La bendición del trabajo y del descanso
Raúl Pariamachi ss.cc.
en sus pequeñas manos
tus manos poderosas,
y estáis de cuerpo
entero los dos así creando,
los dos así velando por
las cosas.”
(Himno de Laudes)
¿Un castigo divino?
No
sé si a ustedes, pero a mí la primera imagen que se me venía a la mente, cuando
pensaba en el trabajo en la Biblia, era Dios aplicando un castigo a Adán por
haber pecado: una actividad fatigosa.
“Porque
hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que yo te prohibí, maldito sea el
suelo por tu culpa. Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu
vida. Él te producirá cardos y espinas y comerás la hierba del campo. Ganarás
el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde
fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás!” (Gn 3, 17-19).
De
hecho, cuando más adelante se habla de los patriarcas se dice que Lamec llamó Noé
a su hijo: “Este nos dará un alivio en nuestro trabajo y en la fatiga de nuestras
manos, un alivio proveniente del suelo que maldijo el Señor” (Gn 5, 29).
Recuperar la bendición
El
trabajo como una actividad fatigosa, que sería consecuencia del castigo divino,
no es ajeno a la experiencia cotidiana de todas las personas. Es evidente que
mucha gente trabaja en condiciones poco dignas, con tareas pesadas, horarios
largos y sueldos bajos, sin condiciones mínimas de seguridad, salud y pensión.
Pero también la gente que trabaja en mejores condiciones siente la fatiga
inevitable del trabajo.
Me
parece que la palabra de Dios arroja su luz sobre el sentido del trabajo
humano. Sin embargo, para recibir esta luz es necesario cambiar la clave de
lectura: dejar de mirar el trabajo solo desde “el pecado (maldición) original”
y empezar a verlo sobre todo desde “la gracia (bendición) original”. Es decir,
recuperar la enseñanza bíblica sobre el binomio “trabajo-descanso” desde la
perspectiva del plan original de Dios.
El
relato del Génesis 2-3 se refiere al fracaso del ser humano en su pretensión de
prescindir de Dios. Por lo tanto, las palabras que Dios dirige a la serpiente, la
mujer y al hombre no deberían ser leídas como un castigo en sentido propio,
sino más bien como la explicación de las consecuencias de haber trastocado el sentido
de la creación. No se trata de que antes la serpiente volaba y desde ahora
tendrá que arrastrarse, que la mujer daba a luz sin dolor y desde ahora tendrá
que sufrir en el parto de sus hijos, que el hombre vivía sin hacer nada y desde
ahora tendrá que trabajar para ganarse el pan. Se trata de que ahora se impone
una carga de fatiga, no como un
destino que simplemente debemos “soportar”, sino una situación que podemos
“superar” volviendo a Dios.
En
las primeras páginas de la Biblia se lee que Dios creó al hombre y la mujer a
su imagen y los bendijo: ¡Sean fecundos, pueblen el planeta y gobiernen la
creación! (Gn 1, 28). En otro relato se dice que Dios, después de modelar al hombre
con arcilla del suelo y soplar en su nariz un aliento de vida, plantó un jardín
“para que lo cultivara y lo cuidara” (Gn 2, 15). El ser humano unido con su
trabajo a la obra de Dios.
La
expresión plena de la participación en la obra recreadora de Dios es la vida de
Jesús: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” (Jn 5, 17). La pasión
por el reino de Dios moviliza la vida cotidiana de Jesús y sus discípulos, al
punto que no tenían tiempo ni para comer (Mc 6, 31). En una parábola advierte
Jesús que será feliz aquel servidor al que su señor encuentre ocupado en su
trabajo (Mt 24, 46).
El tiempo sabático
El
exceso de trabajo, el trabajo mal llevado o el trabajo poco digno, han contagiado
sus problemas al descanso humano. El poco tiempo que tenemos para descansar ha
sido “conquistado” por la industria de la diversión, el deporte o el turismo,
al punto que a veces “nos cansamos de descansar mal”. Al respecto, la tradición
judeo-cristiana también tiene algo que decirnos con vistas a recuperar el
sentido del ocio sano.
Volviendo
al Génesis, sabemos que Dios realizó su trabajo creador en seis días y el
séptimo día descansó: “Dios bendijo el séptimo día y lo consagró, porque en él
cesó de hacer la obra que había creado” (Gn 2, 3). Los orígenes pintan la
imagen de Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa (Gn 2, 8).
Vemos cómo el pueblo de Israel funda el derecho y el deber de descansar en el
hecho de que Dios descansa.
El
“shabbath” (que significa “cesar” de trabajar) se convierte en un principio
clave en la vida del pueblo. El decálogo manda que el séptimo día sea de
descanso en honor de Dios: “No harán ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu
hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tus animales, ni el extranjero que
reside en tus ciudades” (Ex 20, 10). Es más, en el código de la alianza el
descanso alcanza a la propia tierra: “Durante seis años sembrarás tu tierra y
recogerás la cosecha; pero el séptimo la dejarás descansar” (Ex 23, 10s). Esta
tradición se hace visible en la sabiduría de nuestros pueblos originarios, que
se está perdiendo por el avance incontenible de la eficiencia moderna, que nos
ha hecho esclavos del “trabajo”, al punto de ser víctimas del “burnout”
(síndrome de desgaste).
Por
supuesto, en la Biblia se distingue entre el descanso del que trabaja en algo y
la ociosidad del que no hace nada. En cualquier caso, el acento no está puesto
en el ocio contemplativo de la tradición griega, que permite a las élites
sociales dedicarse a la teoría, sino más bien en el descanso espiritual. El
pueblo busca el descanso a sus fatigas en Dios: “Sólo tú, Señor, aseguras mi
descanso” (Sal 4, 9), canta el salmista.
La
palabra de Dios nos invita a recuperar el sentido del trabajo, como
participación en la obra creadora de Dios en el mundo, que supone la lucha por
condiciones dignas para todos; al mismo tiempo, recuerda la relevancia del
descanso, que permite recrearnos como personas, al punto que el propio Jesús
dirá a sus amigos: “Venga ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un
poco” (Mc 6, 31). ¡Vamos a descansar!