unos contra otros. En
tal sentido, existen doctrinas sensibles como es el caso de la visión del
sacrificio de Jesús en la cruz como una satisfacción al Padre por los pecados
cometidos por todos los seres humanos. Debo aclarar que no estoy diciendo que
tales doctrinas sean violentas en sí mismas, sino que suelen prestarse a una deformación
asociada a la violencia.
En cualquier caso, es necesaria una ética orientada a la superación de la violencia a
niveles personal, local y global. En nuestro caso, estaríamos ante una ética
fundada en la fe cristiana: inspirada en los valores del Evangelio, motivada
por la praxis de Jesús y orientada por el magisterio vivo de la Iglesia. Cabe
subrayar que la ética cristiana tiene el enorme desafío de dialogar con éticas
seculares, con personas de buena voluntad que quieren colaborar en la
construcción de una convivencia pacífica pero que no comparten los mismos
presupuestos culturales, filosóficos o religiosos.
Es
preciso madurar en la conciencia la opción ética de la no-violencia expresada
en la Biblia, desde el “no matarás” (Ex 20, 13) de Dios en la montaña del Sinaí
hasta el “no opongan resistencia armada al mal” (Mt 5, 39) de Jesús en el sermón
de la montaña. Los principios fundamentales de la propuesta ética cristiana
contra la violencia radican en el respeto a la persona y en la defensa de la
vida. Una vez más el concilio Vaticano II es buen ejemplo de una visión amplia
de las implicancias de la violencia y la injusticia, al enumerar algunas
situaciones que se oponen a la vida:
“Todo lo que
se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el
aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la
integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales
y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a
la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones
ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros
instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas
cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la
civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes
padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador”
(Gaudium et spes, 27).
La
superación de la violencia implica la promoción de la paz. Por lo tanto, habrá
que recordar sencillamente que la paz es un atributo esencial del Dios de los
cristianos, además de que es al mismo tiempo don divino y tarea humana. En su
propia realización la paz es mucho más que la simple ausencia de guerra, puesto
que representa la plenitud de la vida. La paz es la meta de la convivencia
social entre personas iguales y distintas. En definitiva, se requiere no solo una
ética para la vida cotidiana en los ámbitos locales, sino también una ética de
alcance planetario en defensa de la vida.
Cuando
anoche el padre Mateo Garr se refería al “abrazo reconciliador de Jesús en la
cruz”, me acordé que el teólogo croata Miroslav Volf ha escrito que las
categorías de “opresión” y “liberación” (que son adecuadas para estudiar la
explotación económica y la dominación política) deberían complementarse con las
categorías de “exclusión” y “abrazo” (que son adecuadas para estudiar los
conflictos culturales). Parece sugerir que lo trágico de la violencia no es solamente
la opresión, sino la exclusión, la eliminación o la expulsión del otro. Volf propone
una “teología del abrazo” basada en la metáfora del “abrazo”: en el gesto del
abrazo, yo abro mis brazos para crear en mi interior un espacio para el otro.
Los brazos abiertos son una señal de que no quiero estar únicamente a solas
conmigo, son una invitación al otro para que entre y se sienta conmigo como en
su casa. El apretón al cerrar los brazos es un signo de que quiero que el otro
se convierta en parte de mí mismo, sin que ninguno pierda su identidad propia.