miércoles, 24 de junio de 2020

La diaconía social en tiempos de crisis




La diaconía social en tiempos de crisis

Raúl Pariamachi ss.cc.


Quisiera contribuir a una conversación eclesial acerca de la respuesta de los cristianos a la crisis producida a partir de la pandemia del Covid-19, con un énfasis en la diaconía social; al respecto, amplío también algunas ideas de un artículo previo. [1]


La pandemia como fenómeno biopolítico

La calificación de la pandemia del Covid-19 como fenómeno biopolítico es un recurso para acceder a la complejidad del hecho. La sola palabra biopolítica sugiere un tipo de relación entre la política y la vida (en analogía con la bioética), en la que la política se ocupa de la vida. En sus orígenes, la biopolítica se concentró en los fundamentos biológicos de la política, pero pronto pasó a referirse a la vida como objeto de la política, especialmente a las soluciones de los problemas sanitarios, demográficos y ambientales. En este contexto, cabe aludir al libro titulado Biopolítica cristiana: un credo y una estrategia para el futuro (1971), en el que su autor Kenneth Cauthen afirma que el propósito de una biopolítica cristiana consiste en “desarrollar una perspectiva religioso-ética que se funde sobre la vida y la búsqueda de la alegría en una era tecnológica y basada en las ciencias”. [2] El enfoque de la biopolítica orientada a la ecología fue complementado con el enfoque de la biopolítica centrada en la tecnología, debido al auge de las biotecnologías que permitían intervenir en la vida natural.

El hecho de que la vida se convierta en objeto de la política tiene consecuencias para la acción política. La biopolítica para Foucault se basa en una transformación fundamental en el orden político: “Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente”. [3] En la estela de Foucault, Didier Fassin propone una nueva organización de la política en la que al cuerpo enfermo se le atribuya un significado político central: el reconocimiento de la vida biológica como máximo valor. Por su parte, Paul Rabinow dice que agrupaciones de pacientes, grupos de autoayuda y asociaciones de parientes deberían de tener un creciente significado político. Se trataría de un activismo político sobre la base de características biológicas.

Se puede apreciar entonces cómo la biopolítica comprende la vida y la política como elementos de una red dinámica de relaciones. Por lo tanto, un análisis de la biopolítica deberá examinar la red de relaciones entre saber, poder y sujeto. La pandemia del Covid-19 aparece como un fenómeno en el que no sólo la vida se transforma en objeto de la política, sino en el que también el orden político se altera. Lemke advierte que un análisis de la biopolítica debe considerar el modo en que los sujetos hacen de su propia existencia un objeto de elaboración práctica (subjetivación), en el que tienen un rol las autoridades científicas, médicas, morales, religiosas y otras; los órdenes corporales y de género; los conceptos de salud y enfermedad; etc. Surgen entonces una serie de preguntas sobre el comportamiento de los seres humanos en nombre de la vida y de la salud; sobre la experiencia de su propia vida como valiosa o no valiosa; sobre su calificación como miembros de una raza superior o inferior, un sexo fuerte o débil, un pueblo floreciente o degradado; entre tantas otras. [4]

El Covid-19 como signo de los tiempos

La pandemia como fenómeno biopolítico es también objeto de discernimiento desde la fe cristiana. Este fenómeno del Covid-19 puede ser calificado como un signo de los tiempos, en sentido moderno. [5] Vale precisar que los signos de los tiempos -para un cristiano- no tienen solo un valor sociológico, sino también un valor teológico: Dios habla en los acontecimientos. El concilio Vaticano II declara que “corresponde a la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio”. [6] Estamos entonces ante el desafío de una relectura creyente de la pandemia.

El cristianismo como respuesta a la crisis

En el siglo III una epidemia azotó a Cartago, en el norte de África. La Iglesia local venía sufriendo por hostilidades externas y conflictos internos. La comunidad cristiana respondió a la crisis no realizando actos de culto para aplacar a los dioses, sino actuando para socorrer a la gente que sufría. El obispo Cipriano se dirigió a la asamblea haciendo memoria del sermón de Jesús en la montaña (cf. Mt 5,43-48). No intentó explicar la peste, sino recordó a su gente la bendición de la misericordia: como creyentes tenían el habitus de la ayuda mutua, así que no arrojarían a las calles a sus hermanas y hermanos en la fe. Pero Cipriano sorprendió a sus oyentes, al decirles que tenían que practicar la misericordia también con sus perseguidores. Los exhortó a ampliar los horizontes para amar a los vecinos paganos.

El historiador menonita Alan Kreider distingue tres tipos de religión en aquella época: la religión pública, la religión privada y la religión en respuesta a una crisis. La religión pública se refiere a la liturgia pública que se realizaba para proteger al Imperio y la ciudad, reflejando la jerarquización de la sociedad de aquel siglo. La religión privada se refiere a las asociaciones (collegia o hetaeria) con propósitos sociales, religiosos y funerarios, que estaban constituidas por varones, que supieran leer y pagaran sus cuotas. La religión en respuesta a una crisis se refiere a la actitud de las personas para escuchar la palabra de Dios orientada al bienestar de la ciudad en los tiempos de crisis. Mientras muchas personas se volvían a los templos de los oráculos para ofrecer sacrificios y recibir respuestas a la crisis, el obispo Cipriano apelaría a la tradición evangélica: “Los cristianos contaban tanto con los recursos para la caridad (el arca del dinero de la comunidad, mujeres atentas y diligentes, y diáconos), como con el habitus que les capacitaba para asistir a los demás en tiempos de necesidad”. [7]

Quisiera destacar los dos elementos que anota Kreider: el habitus de los cristianos y los recursos de la Iglesia. El habitus se entiende como el comportamiento visible que permitía afrontar con esperanza los problemas en el mundo. En este sentido, la virtud de la paciencia era central para asumir el estilo de vida caracterizado por la confianza, la bondad y la valentía. Al mismo tiempo, conviene recordar que el habitus se aprendía en la comunidad eclesial (que estaba enraizada en la casa), a través de la catequesis, el culto y el testimonio. La Iglesia tenía recursos para atender a los pobres -en épocas de persecución, enfermedades y hambrunas-, debido a que muchos ponían en común su trabajo y los bienes. La diaconía social fue entonces un factor clave como fermento del cristianismo en el Imperio romano.

El habitus del cuidado mutuo

La pandemia está cuestionando en buena medida las “virtudes” del orden capitalista, como la producción sin límites, el consumo sin límites y la ganancia sin límites, que sabemos van de la mano con la indiferencia ante los clamores de los pobres y de la Tierra. El Covid-19 está provocando una crisis sanitaria, con repercusiones sociales, económicas y ambientales, que desnuda la precariedad de nuestros sistemas de salud, alimentación, empleo, educación, transporte, comercio, seguridad, etc. Se pone en evidencia que este modelo de desarrollo en el que vivimos se agota. El presidente de Francia reconoció que la pandemia ha revelado que la salud pública no es una carga onerosa sino un bien precioso que debe quedar fuera de las leyes del mercado. Entendemos que el aislamiento o el distanciamiento sean urgentes ahora, pero no son suficientes para construir una sociedad distinta.

Paolo Costa ha dicho que la ciencia puede ayudarnos a superar la crisis de la pandemia sólo en un cincuenta por ciento: “La otra mitad depende de nuestra capacidad para atesorar esa sabiduría (secular o religiosa, no importa) que nos ha enseñado durante milenios que los seres humanos tienen dentro de ellos, y gracias a su capacidad para tejer relaciones, recursos suficientes para desarrollar lo mejor de sí mismos”. [8] Costa habla de una sabiduría secular o religiosa. En lo que nos toca, nuestra tradición cristiana ha cultivado una sabiduría religiosa, que se manifiesta en el potencial humanizador de la Iglesia, que -en medio de esta crisis- se tiene que actualizar en la conciencia de que somos seres en relación y que estamos llamados a desarrollar el habitus del cuidado de unos por otros.

Me parece que es necesario recuperar las virtudes públicas, entendidas en el sentido “de unas disposiciones coherentes con la búsqueda de la igualdad y la libertad para todos”, [9] acentuando el sentido etimológico de la ética como formación del carácter (hábito). Camps prioriza las virtudes de la responsabilidad, la solidaridad y la tolerancia, que sin duda se hacen tan urgentes en el contexto de crisis. En vista de que las virtudes son cualidades individuales que tienen una dimensión pública porque están dirigidas a los demás, habría que sumar otras, como el cuidado, la humildad y la paciencia. En cualquier caso, podemos hallar en el Evangelio la inspiración de tales virtudes. No es casual que Habermas diga que, en la crisis del Covid-19, no es una cuestión trivial la idea religiosa de que todos formamos una comunidad universal y fraternal, donde cada uno de sus miembros merece un trato justo. [10]

La respuesta desde la Iglesia

La pandemia está cambiando la vida de las personas y las instituciones, al punto que se habla de una nueva normalidad para el futuro. Por supuesto, la Iglesia también se ha visto desafiada. La reacción ha sido utilizar los medios virtuales para la celebración de la eucaristía, las reuniones pastorales, la catequesis familiar, la formación bíblica o la asistencia espiritual. Ha sido como si el cierre de los templos hubiese despertado a la Iglesia que vive en las casas. Al mismo tiempo, las parroquias, las congregaciones y las organizaciones han salido en busca de las personas, las familias y los pueblos más afectados. Más allá de las circunstancias, cabe preguntarse si asistimos a un cambio más radical en la Iglesia, en un planeta alterado por la pandemia. Cobran actualidad las orientaciones programáticas del papa Francisco acerca de la conversión pastoral de la Iglesia en salida a las periferias humanas.

La solidaridad cívica de las personas debería tener su correlato en la solidaridad global de las naciones. Al respecto, asumimos que ha llegado el momento de que la Iglesia potencie su carácter universal y su vocación ecuménica. Las iglesias locales constituyen una red global que permite que circule la información y se generen iniciativas para enfrentar la crisis de esta pandemia. En la Iglesia existen órdenes, congregaciones o asociaciones con alcance mundial, que permiten la canalización de los aportes hacia las personas más afectadas por el Covid-19 en el planeta. Estamos llamados a interactuar con todas las personas de buena voluntad, en un ecumenismo amplio. El papa Francisco ha dicho que esta trágica pandemia del coronavirus está demostrando que “sólo juntos y haciéndonos cargo de los más frágiles podemos vencer los desafíos globales”. [11] Por lo tanto, los cristianos no deberíamos interpretar la pandemia en términos de pecado, culpa o castigo, sumando el horror religioso al pánico social, sino como una exigencia de corresponsabilidad de todos en el mundo.

Todos nos sentimos conmovidos, perplejos y vulnerables frente a una crisis compleja, sin precedentes en nuestra vida. Los académicos han comenzado a escribir sobre el impacto del Covid-19 en el futuro más cercano: tanto quienes afirman que el coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill y que podría conducir a la reinvención del comunismo (Slavoj Žižek), como quienes consideran que China podrá vender su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia y que el capitalismo continuará aún con más pujanza en el futuro (Byung-Chul Ha). [12] Hace cinco años, el papa Francisco recordó en su encíclica Laudato si' que “cualquier solución técnica que pretendan aportar las ciencias será impotente para resolver los graves problemas del mundo si la humanidad pierde su rumbo, si se olvidan las grandes motivaciones que hacen posible la convivencia, el sacrificio, la bondad”. [13]


[2] Citado por Thomas Lemke, Introducción a la biopolítica (México: FCE, 2017), 36.
[3] Michael Foucault, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber (México: Siglo XXI, 1998), 85.
[4] Cf. Lemke, Introducción a la biopolítica, 121.
[5] Cf. Luis González-Carvajal Santabárbara, “Signos de los tiempos y discernimiento”, en Sal Terrae 100 (2012), 410-412. El autor distingue aquí entre el sentido bíblico (los acontecimientos salvíficos de Dios) y el sentido moderno (los fenómenos sociales que caracterizan una época).
[6] Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 4.
[7] Alan Kreider, La paciencia. El sorprendente fermento del cristianismo en el Imperio romano (Salamanca: Sígueme, 2017), 92.
[8] Paolo Costa, “Somos frágiles, pero no indefensos: el cambio es posible”, en Víctor Codina y otros, Covid19 (MA-Editores, 2020), 76.
[9] Victoria Camps, Virtudes públicas (Madrid: Espasa-Calpe, 1990), 22.
[10] Cf. Jürgen Habermas, “Nunca habíamos sabido tanto acerca de nuestra ignorancia”, en Antonio Spadaro y otros, Covid-19² (MA-Editores, 2020), 119s.
[11] Papa Francisco, La vida después de la pandemia (Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 2020), 59.
[12] Cf. Giorgio Agamben y otros, Sopa de Wuhan (ASPO, 2020), 21-28 y 97-111.
[13] Carta encíclica Laudato si’ sobre el cuidado de la casa común (2015), n. 200.