miércoles, 27 de mayo de 2015

Religión y violencia

Religión y violencia
Hablar de Dios en un país violento

Raúl Pariamachi ss.cc.


“Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios.”
(Mateo 5, 9)



Esta semana teológica se ha propuesto reflexionar sobre el hecho de la violencia como desafío a la evangelización. En la buena lógica de estas jornadas, ayer se invitó a reconocer los múltiples rostros de la violencia en el Perú y hoy se sugiere la pregunta de cómo hablar de Dios en un país violento. Cuando se pregunta “cómo hablar de Dios” se está utilizando una fórmula breve para expresar algo más amplio. Es evidente que no se trata solo de “cómo hablar”, sino de cómo mostrar, sentir y pensar al Dios de la vida en medio de las violencias cotidianas: física, emocional o sexual; infantil, familiar o social; estructural, cultural o política. No se trata tampoco solo de cómo hablar “de Dios”, sino de cuál es su voluntad y su proyecto para un pueblo que sufre la violencia, el maltrato y la injusticia. El padre Eduardo Arens ha ofrecido una valiosa reflexión bíblica para que busquemos juntos una respuesta a la interrogante que preside esta reunión. Por mi parte, quisiera plantear algunas cuestiones teológicas: (1) ¿qué relaciones podemos establecer entre la religión y la violencia?, (2) ¿cómo imaginar un cristianismo no-violento para un mundo no-violento? y (3) ¿qué modelos, metáforas o conceptos de Dios son adecuados para una ética orientada a la superación de la violencia?

1.         La religión y la violencia

La religión ha estado relacionada con la violencia –así como con otras formas de cultura– sea para contenerla y superarla o para provocarla y justificarla. El cristianismo no ha sido ajeno a esto. Las religiones son vistas como praxis de compasión, solidaridad y justicia, al mismo tiempo que como fuentes de violencia, sufrimiento y fanatismo. No es posible entrar en un análisis detallado de la explicación de las conexiones que existen entre religión y violencia para bien o para mal. Sin embargo, habría que reparar en que las ciencias han estudiado los vínculos entre religión y violencia.

Desde sus orígenes las religiones han presentado a dioses que exigen sacrificios de animales y/o de personas. En muchos casos se sacrificaban, torturaban o mutilaban a diferentes grupos de seres humanos (guerreros, niños o vírgenes). Se buscaba conseguir así el orden, la seguridad y el bienestar, la prosperidad de las tierras o la venganza de los enemigos. Estos sacrificios se practicaron entre las culturas y las religiones de egipcios, moches, mayas, aztecas, hindúes, budistas y musulmanes. En la tradición bíblica existen sacrificios de animales; también tenemos relatos como el frustrado sacrificio del hijo de Abrahán (cf. Gn 22, 1-19) o el ambiguo sacrificio de la hija de Jefté (cf. Jue 11, 36-40), sin descontar la matanza de los sobrevivientes de las guerras.

El tema de la violencia en la Biblia, sobre todo la violencia “ordenada” por Dios, rebasa los límites de mi charla; solamente quería sugerir que la propia tradición bíblica no escapa a estas complejas relaciones entre religión y violencia.

El cristianismo de los primeros tiempos encarnó el espíritu no-violento del Jesús del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7), al punto de padecer la persecución, la calumnia y el martirio. Sin embargo, al constituirse en religión oficial del Imperio, el cristianismo pasó –en determinados casos– de perseguido a perseguidor. En los siglos posteriores la Iglesia adoptará la violencia por diversos motivos y en diversas formas: en las cruzadas organizadas para conquistar a espada los lugares santos, en el tribunal de la inquisición que entregaba los herejes a la hoguera, en las guerras sangrientas contra los protestantes, en las colonias justificando tantas veces la explotación y la esclavitud, en el respaldo de algunos grupos católicos a regímenes políticos totalitarios, etc.

Quiero advertir que no me mueve un instinto sadomasoquista de crítica corrosiva al cristianismo en sus complejas relaciones históricas con la violencia (más adelante voy a aludir al hecho de que el cristianismo no solo padeció en su propia carne la violencia, sino que además promovió una teoría y una praxis de la no-violencia), aquí simplemente quería subrayar que de facto el cristianismo adoptó la violencia.

En nuestros tiempos vivimos conflictos políticos, culturales y étnicos en los que se mezclan la religión y la violencia en diferentes grados. Los últimos años hemos visto con horror los enfrentamientos entre hutus y tutsis en Ruanda, entre cingaleses y tamiles en Sri Lanka, entre hindúes y musulmanes en la India, entre croatas y serbios en Bosnia, entre católicos y protestantes en Irlanda, etc. El ataque terrorista a las torres gemelas del 11 de septiembre del 2001 y la respuesta de los Estados Unidos estuvieron cargados de un discurso religioso-político de cristianos vs. musulmanes.

Habría que añadir que las religiones están ligadas no solo con la violencia de los enfrentamientos armados, sino también con la legitimación de órdenes sociales injustos, el ejercicio abusivo del poder, la manipulación de las conciencias y la discriminación de las personas (seguimos presenciando el escándalo de los cuerpos violados, quemados y mutilados de las mujeres por razones supuestamente religiosas).

La pregunta que suele hacerse es si acaso la violencia es un elemento intrínseco a la religión o si es una realidad histórica que se puede superar. Se debe contar también con que en algunos casos (¿cuántos?) los hechos de violencia amparados por la religión están bastante mezclados con razones de orden político, económico o cultural, al punto que los poderes seculares utilizan la religión para justificar actos de violencia contra sus adversarios. No me cabe duda de que el cristianismo contiene potenciales espirituales, semánticos y prácticos que contribuyen a un mundo no-violento.

Antes de pasar al siguiente apartado deseo aclarar que doy por supuesto todo lo dicho ayer sobre la violencia que hemos vivido y estamos viviendo en el Perú, desde la violencia política que dejó cerca de 70,000 muertos, hasta las violencias “de cada día”: asaltos, violaciones, secuestros, asesinatos, maltratos, calumnias, chantajes, represiones y exclusiones (violencias en las que todos somos en parte víctimas y en parte verdugos). Más bien he preferido dedicar este primer tiempo a señalar las relaciones entre religión y violencia de las que no siempre somos conscientes. Me parece entonces que cualquier reflexión cristiana sobre la violencia tendría que tomar en serio una sana autocrítica que nos permita reconocer que la violencia está agazapada a la puerta (cf. Gn 4, 7), aunque seamos cristianos que optamos por la civilización del amor.

2.         Un cristianismo no-violento

He expresado mi convicción de que el cristianismo tiene potenciales espirituales, semánticos y prácticos que están orientados a un mundo no-violento. Al mismo tiempo, he sostenido que el cristianismo adoptó la violencia en determinados hechos históricos. Por lo tanto, en este segundo apartado voy a ofrecer algunos elementos que nos ayuden a imaginar un cristianismo no-violento para un mundo no-violento.

a)         Releer las Escrituras

Un cristianismo no-violento se inspira en el compromiso por la no-violencia que proponen las Escrituras. Más allá de la posible oposición entre el Dios violento del A.T. y el Dios compasivo del N.T., una hermenéutica de la no-violencia recorre los caminos de paz, justicia y libertad que atraviesan la Biblia, a la vez que mira críticamente los textos que ocultan una visión religiosa teñida de violencia, venganza y castigo, tanto en el A.T. como en el N.T. En el corazón de esta búsqueda emerge la persona de Jesús de Nazaret como el siervo sufriente de Dios que superó la violencia en la cruz.

b)         Recuperar la tradición

Un cristianismo no-violento bebe del pozo de su propia tradición; sin desconocer su responsabilidad por la violencia ejercida en nombre de Dios, recupera los contextos, las intuiciones, las espiritualidades, las teologías y las prácticas de cristianos que como Francisco de Asís, Bartolomé de Las Casas, Martin Luther King Jr., Teresa de Calcuta y Óscar Romero apostaron por la convivencia pacífica en la tierra. El cristianismo recobra el testimonio olvidado de los movimientos que encarnaron un estilo de vida fundado en el reconocimiento, el respeto y el cuidado. La tradición cristiana pacífica es un aliciente para los hombres y las mujeres que siguen trabajando como hijos y como hijas de la paz en los barrios, las escuelas, los talleres, los hospitales y las cárceles.

c)         Recrear una comunidad cristiana no-violenta

Un cristianismo no-violento promueve una cultura de paz al interior de la misma Iglesia. Este cristianismo recrea las relaciones humanas desde los valores del Evangelio, evitando toda forma de violencia entre hermanos y hermanas, sin reproducir la conducta de los que gobiernan las naciones con violencia (cf. Lc 22, 25), de los que imponen sus doctrinas con amenazas, de los que resuelven los conflictos con castigos, etc. Será clave entonces cómo se asume dentro de la Iglesia la tolerancia ante la diferencia: qué se hace con los disidentes que “atentan” contra la identidad del grupo.

d)         Reconstruir una sociedad humana no-violenta

Un cristianismo no-violento se empeña en la reconstrucción de una sociedad no-violenta. La acción crítico-constructiva de los cristianos presentes en el mundo empieza por mostrar que otro mundo no-violento es posible: se promueve la paz como el fruto de la justicia, se enseña la resolución pacífica de los conflictos, se visibiliza la solidaridad con los afectados, se acompaña a las víctimas en la curación de sus heridas, se intercede por la reparación de los daños, etc. Los cristianos y las cristianas se sienten convocados a colaborar con otras personas en la reconciliación del mundo.

e)         Resituar el cristianismo

Un cristianismo no-violento busca resituarse en el pluralismo de las religiones y las culturas. El cristianismo revisa sus creencias y sus actitudes que podrían disparar la violencia. La Iglesia se deja interpelar: ¿Cómo seguir radicalmente a Jesús sin caer en el fanatismo?, ¿cómo comunicar la verdad de la palabra de Dios sin ser fundamentalista?, ¿cómo vivir la pasión por el Evangelio sin ser agresivo?, ¿cómo reconocer la salvación en la Iglesia sin ser sectario?, ¿cómo sabernos elegidos sin discriminar a los que sienten, piensan o actúan distinto? En este sentido, la tolerancia es la virtud de los que evitan la violencia. El cristianismo hace creíble entonces que la salvación, liberación y sanación que ofrece Jesús es una respuesta a la condición humana violentada.

Me gustaría añadir que los elementos planteados se enriquecen cuando se asume una perspectiva ecológica cristiana. La crisis ecológica nos ha hecho conscientes de que la violencia ejecutada contra la humanidad tiene terribles repercusiones para el planeta, así como el maltrato del planeta acarrea consecuencias nefastas para los seres humanos. La paz de la creación incluye a todo lo creado por Dios.

3.         Otro Dios y otra ética

Hablar de Dios en un país violento reclama una revisión de nuestras creencias y nuestras acciones: los modelos, las metáforas o los conceptos que tenemos de Dios están íntimamente vinculados con la conducta que asumimos en la vida.

Cuando hablo de “otro” Dios evidentemente no me refiero a que cambiemos de Dios, sino a que necesitamos revisar nuestros modelos, metáforas y conceptos acerca de Dios. Al respecto, debemos superar el modelo de un Dios disociado de o enfrentado a lo humano: un modelo en el que la trascendencia divina abre un abismo entre Dios y el ser humano (entonces en nombre de Dios se puede agredir a las personas), al punto que en algunos casos el propio Dios aparece como una suerte de rival del ser humano (entonces la lucha de Dios contra el pecado se traduce en la violencia de una persona contra otra). En cambio, en el modelo del Dios encarnado, que asume la condición humana histórica, el ser humano no se acerca a Dios alejándose de sí mismo.

Por otra parte, tendríamos que ser más conscientes, críticos y creativos en el uso que hacemos de las metáforas cuando hablamos de Dios. Es verdad que unas metáforas se prestan más que otras para una interpretación ambigua por parte de los creyentes; sin embargo, considero que en alguna medida todas pueden ser objeto de una deformación: desde “el padre de los pobres” hasta “el señor de los ejércitos” (incluido “el juez de los vivos y los muertos”). No debemos olvidar que el lenguaje con que hablamos de Dios es analógico, donde la desemejanza siempre es mayor que la semejanza.

Al mismo tiempo, donde fuera necesario habrá que purificar nuestros conceptos para evitar que se presten a malentendidos que acaben sugiriendo actitudes violentas en Dios o que terminen justificando acciones violentas de unos contra otros. En tal sentido, existen doctrinas sensibles como es el caso de la visión del sacrificio de Jesús en la cruz como una satisfacción al Padre por los pecados cometidos por todos los seres humanos. Debo aclarar que no estoy diciendo que tales doctrinas sean violentas en sí mismas, sino que suelen prestarse a una deformación asociada a la violencia.

En cualquier caso, es necesaria una ética orientada a la superación de la violencia a niveles personal, local y global. En nuestro caso, estaríamos ante una ética fundada en la fe cristiana: inspirada en los valores del Evangelio, motivada por la praxis de Jesús y orientada por el magisterio vivo de la Iglesia. Cabe subrayar que la ética cristiana tiene el enorme desafío de dialogar con éticas seculares, con personas de buena voluntad que quieren colaborar en la construcción de una convivencia pacífica pero que no comparten los mismos presupuestos culturales, filosóficos o religiosos.

Es preciso madurar en la conciencia la opción ética de la no-violencia expresada en la Biblia, desde el “no matarás” (Ex 20, 13) de Dios en la montaña del Sinaí hasta el “no opongan resistencia armada al mal” (Mt 5, 39) de Jesús en el sermón de la montaña. Los principios fundamentales de la propuesta ética cristiana contra la violencia radican en el respeto a la persona y en la defensa de la vida. Una vez más el concilio Vaticano II es buen ejemplo de una visión amplia de las implicancias de la violencia y la injusticia, al enumerar algunas situaciones que se oponen a la vida:

“Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador” (Gaudium et spes, 27).

La superación de la violencia implica la promoción de la paz. Por lo tanto, habrá que recordar sencillamente que la paz es un atributo esencial del Dios de los cristianos, además de que es al mismo tiempo don divino y tarea humana. En su propia realización la paz es mucho más que la simple ausencia de guerra, puesto que representa la plenitud de la vida. La paz es la meta de la convivencia social entre personas iguales y distintas. En definitiva, se requiere no solo una ética para la vida cotidiana en los ámbitos locales, sino también una ética de alcance planetario en defensa de la vida.

Cuando anoche el padre Mateo Garr se refería al “abrazo reconciliador de Jesús en la cruz”, me acordé que el teólogo croata Miroslav Volf ha escrito que las categorías de “opresión” y “liberación” (que son adecuadas para estudiar la explotación económica y la dominación política) deberían complementarse con las categorías de “exclusión” y “abrazo” (que son adecuadas para estudiar los conflictos culturales). Parece sugerir que lo trágico de la violencia no es solamente la opresión, sino la exclusión, la eliminación o la expulsión del otro. Volf propone una “teología del abrazo” basada en la metáfora del “abrazo”: en el gesto del abrazo, yo abro mis brazos para crear en mi interior un espacio para el otro. Los brazos abiertos son una señal de que no quiero estar únicamente a solas conmigo, son una invitación al otro para que entre y se sienta conmigo como en su casa. El apretón al cerrar los brazos es un signo de que quiero que el otro se convierta en parte de mí mismo, sin que ninguno pierda su identidad propia.

jueves, 7 de mayo de 2015

Damián: reparación y adoración

Damián: reparación y adoración

Raúl Pariamachi ss.cc. 


Damián no era un sacerdote aséptico, era un hombre, a la vez tierno y recio,
que imprimió la huella de sus botas en el lodo de la historia.
P. Hubert Lanssiers, ss.cc.

“Damián mismo es un milagro”, dijo Teresa de Calcuta. No es posible descubrir la historia de Damián sin conmoverse hasta las entrañas. No es posible tocar sus manos tan heridas por la lepra y quedarnos indiferentes ante el sufrimiento de los pobres. No es posible mirar su rostro desfigurado como el Crucificado, sin atisbar el pozo espiritual de su amor hasta el extremo. Damián inspira, inquieta, interpela…

La comunión de destino con el Maestro

La historia de Damián en la isla de Molokai puede ser vista como un paradigma de la fecunda relación entre la reparación y la adoración en nuestra tradición espiritual. Casi espontáneamente evoco el ora et labora de san Benito, el padre de nuestra regla de vida. En el retiro anual de mi provincia, una benedictina nos decía, usando las metáforas del alma y del cuerpo: “el alma de mi trabajo es la oración, el cuerpo de mi oración es el trabajo”. Al respecto, me llama la atención lo que Damián escribió en una de sus cartas, cuando trabajaba como sacerdote joven en Kohala.

“Desgraciadamente, ¿qué es la vida del misionero sino un tejido de penas y miserias? Uno se pasa todo el tiempo en ingratas tareas como Marta y está muy poco tiempo a los pies del Señor como María Magdalena. ¡Felices los misioneros que solo tienen que ocuparse de su ministerio! Nosotros, en cambio, tenemos que ocuparnos de los aspectos materiales de nuestros puestos de misión, cosa que nos causa muchas preocupaciones…” (24.Octubre.1865).

No cabe duda de que Damián hizo un camino de conversión siendo misionero en Hawái. Damián no solo tuvo que vencer sus prejuicios sobre la salud, la conducta sexual y las creencias religiosas de los hawaianos, sino que también se enfrentó con su propio genio. Un árbol es el símbolo de su recorrido. Las primeras noches en Kalawao durmió bajo un pandano porque no podía evitar sentir repugnancia por los habitantes de la isla; dieciséis años más tarde sería enterrado bajo el mismo árbol, como señal de su deseo de quedarse para siempre con sus entrañables leprosos.

Digo todo esto porque me parece que Damián aprendió también a integrar tanto el trabajo como la oración en su ministerio; siguiendo su lectura alegórica diríamos que comprendió vivencialmente que en definitiva Marta y María son una sola: “como tengo a nuestro Señor cerca de mí, siempre estoy alegre y contento, y trabajo con entusiasmo por la felicidad de mis queridos leprosos” (08.Diciembre.1881).

En realidad cuando hablo de reparación y adoración pretendo llamar la atención acerca de un aspecto clave de nuestra identidad religiosa. La vinculación estrecha entre trabajo y oración aparece en toda su plenitud en las cartas de Damián; como en aquella que escribe cuando la lepra comenzaba a atacar su cuerpo: “sin la presencia constante de nuestro divino Maestro en mi pobre capilla, nunca habría podido perseverar en la unión de mi destino al de los leprosos de Molokai” (26.Agosto.1886). La comunión de destino con el Maestro es comunión de destino con los leprosos.

Me he hecho leprosos con los leprosos

Bastaría comparar las referencias a la reparación en el capítulo preliminar (1817) con el capítulo primero (1990) de las Constituciones para darse cuenta de la evolución. En el capítulo preliminar se habla de la adoración del Santísimo como forma de reparar “las injurias hechas a los Sagrados Corazones de Jesús y de María por los innumerables crímenes de los pecadores” (art. 3). En cambio en el capítulo primero se habla más bien de la reparación como comunión con Jesús en la identificación con su actitud reparadora y en la colaboración con quienes trabajan por construir un mundo de justicia y de amor, signo del reino de Dios (cf. art. 4). Digamos que el sentido de la reparación se explicita como servicio al cuerpo herido de Cristo en el mundo.

En realidad, un repaso a la historia de la reparación permite apreciar sus aristas. Es el caso de los padres de la Iglesia, quienes presentan la reparación como la acción de Cristo para restaurar la imagen de Dios en el ser humano. Más tarde se destacará que el cristiano es invitado a participar de la obra reparadora de Jesús en la Iglesia y el mundo. Las palabras del Crucifijo de San Damián: “Francisco, repara mi Iglesia”, hicieron que el Pobre de Asís uniera su corazón a la pasión del Señor, abriéndose la herida del amor que se hará visible en los estigmas al final de su vida.

En su libro “Reparar el mundo”, el rabino Emil Ludwig Fackenheim subraya que el acontecimiento inexplicable del Holocausto (con sus seis millones de muertos judíos) es no solo una piedra de escándalo para el mundo contemporáneo, sino también el lugar originario y originante de una humanidad nueva que solo puede pervivir reconciliándose consigo misma y con el propio Dios. El rito de Tikkun hatzot rememora que el llanto de Dios a la medianoche por sus hijos muertos es el despertar de la comunidad para reparar lo que está roto en la tierra. En alusión a la tarea divino-humana de “reparar el mundo” (tikkun olam), el autor dice que la reparación es el fundamento del presente y del futuro. No deja de sorprender el potencial semántico que posee el simbolismo de la reparación para la recuperación de las víctimas en el mundo.

La parábola viva de Damián es una participación en la obra reparadora de Jesús. Los enfermos de lepra que habían sido capturados y recluidos en Molokai llegaron a ser la pasión de su vida. En su primer año en la isla escribió que se había hecho leproso con los leprosos; el último año de su vida dirá que muere de la misma manera y de la misma enfermedad que sus ovejas en aflicción (1889). Damián se preocupó de que sus amigos tuvieran vivienda, dignidad, comida, alegría, vestido, consuelo y sepultura; su presencia es signo de que Dios no se ha olvidado de los pobres.

Al respecto el papa Francisco ha recordado que cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para discernir si había corrido en vano (Ga 2, 2), el criterio clave de autenticidad que recibió consistía en que no se olvidara de los pobres (Ga 2, 10). Este criterio que sirvió también para que las comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo de vida individualista de los paganos, tiene enorme validez en nuestros tiempos. El Papa dice que “la belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (Evangelii gaudium, n. 195). ¡La belleza del Evangelio resplandeció en Molokai!

Sin el Santísimo yo no hubiera podido

Entiendo que en las Constituciones la adoración está caracterizada al menos por tres elementos esenciales: eucaristía, comunión y reparación. Podría parecer obvio que la adoración es eucarística; no obstante, precisamente un modo de evitar su deformación es reubicarla siempre en su humus eucarístico. Las Constituciones dicen que en nuestra vida religiosa apostólica “la adoración se enraíza en la celebración de la Eucaristía y es un tiempo de contemplación con Jesús resucitado” (art. 53). La adoración no se reduce a una devoción privada sino que se orienta al cuerpo místico de Cristo.

La médula de la adoración consiste en que entramos en comunión con Jesús, que participamos de sus sentimientos ante el Padre y ante el mundo (cf. art. 5). La adoración es una parte esencial de la herencia de nuestra Congregación y de su misión reparadora en la Iglesia justamente porque nuestra reparación es comunión con Jesús, es participar de la misión de Jesús resucitado que nos envía a anunciar la buena noticia, es reconocer nuestra condición de pecadores, es sentirnos solidarios con las víctimas de la inequidad y la violencia, es colaborar para construir un mundo de justicia y de armonía. Cada vez que nos sentamos a los pies del Señor se dilata nuestro corazón, para hacer nuestras las actitudes que lo llevaron a tener su corazón traspasado en la cruz.

Hemos visto cómo Damián reconoce que sin la presencia de Cristo en su capilla no hubiera podido unir su propio destino al destino de sus leprosos. En otra de sus cartas señaló: “sin el Santísimo Sacramento una situación como la mía no se podría aguantar” (08.Diciembre.1881). Delante del Santísimo se sabe reparado por la presencia de Jesús, aceptando las consecuencias de su servicio en su propia carne con el estigma de la lepra: “es al pie del altar donde con frecuencia me confieso y donde busco alivio a mis penas” (26.Noviembre.1885).

Resulta oportuno enfatizar que Damián transmitió la práctica de la adoración en Molokai. En una carta comunica al superior general que se ha establecido la adoración perpetua en las capillas de la leprosería: “es verdad que resulta bastante difícil mantener la continuidad de las horas ya que las enfermedades impiden a veces a los miembros de la Adoración venir a la iglesia la media hora; sin embargo, resulta edificante verles en adoración, a la hora que les corresponde, en el lecho del dolor de sus humildes cabañas” (04.Febrero.1879). De hecho, esta práctica en Molokai es un hermoso ejemplo de cómo la adoración eucarística sigue el doble movimiento del amar y ser amados: ser reparados para reparar el mundo desde el amor de Dios encarnado en Jesús.

El relato evangélico de Damián se traduce en la llamada a redescubrir el valor de la adoración reparadora en nuestra vida. Muchas veces hemos acumulado motivos para sospechar de la deformación “cosista” de la eucaristía y la adoración. Al mismo tiempo, navegamos en una época propicia para recuperar el sentido de la adoración. Felizmente podemos contar con el testimonio radical de Damián, que tendría que ser releído a la luz de la buena teología de nuestras Constituciones. Recientemente se nos ha recordado que somos ministros de la adoración reparadora (38° Capítulo General).

domingo, 3 de mayo de 2015

La tendencia comunitaria en la vida religiosa

La tendencia comunitaria en la vida religiosa

Raúl Pariamachi ss.cc.


En el equipo teológico de la Confer nos hemos preguntado por las tendencias de la vida religiosa en el Perú. Cuando hablamos de “tendencias” estamos pensando en las expectativas y las iniciativas –de las congregaciones– que van orientadas hacia un valor; atendemos más a las prácticas visibles que a los ideales en sí mismos. Habrá que añadir que una tendencia positiva es también una reacción a una tendencia negativa.

Entre las fuerzas congregacionales hemos mencionado la tendencia comunitaria, que dinamiza la vida religiosa. No es fácil sistematizar la tendencia comunitaria, porque esta atraviesa los niveles locales, provinciales y generales, al mismo tiempo que influye en las comunidades locales entendidas como orantes, fraternas y apostólicas; además de que determina la práctica de la castidad, la pobreza y la obediencia.

En la presentación de la tendencia comunitaria hablaré por experiencia propia y ajena. La experiencia propia se basa en mi servicio como provincial de mi congregación en el Perú en los últimos nueve años. La experiencia ajena se refiere a mis contactos con religiosos y religiosas de diversas congregaciones dentro y fuera del país. Por supuesto, nada de lo dicho significa que mis palabras tengan un valor indiscutible.

1.         Los niveles de la vida en común

Vamos a empezar con una vista a la tendencia comunitaria en los niveles locales, provinciales y generales, tratando de decir algo sobre las tendencias positiva y negativa con respecto a la vida en común.

1.1.      El nivel local

La tendencia comunitaria se hace más visible en el nivel local, además de que es el lugar en el que más nos movemos y el que más nos afecta para bien o para mal. Cada vez más congregaciones toman decisiones para tener estructuras comunitarias mínimas, comenzando porque en una misma casa vivan al menos tres hermanos o hermanas. Este principio de realidad tan sencillo ha costado mucho, dado que en la mayoría de los casos ha supuesto cerrar otra casa y otra obra. Ha sido más difícil todavía cuando se ha tenido que dejar una presencia de inserción o de periferia.

La tendencia negativa se justifica con diferentes argumentos. Voy a repasar solo tres. “La prioridad es la misión”: esto es cierto, pero se olvida que en la vida religiosa el sujeto de la misión es la comunidad, somos enviados por la comunidad y en comunidad. “Hacemos comunidad con el pueblo o con la gente”: no cabe duda de que la comunidad es todo el pueblo de Dios a cuyo servicio estamos, pero reconozcamos que “el pueblo” o “la gente” se pueden convertir en un pretexto para actuar solos sin el acompañamiento de los hermanos o las hermanas de la congregación. “El número de personas no asegura nada”: esto es cierto, pero se olvida que para que cualquier forma de vida funcione bien es necesario un mínimo de condiciones que la hagan viable.

La pregunta de fondo en las congregaciones ha sido y sigue siendo: ¿es viable la vida religiosa en comunidades locales con solo dos hermanos o hermanas, más todavía cuando están en lugares alejados y viven en situaciones difíciles? La respuesta depende del significado que los religiosos y las religiosas otorgan a la vida comunitaria local. Me parece que las congregaciones que no se han atrevido a tomar medidas para asegurar las estructuras comunitarias mínimas, en realidad tienen una visión reducida del valor de la vida comunitaria para el presente y el futuro de la misión profética de la vida religiosa. Espero que conforme avancemos en esta charla podamos apreciar que no se trata solo de estar juntos y llevarse bien, sino de la comunión en la misión.

1.2.      El nivel provincial

La tendencia comunitaria es visible también en el nivel de la provincia, región o delegación. Un criterio creciente en las congregaciones es que las comunidades locales y las respectivas obras no sean islas dentro de una comunidad mayor, sino que todos se sientan responsables de todo, de algún modo y cada vez más. En algunos casos, esto ha supuesto una suerte de reingeniería en las estructuras y las funciones.

Lo dicho es la reacción a la costumbre de las comunidades locales de reivindicar una mal entendida autonomía dentro del cuerpo provincial. Como cuando la comunidad local acumula sus excedentes económicos anuales sin ponerlos en común, haciendo que en una provincia existan comunidades ricas y pobres; cuando un párroco religioso aduce como pretexto su obediencia al obispo para desatender las orientaciones de su provincia; cuando una directora religiosa apela sin razón al cumplimiento de las normas del Estado para saltar las decisiones de su provincia sobre el colegio.

La tendencia comunitaria a nivel provincial se puede observar en estos hechos. La preocupación porque en la provincia se conozca la vida de las comunidades locales y de las obras apostólicas, sin que existan presencias intocables (de las que no se habla en voz alta). Por supuesto, esta dinámica ha facilitado el discernimiento a diferentes niveles sobre el presente y el futuro de las obras apostólicas. Al mismo tiempo, se ha avanzado en el principio de la movilidad de los religiosos y las religiosas sin que nadie se eternice en una obra (aunque existe el peligro de pasar al otro extremo).

1.3.      El nivel general

Aunque la tendencia comunitaria a nivel general es menos tangible para algunos hermanos y hermanas, podemos observar cómo el principio de la comunión en la misión está marcando también las dinámicas internacionales de las congregaciones. Se habla de “interdependencia” a nivel interprovincial, internacional o intercultural, para superar los extremos de la dependencia y la independencia en la vida religiosa.

La interdependencia a nivel global depende mucho del modelo de congregación, porque existen congregaciones más centralizadas a partir de un órgano general de toma de decisiones y congregaciones que están organizadas como federaciones de provincias con autonomías fuertes. De cualquier modo, se percibe la urgencia de hacer ajustes en el modelo y en algunos casos incluso de cambiar de modelo. Resulta evidente que el factor determinante para caminar hacia una mayor interdependencia está siendo la disminución del número de religiosos y religiosas en muchos países.

La interdependencia comenzó a hacerse realidad en algunas áreas, sobre todo en la formación, al punto que tenemos casas interprovinciales de formación inicial a nivel continental o mundial. La comunión en la misión a nivel global está siendo complicada, particularmente en congregaciones más descentralizadas, porque las necesidades a nivel local entran en conflicto con las necesidades a nivel global. Finalmente, debemos sumar los procesos de reestructuración de las unidades (provincias, regiones o delegaciones), que plantean serios desafíos al futuro de las congregaciones.

2.         Los ámbitos de la vida en común

A continuación damos una mirada a la tendencia comunitaria de la vida religiosa desde el punto de vista de las comunidades locales, a partir de una triple caracterización de la comunidad local como orante, fraterna y apostólica.

2.1.      La comunidad orante

La tendencia comunitaria tiene consecuencias en la vida orante de las personas y las comunidades. Las comunidades locales hacen esfuerzos para recuperar las prácticas de la oración, la misa o el retiro en común, reconociendo que en casos extremos se había abandonado la oración comunitaria cotidiana. En el fondo, renace la convicción de que la oración común y la misión común se alimentan mutuamente.

La recuperación de la oración común ha implicado sobreponerse a las múltiples ocupaciones de los hermanos y las hermanas, admitiendo que no se trata tanto de tiempo como de decisión (basta comprobar el tiempo que se utiliza en el televisor o la internet). No han faltado frases como que “yo rezo con la gente” o “yo ya tuve suficientes misas” (en el caso de los sacerdotes). Es verdad también que mantener comunidades reducidas no favorece la oración comunitaria porque se pierde el quórum si alguien no está, siendo una razón más para organizar comunidades de al menos tres.

Entre los pasos dados en las congregaciones cabe destacar la inclusión constante de la dimensión espiritual en el proyecto anual de la comunidad local, formulando tanto objetivos como acciones que faciliten la práctica común. Los frutos comienzan a verse: el hábito comunitario de la oración en las mañanas y en las noches, la voluntad creciente para reservar un tiempo para el retiro comunitario anual, un clima espiritual que anima a las personas a abrir el corazón a Dios y a los hermanos o las hermanas, una motivación para perseverar en la oración personal y la lectura espiritual, etc.

2.2.      La comunidad fraterna

En el ámbito específico de la comunidad fraterna es donde se están concentrando las fortalezas y las debilidades de la tendencia comunitaria de la que venimos hablando. Me parece que las congregaciones han tomado consciencia de que una tendencia liberal estaría socavando las bases de la vida religiosa, que se manifiesta –entre otras cosas– en una excesiva relativización de la vida comunitaria. En este sentido, vemos los esfuerzos de las congregaciones por contar con las personas, estructuras y dinámicas que faciliten la vida comunitaria local. He sido testigo de la preocupación por que ningún hermano o hermana viva aislado, aunque admito que no siempre se ha tenido éxito en este intento, un hecho que interpela gravemente a nuestra identidad religiosa.

Las resistencias a la tendencia comunitaria local se reflejan en diferentes hechos. En principio están nuestras propias limitaciones humanas, que tenemos que aceptar con humildad, aunque no tienen que paralizarnos. En muchos casos, las congregaciones que están dando pasos se enfrentan con el lastre de las costumbres de religiosos y religiosas que han organizado su vida absolutamente al margen de sus hermanos y hermanas de la comunidad, que han hecho de la casa un lugar al que solo llegan a dormir. No obstante, asistimos también a un estilo de vida que consiste en “estar sin estar”, de quienes están en casa encerrados en sus cuartos y en sí mismos, ocupados en mil cosas que nadie sabe. La revitalización religiosa exige una conversión comunitaria.

Las comunidades locales se están organizando de tal modo que se hagan realidad el encuentro humano, la comunicación interpersonal y las relaciones fraternas, sabiendo que los procesos son lentos. Al respecto, está siendo importante integrar los continentes y los contenidos. Por una parte, el compromiso de cada hermano y hermana de reservar tiempo para estar en las oraciones, comidas, reuniones, jornadas y paseos, evitando que caigan por cualquier compromiso personal o pastoral que podría dejarse. Por otra parte, la disposición de todos y todas para que estos espacios sean una oportunidad para hacer posibles el conocimiento mutuo, el discernimiento compartido, la revisión comunitaria; aprendiendo a superar evangélicamente los conflictos personales.

2.3.      La comunidad apostólica

En los capítulos de las congregaciones se evidencia cada vez más la tendencia a la comunión en la misión, que tantas veces se traduce en el llamado al trabajo en equipo. Mi impresión es que avanzamos lento porque los apostolados se han entendido de modo individual, además de que tenemos situaciones diversas: en algunos casos, la comunidad atiende una misma obra (por ejemplo, tres religiosos trabajan en la misma parroquia); en otros casos, los miembros de la comunidad trabajan en diferentes lugares (por ejemplo, uno en la parroquia, otro en el colegio y otro en el hospital).

En la búsqueda de la misión en común y el trabajo en equipo no existen recetas; sin embargo, veo que las iniciativas en las congregaciones pasan por promover procesos de discernimiento comunitario sobre las acciones y los criterios del servicio apostólico. Esto implica superar la tendencia a solo distribuir las áreas o repartir las tareas; no digo que esto sea innecesario sino que es insuficiente. Las comunidades que están avanzando son aquellas en las que se ponen las condiciones para que todos hagan parte del proceso de conocer, discernir, decidir, planificar y evaluar el servicio de todos, aunque teniendo en cuenta las distintas realidades. No basta que los miembros de la comunidad trabajen en equipo con los laicos, sino que deben tener sus propios espacios.

En contraste con las desventajas se apreciarán las ventajas del trabajo en equipo. La información compartida permite que todos los miembros de la comunidad conozcan en cierta medida lo que se hace en toda la obra apostólica: trabajos, personas y recursos. El discernimiento, la planificación y la evaluación en común ayudan a que los miembros de la comunidad se sientan corresponsables de lo que se hace. La conversación sobre lo que cada uno vive y hace se convierte en un espacio donde unos reciben luces de otros. El trabajo común –en algunos campos– facilita que los jóvenes y los mayores aprendan unos de otros. De esta manera se favorece la continuidad de las pastorales en el tiempo, haciendo posible los procesos de transmisión de los servicios.

3.         Los votos en la vida en común

Las implicancias de la tendencia comunitaria en la praxis de los votos religiosos suelen ser –por decirlo así– más “subjetivas”, aunque considero que tocan la médula de la decisión de vivir en común el seguimiento de Jesús en castidad, pobreza y obediencia. Al respecto, quiero decir algo breve sobre cada uno de los consejos evangélicos; en este caso, apuntando más al sentido latente que a los hechos visibles.

La castidad en el celibato es un carisma personal pero no solitario, en el sentido de que permite que un hombre o una mujer se identifiquen con Jesús –célibe por el reino de los cielos– para poder amar con todo el corazón. La castidad tiene una dimensión que radica en amar a los hermanos o las hermanas de la comunidad y la congregación hasta tener un solo corazón y una sola alma, superando los lazos que nacen de la carne y de la sangre. La castidad está en el centro de la vida en común, porque se ha decidido amar a otros y a otras más allá del atractivo sexual, el vínculo sanguíneo o la afinidad humana. Se lucha contra el aislamiento, la agresividad y el resentimiento, porque Jesús no vivió el celibato de una soltería egoísta sino de una nueva comunión.

La pobreza evangélica permite que el religioso o la religiosa se identifiquen con Jesús para amar con todo lo que se es, se desea y se posee. La pobreza tiene también una dimensión que se verifica en el amor a los hermanos o las hermanas de la comunidad y la congregación hasta tenerlo todo en común, de modo que nadie se sienta necesitado ni llame propio a lo que es de todos. El voto de pobreza supone entonces que abracemos la práctica de la comunidad de bienes, según el ejemplo de Jesús y el ideal de los primeros cristianos. La pobreza religiosa interpela a los religiosos y las religiosas que administran los bienes a su modo, a quienes llevan una suerte de doble caja o a quienes son austeros pero manejan solos el dinero que reciben por cualquier motivo.

La obediencia configura al religioso o la religiosa con Jesús, obediente a Dios y servidor de todos. Quiere decir que la obediencia tiene una dimensión que se refleja en el amor a los hermanos o las hermanas de la comunidad y la congregación hasta llegar a ser una auténtica comunidad de corresponsabilidad y de interdependencia, donde todos estén comprometidos en un proyecto común. Esto significa entonces que la comunidad del religioso o la religiosa es el sujeto primero de la autoridad y la obediencia, dispuesta a escuchar a Dios. Se entenderá así que el discernimiento comunitario es una mediación de la obediencia evangélica, que no perjudica sino que más bien sitúa el lugar y el valor de la autoridad personal que ejercen los superiores y las superioras.

Para concluir esta sintética presentación de la tendencia comunitaria, solamente quisiera decir que estar preocupados por la calidad de la vida religiosa no es un pecado, si es que valoramos humildemente la forma de vida que hemos elegido; en este sentido, tengo la convicción de que la vida comunitaria (en toda la amplitud que hemos visto) es el primer testimonio que podemos ofrecer a la Iglesia y al mundo.