Quisiera contribuir a una
conversación eclesial acerca de la respuesta de los cristianos a la crisis producida
a partir de la pandemia del Covid-19, con un énfasis en la diaconía social; al
respecto, amplío también algunas ideas de un artículo previo. [1]
La pandemia como fenómeno
biopolítico
La calificación de la pandemia del
Covid-19 como fenómeno biopolítico es un recurso para acceder a la complejidad
del hecho. La sola palabra biopolítica sugiere un tipo de relación entre
la política y la vida (en analogía con la bioética), en la que la política se
ocupa de la vida. En sus orígenes, la biopolítica se concentró en los
fundamentos biológicos de la política, pero pronto pasó a referirse a la vida
como objeto de la política, especialmente a las soluciones de los problemas sanitarios,
demográficos y ambientales. En este contexto, cabe aludir al libro titulado Biopolítica
cristiana: un credo y una estrategia para el futuro (1971), en el que su
autor Kenneth Cauthen afirma que el propósito de una biopolítica cristiana
consiste en “desarrollar una perspectiva religioso-ética que se funde sobre la
vida y la búsqueda de la alegría en una era tecnológica y basada en las
ciencias”. [2]
El enfoque de la biopolítica orientada a la ecología fue complementado con el
enfoque de la biopolítica centrada en la tecnología, debido al auge de las biotecnologías
que permitían intervenir en la vida natural.
El hecho de que la vida se
convierta en objeto de la política tiene consecuencias para la acción política.
La biopolítica para Foucault se basa en una transformación fundamental en el
orden político: “Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para
Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el
hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida
de ser viviente”. [3] En
la estela de Foucault, Didier Fassin propone una nueva organización de la
política en la que al cuerpo enfermo se le atribuya un significado político
central: el reconocimiento de la vida biológica como máximo valor. Por su
parte, Paul Rabinow dice que agrupaciones de pacientes, grupos de autoayuda y
asociaciones de parientes deberían de tener un creciente significado político. Se
trataría de un activismo político sobre la base de características biológicas.
Se puede apreciar entonces cómo
la biopolítica comprende la vida y la política como elementos de una red
dinámica de relaciones. Por lo tanto, un análisis de la biopolítica deberá
examinar la red de relaciones entre saber, poder y sujeto. La pandemia del
Covid-19 aparece como un fenómeno en el que no sólo la vida se transforma en
objeto de la política, sino en el que también el orden político se altera. Lemke
advierte que un análisis de la biopolítica debe considerar el modo en que los
sujetos hacen de su propia existencia un objeto de elaboración práctica
(subjetivación), en el que tienen un rol las autoridades científicas, médicas,
morales, religiosas y otras; los órdenes corporales y de género; los conceptos
de salud y enfermedad; etc. Surgen entonces una serie de preguntas sobre el
comportamiento de los seres humanos en nombre de la vida y de la salud; sobre
la experiencia de su propia vida como valiosa o no valiosa; sobre su
calificación como miembros de una raza superior o inferior, un sexo fuerte o
débil, un pueblo floreciente o degradado; entre tantas otras. [4]
El Covid-19 como signo de los
tiempos
La pandemia como fenómeno
biopolítico es también objeto de discernimiento desde la fe cristiana. Este
fenómeno del Covid-19 puede ser calificado como un signo de los tiempos, en
sentido moderno. [5]
Vale precisar que los signos de los tiempos -para un cristiano- no tienen solo
un valor sociológico, sino también un valor teológico: Dios habla en los
acontecimientos. El concilio Vaticano II declara que “corresponde a la Iglesia
el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e
interpretarlos a la luz del Evangelio”. [6]
Estamos entonces ante el desafío de una relectura creyente de la pandemia.
El cristianismo como respuesta a
la crisis
En el siglo III una epidemia
azotó a Cartago, en el norte de África. La Iglesia local venía sufriendo por hostilidades
externas y conflictos internos. La comunidad cristiana respondió a la crisis no
realizando actos de culto para aplacar a los dioses, sino actuando para
socorrer a la gente que sufría. El obispo Cipriano se dirigió a la asamblea
haciendo memoria del sermón de Jesús en la montaña (cf. Mt 5,43-48). No intentó
explicar la peste, sino recordó a su gente la bendición de la misericordia:
como creyentes tenían el habitus de la ayuda mutua, así que no
arrojarían a las calles a sus hermanas y hermanos en la fe. Pero Cipriano
sorprendió a sus oyentes, al decirles que tenían que practicar la misericordia
también con sus perseguidores. Los exhortó a ampliar los horizontes para amar a
los vecinos paganos.
El historiador menonita Alan
Kreider distingue tres tipos de religión en aquella época: la religión pública,
la religión privada y la religión en respuesta a una crisis. La religión
pública se refiere a la liturgia pública que se realizaba para proteger al Imperio
y la ciudad, reflejando la jerarquización de la sociedad de aquel siglo. La
religión privada se refiere a las asociaciones (collegia o hetaeria)
con propósitos sociales, religiosos y funerarios, que estaban constituidas por
varones, que supieran leer y pagaran sus cuotas. La religión en respuesta a una
crisis se refiere a la actitud de las personas para escuchar la palabra de Dios
orientada al bienestar de la ciudad en los tiempos de crisis. Mientras muchas
personas se volvían a los templos de los oráculos para ofrecer sacrificios y
recibir respuestas a la crisis, el obispo Cipriano apelaría a la tradición
evangélica: “Los cristianos contaban tanto con los recursos para la caridad (el
arca del dinero de la comunidad, mujeres atentas y diligentes, y diáconos),
como con el habitus que les capacitaba para asistir a los demás en
tiempos de necesidad”. [7]
Quisiera destacar los dos
elementos que anota Kreider: el habitus de los cristianos y los recursos
de la Iglesia. El habitus se entiende como el comportamiento visible que
permitía afrontar con esperanza los problemas en el mundo. En este sentido, la
virtud de la paciencia era central para asumir el estilo de vida caracterizado
por la confianza, la bondad y la valentía. Al mismo tiempo, conviene recordar
que el habitus se aprendía en la comunidad eclesial (que estaba
enraizada en la casa), a través de la catequesis, el culto y el testimonio. La
Iglesia tenía recursos para atender a los pobres -en épocas de persecución, enfermedades
y hambrunas-, debido a que muchos ponían en común su trabajo y los bienes. La
diaconía social fue entonces un factor clave como fermento del cristianismo en
el Imperio romano.
El habitus del cuidado
mutuo
La pandemia está cuestionando en
buena medida las “virtudes” del orden capitalista, como la producción sin
límites, el consumo sin límites y la ganancia sin límites, que sabemos van de
la mano con la indiferencia ante los clamores de los pobres y de la Tierra. El
Covid-19 está provocando una crisis sanitaria, con repercusiones sociales,
económicas y ambientales, que desnuda la precariedad de nuestros sistemas de
salud, alimentación, empleo, educación, transporte, comercio, seguridad, etc.
Se pone en evidencia que este modelo de desarrollo en el que vivimos se agota.
El presidente de Francia reconoció que la pandemia ha revelado que la salud
pública no es una carga onerosa sino un bien precioso que debe quedar fuera de
las leyes del mercado. Entendemos que el aislamiento o el distanciamiento sean
urgentes ahora, pero no son suficientes para construir una sociedad distinta.
Paolo Costa ha dicho que la
ciencia puede ayudarnos a superar la crisis de la pandemia sólo en un cincuenta
por ciento: “La otra mitad depende de nuestra capacidad para atesorar esa
sabiduría (secular o religiosa, no importa) que nos ha enseñado durante
milenios que los seres humanos tienen dentro de ellos, y gracias a su capacidad
para tejer relaciones, recursos suficientes para desarrollar lo mejor de sí
mismos”. [8]
Costa habla de una sabiduría secular o religiosa. En lo que nos toca, nuestra tradición
cristiana ha cultivado una sabiduría religiosa, que se manifiesta en el
potencial humanizador de la Iglesia, que -en medio de esta crisis- se tiene que
actualizar en la conciencia de que somos seres en relación y que estamos
llamados a desarrollar el habitus del cuidado de unos por otros.
Me parece que es necesario
recuperar las virtudes públicas, entendidas en el sentido “de unas
disposiciones coherentes con la búsqueda de la igualdad y la libertad para
todos”, [9]
acentuando el sentido etimológico de la ética como formación del carácter
(hábito). Camps prioriza las virtudes de la responsabilidad, la solidaridad y
la tolerancia, que sin duda se hacen tan urgentes en el contexto de crisis. En
vista de que las virtudes son cualidades individuales que tienen una dimensión
pública porque están dirigidas a los demás, habría que sumar otras, como el
cuidado, la humildad y la paciencia. En cualquier caso, podemos hallar en el
Evangelio la inspiración de tales virtudes. No es casual que Habermas diga que,
en la crisis del Covid-19, no es una cuestión trivial la idea religiosa de que
todos formamos una comunidad universal y fraternal, donde cada uno de sus miembros
merece un trato justo. [10]
La respuesta desde la Iglesia
La pandemia está cambiando la
vida de las personas y las instituciones, al punto que se habla de una nueva
normalidad para el futuro. Por supuesto, la Iglesia también se ha visto desafiada.
La reacción ha sido utilizar los medios virtuales para la celebración de la
eucaristía, las reuniones pastorales, la catequesis familiar, la formación
bíblica o la asistencia espiritual. Ha sido como si el cierre de los templos
hubiese despertado a la Iglesia que vive en las casas. Al mismo tiempo, las
parroquias, las congregaciones y las organizaciones han salido en busca de las
personas, las familias y los pueblos más afectados. Más allá de las
circunstancias, cabe preguntarse si asistimos a un cambio más radical en la
Iglesia, en un planeta alterado por la pandemia. Cobran actualidad las
orientaciones programáticas del papa Francisco acerca de la conversión pastoral
de la Iglesia en salida a las periferias humanas.
La solidaridad cívica de las
personas debería tener su correlato en la solidaridad global de las naciones.
Al respecto, asumimos que ha llegado el momento de que la Iglesia potencie su
carácter universal y su vocación ecuménica. Las iglesias locales constituyen
una red global que permite que circule la información y se generen iniciativas
para enfrentar la crisis de esta pandemia. En la Iglesia existen órdenes,
congregaciones o asociaciones con alcance mundial, que permiten la canalización
de los aportes hacia las personas más afectadas por el Covid-19 en el planeta. Estamos
llamados a interactuar con todas las personas de buena voluntad, en un
ecumenismo amplio. El papa Francisco ha dicho que esta trágica pandemia del
coronavirus está demostrando que “sólo juntos y haciéndonos cargo de los más
frágiles podemos vencer los desafíos globales”. [11]
Por lo tanto, los cristianos no deberíamos interpretar la pandemia en términos
de pecado, culpa o castigo, sumando el horror religioso al pánico social, sino como
una exigencia de corresponsabilidad de todos en el mundo.
Todos nos sentimos conmovidos,
perplejos y vulnerables frente a una crisis compleja, sin precedentes en nuestra
vida. Los académicos han comenzado a escribir sobre el impacto del Covid-19 en
el futuro más cercano: tanto quienes afirman que el coronavirus es un golpe al
capitalismo a lo Kill Bill y que podría conducir a la reinvención del
comunismo (Slavoj Žižek), como quienes consideran que China podrá vender su
Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia y que el
capitalismo continuará aún con más pujanza en el futuro (Byung-Chul Ha). [12]
Hace cinco años, el papa Francisco recordó en su encíclica Laudato si' que “cualquier solución técnica que pretendan aportar las ciencias será
impotente para resolver los graves problemas del mundo si la humanidad pierde
su rumbo, si se olvidan las grandes motivaciones que hacen posible la
convivencia, el sacrificio, la bondad”. [13]
[2] Citado por Thomas Lemke, Introducción
a la biopolítica (México: FCE, 2017), 36.
[3] Michael Foucault, Historia de la
sexualidad I. La voluntad de saber (México: Siglo XXI, 1998), 85.
[4] Cf. Lemke, Introducción a la
biopolítica, 121.
[5] Cf. Luis González-Carvajal
Santabárbara, “Signos de los tiempos y discernimiento”, en Sal Terrae
100 (2012), 410-412. El autor distingue aquí entre el sentido bíblico (los
acontecimientos salvíficos de Dios) y el sentido moderno (los fenómenos
sociales que caracterizan una época).
[6] Constitución pastoral Gaudium et
spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 4.
[7] Alan Kreider, La paciencia. El
sorprendente fermento del cristianismo en el Imperio romano (Salamanca:
Sígueme, 2017), 92.
[8] Paolo Costa, “Somos frágiles, pero no
indefensos: el cambio es posible”, en Víctor Codina y
otros, Covid19 (MA-Editores, 2020), 76.
[9] Victoria Camps, Virtudes públicas
(Madrid: Espasa-Calpe, 1990), 22.
[10] Cf. Jürgen Habermas, “Nunca habíamos
sabido tanto acerca de nuestra ignorancia”, en Antonio Spadaro y otros, Covid-19²
(MA-Editores, 2020), 119s.
[11] Papa Francisco, La vida después de
la pandemia (Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 2020), 59.
[12] Cf. Giorgio Agamben y otros, Sopa
de Wuhan (ASPO, 2020), 21-28 y 97-111.
[13] Carta encíclica Laudato si’
sobre el cuidado de la casa común (2015), n. 200.