lunes, 6 de julio de 2020

Relectura de Job en pandemia

Relectura de Job en pandemia


Raúl Pariamachi ss.cc.


Como casi todo lo que escribo, este artículo tiene su origen en un encuentro pastoral, con diáconos de la Arquidiócesis de Santiago (Chile) vía Zoom, en el que hablamos del sentido del sufrimiento en el contexto de la pandemia del COVID-19. Los contenidos recogen no sólo lo que había preparado para compartir, sino también sus intervenciones que alimentaron mi reflexión. Siempre será difícil tratar de decir algo sobre el sufrimiento, que es “inexplicable”; sin embargo, cuando sufrimos en carne propia o somos testigos del sufrimiento de los otros, desde nuestra fe, guardamos silencio y expresamos dudas.


1. ¿Y crees tú que su religión es desinteresada?


En principio, quisiera destacar que la reflexión sobre ciertos temas clave evoluciona a través de la Biblia, sin referirme también a la historia de los dogmas. Por ejemplo, el asunto de la presencia de Dios: desde el Señor de las montañas hasta el Verbo que se hizo carne; o la cuestión de la vida eterna: desde la morada en el lugar de los muertos hasta la resurrección de los muertos. Lo que desearía enfatizar es que también las preguntas y las respuestas sobre el sentido del sufrimiento tienen un desarrollo en la Biblia; es así que partiré del libro de Job, desde el que daremos una mirada hacia atrás y otra hacia adelante.


En la apertura del libro, entran en escena Dios y Satán (1-2). Lo que está en juego es si la religión de Job es “desinteresada”. Dios permite que Satán toque los bienes y los hijos de Job, pero éste no maldice a Dios. Satán vuelve a la carga: “Hiérelo en la carne y en los huesos, y te apuesto a que te maldice en la cara” (2,5). Y, a pesar de todo eso, Job no maldice a Dios: “Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?” (2,10).


De entrada, se plantea una cuestión clave. Cuando Dios elogia la religiosidad de Job, Satán le pregunta: “¿Y crees tú que su religión es desinteresada?” (1,9). No cabe duda de que el sufrimiento pone en cuestión nuestra religión: si sólo creo en Dios por el bienestar, la salud y la armonía, ¿qué sucederá cuando pierda algo, mucho o todo esto? Veremos que la teología de la retribución será puesta en cuestión en el libro. Hasta cierto punto, serán contrapuestas la lógica de la retribución y la lógica de la gratuidad en nuestra fe; como bien decía un diácono, no todo en la vida consiste en dar para recibir o en recibir para dar.


Una mirada hacia atrás permite captar el avance que supone el libro de Job. En efecto, en la teología de la retribución, de las primeras tradiciones bíblicas, predomina el principio de la conexión causal entre las acciones humanas y la justicia divina: si me porto bien me irá bien, si me porto mal me irá mal; si me va bien te seguiré, si me va mal no te seguiré; etc. Tal vez el caso paradigmático sea Jacob: “Si Dios está conmigo… entonces el Señor será mi Dios” (Gn 28,20-21). De alguna manera, desde la perspectiva de la Biblia se advierte una distinción entre el Dios de Jacob y el Dios de Job. Más adelante diremos algo más.


El relato hubiera podido terminar ahí, con un Job que sale bien librado de las pruebas. Pero continúa… Sus tres amigos se quedaron sentados siete días y siete noches, “sin decirle una palabra, viendo lo atroz de su sufrimiento” (2,13). Otro diácono decía que ésta debía ser la primera actitud de los agentes pastorales que acompañan a personas que sufren: sentarse en silencio (por supuesto, sin caer en el posterior error de los amigos de Job). En lo que sigue se desarrolla una serie de diálogos entre Job y sus tres amigos Elifaz, Bildad y Sofar, a los que se sumará Elihú, que abren accesos al sufrimiento de cara a Dios.


2. Tus manos me formaron… ¿y ahora me aniquilas?


Con el paso de los días, Job maldice el día en que nació: “Desaparezca el día que nací, y la noche en que se dijo: ¡Han concebido un varón!” (3,3). Siente que Dios está implicado en el origen de su dolor: “El furor de Dios me ataca y me desgarra, rechina los dientes contra mí y me clava sus ojos agresivos” (16,9). Rechaza que en su caso se aplique el castigo por el mal: “Me aferraré a mi inocencia sin ceder: la conciencia no me reprocha ni uno de mis días” (27,6). Mira cómo a los ladrones, los asesinos y los adúlteros les va bien, mientras sufren los pobres, los huérfanos y las viudas: “En la ciudad gimen los moribundos y piden socorro los heridos, y Dios no hace caso de su súplica” (24,12). Job sufre de Dios porque es un hombre hecho de fe: “Tus manos me formaron… ¿y ahora me aniquilas?” (10,8).


El sufrimiento de Job puede ser visto desde el concepto de dolor total (C. Saunders), una experiencia compleja que integra componentes fisiológicos, psicosociales y espirituales. Es afligido con la pérdida de sus bienes, sus siervos y sus hijos, para después ser tocado en su carne. El dolor total de Job radica en que se siente golpeado por Dios, pero al mismo tiempo se resiste a aceptar que sea por su propia culpa. Las preguntas se agolpan una tras otra, ¿por qué me pasa esto a mí?, ¿me lo merezco por mis malos actos?, ¿por qué Dios permite que me suceda? Siente que también otros sufren sin que Dios haga nada.


Las intervenciones de los amigos de Job son muestras de las “explicaciones” que se suelen ofrecer a quienes sufren. Elifaz dice a Job que su tragedia se debe a sus muchas culpas: “¿Acaso te reprocha el que seas religioso o te lleva a juicio por ello? ¿No será más bien porque es grande tu maldad y por tus innumerables culpas?” (22,4-5); así mismo Bildad advierte que nadie puede pretender ser justo: “¿Puede el hombre ser justo frente a Dios?, ¿puede ser puro el nacido de mujer?” (25,4). Por su parte, Sofar se refiere al misterio del sufrimiento que sólo puede penetrar Dios: “¿Pretendes conocer la profundidad de Dios o abarcar la perfección del Todopoderoso?” (11,7). Finalmente, Elihú apela al sentido pedagógico del sufrimiento: “Con el sufrimiento él salva al que sufre, abriéndole el oído con el dolor” (36,15).


Los amigos de Job están todavía atrapados en el dogma de la retribución, que postula una relación absoluta entre comportamiento y destino, contra el que Job se rebela sin tener una alternativa óptima. El presupuesto que Job y sus amigos comparten es que Dios gobierna todo. Los amigos no pueden aceptar que Dios sea injusto; por lo tanto, Job sufre por su culpa. Las razones de sus amigos no satisfacen a Job. En el fondo, los amigos conciben a Dios como diseñador y garante de un sistema de justicia, que envía o permite los males como castigo o prueba; en tanto que Job busca un compañero en medio de su dolor.


En la aludida reunión con los diáconos, a propósito de la pandemia, se conversó sobre la conveniencia de abandonar el lenguaje de la culpa, el castigo o la prueba (¡Dios no nos hace daño!). Al mismo tiempo, se decía que se debe tener cuidado al hablar de la pedagogía divina, porque si bien es cierto que cuando sufrimos podemos aprender mucho, no significa que Dios nos envíe el mal para que aprendamos (¡Dios no quiere el mal!).


3. ¿Quién es ese que pone en duda mi providencia?


Se dice que el asunto del libro de Job es no sólo el sufrimiento humano, sino también la cuestión de la credibilidad de Dios. Desde el principio Job pretende discutir con Dios (13,3). Más tarde dirá: “Presentaría ante él mi causa con la boca llena de argumentos. Sabría cuál es su respuesta y comprendería lo que me dice” (23,4-5). Job está insatisfecho con los discursos de sus amigos, demanda una intervención final del propio Dios.


Dios aparece en escena una vez más. Responde a Job desde la tormenta: “¿Quién es ese que pone en duda mi providencia con palabras sin sentido?” (38,2). Es como si Job fuera llevado a un paseo cósmico de la mano de Dios. Es interpelado acerca del origen del universo: “¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?” (38,4); su gobierno: “¿Has mandado en tu vida a la mañana o has señalado su puesto a la aurora? (38,12); sus misterios: “¿Has entrado hasta la fuente de los mares o paseado por la hondura del océano? (38,16). Job quiere taparse la boca con la mano. Dios vuelve a la carga, cuestiona a Job acerca del ejercicio de la justicia: “Si tienes un brazo como el de Dios… da rienda suelta a tu enojo y derriba con una mirada al soberbio, humilla con una mirada al soberbio y aplasta a los malvados” (40,9.11-12).


Se discute sobre si Dios responde a Job, porque no se pronuncia sobre su inocencia, sino que pasa de la exigencia de la justicia a las maravillas del cosmos (de la moral a la física). En cualquier caso, Job logra estar “cara a cara” con Dios. Los discursos divinos interpelan a Job, como si Dios quisiera sacarlo de su pequeño mundo y abrirlo a un horizonte más amplio. Me parece que es una llamada a entrar en el misterio de la vida. No me refiero a la aceptación del enigma del castigo divino, sino a la apertura a una vida en la que no tenemos los controles de todas las variables del destino, el sufrimiento o la felicidad.


Job reconoce que habló de cosas que no entendía y de maravillas que superaban su comprensión: “Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso retiro todas mis palabras y me arrepiento echándome polvo y ceniza” (42,5-6).


En el centro de su sufrimiento Job tiene una visión de Dios. No pienso que se trate de una visión física, sino más bien de una experiencia de Dios de tal densidad que deja certezas. Es como si hubiese alcanzado un grado de comprensión vital que le permite integrar su dolor. Hasta aquí Dios no se ha pronunciado explícitamente sobre la inocencia de Job; sin embargo, estar delante de Dios parece haber sido suficiente por ahora.


En el cierre del libro, Dios se dirige a los amigos para increparles que no han hablado rectamente sobre él, como lo ha hecho Job. Esto quiere decir que Job no maldijo (habló-mal), sino que bendijo (habló-bien) a su Dios, con sus dudas, protestas y demandas: una teo-logía desde el dolor. Después se dice que vinieron a visitarlo sus hermanos y conocidos, comieron, se condolieron y lo consolaron; además, cada uno le regaló una suma de dinero y un anillo de oro. Como en un final feliz, “el Señor bendijo a Job en sus últimos años más abundantemente que al principio…y Job murió anciano y colmado de años” (42,12.17).


El final del libro pareciera “recaer” en una lógica retributiva; no obstante, podríamos entenderlo desde una justicia restaurativa. En cualquier caso, los aportes de esta obra radican en el cuestionamiento del modelo explicativo donde uno tiene que ser condenado para que el otro salga absuelto. Dicho esto, cabe aceptar que se echa de menos la experiencia de un Dios más sensible, como es el caso de los familiares y los amigos.


4. Yo sé que está vivo mi defensor


Decía que el libro de Job es un hito en el desarrollo del sentido del sufrimiento en la Biblia; por lo tanto, es relevante dar también una mirada hacia adelante. En algún momento, Job sostiene: “Yo sé que está vivo mi defensor y que al final se alzará sobre el polvo: después de que me arranquen la piel, ya sin carne veré a Dios” (19,25-26). La tradición ha interpretado estas palabras como un anuncio de Jesús como el defensor de los que sufren. En efecto, para los cristianos, el sufrimiento encuentra su sentido en la vida, la entrega y el destino de Cristo, aunque siempre desde una expectativa abierta (nunca totalmente cerrada).


En la cruz se concentra la radicalidad del sufrimiento de Jesús, que no sufre “aislado”, puesto que el grito de Jesús en la cruz es el grito de la humanidad a Dios: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). En el fondo se escucha la lamentación del Salmo 22: “¿Por qué estás ajeno a mi grito, al rugido de mis palabras?” (2). Como ha dicho un autor, en el árbol de la cruz se representa el drama del Dios uno y trino: el Hijo que es fiel a su misión hasta la muerte, el Padre que sufre con su Hijo y el Espíritu que gime dolores de parto, porque se está gestando una nueva creación sin pecado, sin dolor, sin muerte.


La cruz es la manifestación sublime de la solidaridad de Dios en la pasión de Jesús: “Él llevó sobre la cruz nuestros pecados cargándolos en su cuerpo, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus cicatrices nos sanaron” (1Pe 2,24). No es casual que los cristianos interpretaran la entrega de Jesús desde los cantos del siervo de Dios: “Sobre él descargó el castigo que nos sana y con sus cicatrices nos hemos sanado” (Is 53,5). Vemos entonces cómo Jesús es el signo luminoso de la solidaridad de Dios, que comparte la condición humana hasta las últimas consecuencias: el Verbo encarnado (del evangelista Juan), el Siervo sufriente (del profeta Isaías) y el Mesías crucificado (del apóstol Pablo), visto como escándalo y locura, pero que en realidad es fuerza y sabiduría de Dios para quienes creen.


La cruz es expresión también de la esperanza que se vislumbra en la noche del dolor: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Y esta vez resuena la voz confiada del Salmo 31: “En ti me refugio, Señor: no quede yo nunca defraudado; por tu justicia ponme a salvo” (2). La aparición de Jesús a sus discípulos, con las heridas de sus manos y su costado, es muestra de que el Resucitado es el Crucificado, que la pasión y la gloria otorgan sentido a la vida humana. Se ha destacado que ni en las peores tragedias humanas se dejó de escuchar el Shemá Israel o el Padre nuestro como un acto de esperanza.


Los diáconos coincidían en que muchas veces nos sentimos impotentes ante el dolor, pues no podemos eliminar la causa del sufrimiento de una persona; por ejemplo, no podemos devolverle a una madre el hijo que perdió. Uno de ellos nos decía: “Por más que rece, la gente se muere”. En efecto, en muchos casos no podemos hacer nada en el nivel originario del mal físico o moral, pero -como decía Saunders- “no se puede morir curado, pero sí se puede morir sanado”, comprendiendo esta “sanación” como un proceso espiritual por el que se alcanza una relación apropiada con uno mismo, con los demás y con Dios.


5. Dios como compañero en la lucha contra el mal


En la conversación con los diáconos, apareció la cuestión inevitable del problema del mal. Si bien muchos estamos de acuerdo en que Dios no nos envía el mal para hacernos daño, en algunos está vigente la creencia de que permite el mal, porque no interviene para evitarlo. Por supuesto, aquí no es posible extenderse sobre esta interrogante aguda, pero sí quisiera decir algo breve, con el riesgo de ser demasiado esquemático tal vez.


La problemática consiste en cómo conciliar la existencia de Dios y el mal en el mundo. El dilema que se plantea es que (1) o bien Dios puede evitar el mal, pero no quiere, y entonces no es bueno; (2) o bien Dios quiere evitar el mal, pero no puede, y entonces no es poderoso. Una primera opción es intentar “justificar” que Dios no causa pero sí permite el mal, porque tiene un propósito; por ejemplo, aprendizaje o corrección. La objeción obvia sería qué padre o madre permitiría que su hijo o hija sufra, si estuviera en sus manos hacer algo para evitarlo. Una segunda opción es “postular” el sufrimiento del Dios que se muestra impotente ante el dolor del mundo. Se prefiere negar el poder antes que la bondad de Dios. Una tercera opción es “disolver” el dilema, conciliando la bondad y el poder de Dios.


En efecto, el referido dilema tiene como presupuesto la posibilidad de un mundo sin mal (el mito del paraíso en la tierra); sin embargo, hablar de un mundo sin mal es como hablar de un círculo cuadrado o un hierro de madera, dado que la realidad del mal es algo propio de un mundo finito. Por lo tanto, el nuevo punto de partida consistirá en asumir la imposibilidad de un mundo sin mal (A. Torres Queiruga). Por supuesto, este punto de partida abre nuevas cuestiones, como por qué entonces Dios crea un mundo finito en el que sabe que habrá mal. La respuesta sería que a pesar del mal la existencia es un don que Dios otorga desde el amor: Dios es el compañero en la lucha contra el mal. La realidad de Dios seguirá siendo inagotable, pero al menos evitaremos contradecirnos al hablar de Dios.


En cualquier caso, desde el nuevo punto de partida la pregunta no es por qué Dios no elimina el mal, sino cómo Dios enfrenta el mal: Dios no actúa interviniendo como desde fuera, sino animando desde dentro a sus creaturas que actúan siempre a través de sus propias leyes. Esto significa que Dios no está indiferente sino a nuestro lado, asegurando nuestra fortaleza, lucha y esperanza; como se ha dicho bien, tal vez Dios no nos evita el sufrimiento (inevitable), pero sí nos sostiene en el dolor. Dios participa del dolor del ser humano, asume el sufrimiento en su propio ser y se implica en la lucha del mundo contra el mal. Como diría una teóloga, “el modelo de Dios como amante del mundo ofrece algo quizá más importante que una defensa de Dios: la presencia de Dios junto al amado que sufre” (S. McFague).


Un diácono afectado por el cáncer, nos decía que asumía que la enfermedad era sólo un momento en su vida, que no todo había sido sufrimiento; aclaró que no estaba resignado, estaba esperanzado en el amor de Jesús. No hablaba de ser curado, sino que daba gracias a Dios. Comprendí mejor que el dolor puede vivirse como sufrimiento desintegrador (carga) o como sufrimiento integrador (proceso) en nuestra vida (D. Hall).

miércoles, 24 de junio de 2020

La diaconía social en tiempos de crisis




La diaconía social en tiempos de crisis

Raúl Pariamachi ss.cc.


Quisiera contribuir a una conversación eclesial acerca de la respuesta de los cristianos a la crisis producida a partir de la pandemia del Covid-19, con un énfasis en la diaconía social; al respecto, amplío también algunas ideas de un artículo previo. [1]


La pandemia como fenómeno biopolítico

La calificación de la pandemia del Covid-19 como fenómeno biopolítico es un recurso para acceder a la complejidad del hecho. La sola palabra biopolítica sugiere un tipo de relación entre la política y la vida (en analogía con la bioética), en la que la política se ocupa de la vida. En sus orígenes, la biopolítica se concentró en los fundamentos biológicos de la política, pero pronto pasó a referirse a la vida como objeto de la política, especialmente a las soluciones de los problemas sanitarios, demográficos y ambientales. En este contexto, cabe aludir al libro titulado Biopolítica cristiana: un credo y una estrategia para el futuro (1971), en el que su autor Kenneth Cauthen afirma que el propósito de una biopolítica cristiana consiste en “desarrollar una perspectiva religioso-ética que se funde sobre la vida y la búsqueda de la alegría en una era tecnológica y basada en las ciencias”. [2] El enfoque de la biopolítica orientada a la ecología fue complementado con el enfoque de la biopolítica centrada en la tecnología, debido al auge de las biotecnologías que permitían intervenir en la vida natural.

El hecho de que la vida se convierta en objeto de la política tiene consecuencias para la acción política. La biopolítica para Foucault se basa en una transformación fundamental en el orden político: “Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente”. [3] En la estela de Foucault, Didier Fassin propone una nueva organización de la política en la que al cuerpo enfermo se le atribuya un significado político central: el reconocimiento de la vida biológica como máximo valor. Por su parte, Paul Rabinow dice que agrupaciones de pacientes, grupos de autoayuda y asociaciones de parientes deberían de tener un creciente significado político. Se trataría de un activismo político sobre la base de características biológicas.

Se puede apreciar entonces cómo la biopolítica comprende la vida y la política como elementos de una red dinámica de relaciones. Por lo tanto, un análisis de la biopolítica deberá examinar la red de relaciones entre saber, poder y sujeto. La pandemia del Covid-19 aparece como un fenómeno en el que no sólo la vida se transforma en objeto de la política, sino en el que también el orden político se altera. Lemke advierte que un análisis de la biopolítica debe considerar el modo en que los sujetos hacen de su propia existencia un objeto de elaboración práctica (subjetivación), en el que tienen un rol las autoridades científicas, médicas, morales, religiosas y otras; los órdenes corporales y de género; los conceptos de salud y enfermedad; etc. Surgen entonces una serie de preguntas sobre el comportamiento de los seres humanos en nombre de la vida y de la salud; sobre la experiencia de su propia vida como valiosa o no valiosa; sobre su calificación como miembros de una raza superior o inferior, un sexo fuerte o débil, un pueblo floreciente o degradado; entre tantas otras. [4]

El Covid-19 como signo de los tiempos

La pandemia como fenómeno biopolítico es también objeto de discernimiento desde la fe cristiana. Este fenómeno del Covid-19 puede ser calificado como un signo de los tiempos, en sentido moderno. [5] Vale precisar que los signos de los tiempos -para un cristiano- no tienen solo un valor sociológico, sino también un valor teológico: Dios habla en los acontecimientos. El concilio Vaticano II declara que “corresponde a la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio”. [6] Estamos entonces ante el desafío de una relectura creyente de la pandemia.

El cristianismo como respuesta a la crisis

En el siglo III una epidemia azotó a Cartago, en el norte de África. La Iglesia local venía sufriendo por hostilidades externas y conflictos internos. La comunidad cristiana respondió a la crisis no realizando actos de culto para aplacar a los dioses, sino actuando para socorrer a la gente que sufría. El obispo Cipriano se dirigió a la asamblea haciendo memoria del sermón de Jesús en la montaña (cf. Mt 5,43-48). No intentó explicar la peste, sino recordó a su gente la bendición de la misericordia: como creyentes tenían el habitus de la ayuda mutua, así que no arrojarían a las calles a sus hermanas y hermanos en la fe. Pero Cipriano sorprendió a sus oyentes, al decirles que tenían que practicar la misericordia también con sus perseguidores. Los exhortó a ampliar los horizontes para amar a los vecinos paganos.

El historiador menonita Alan Kreider distingue tres tipos de religión en aquella época: la religión pública, la religión privada y la religión en respuesta a una crisis. La religión pública se refiere a la liturgia pública que se realizaba para proteger al Imperio y la ciudad, reflejando la jerarquización de la sociedad de aquel siglo. La religión privada se refiere a las asociaciones (collegia o hetaeria) con propósitos sociales, religiosos y funerarios, que estaban constituidas por varones, que supieran leer y pagaran sus cuotas. La religión en respuesta a una crisis se refiere a la actitud de las personas para escuchar la palabra de Dios orientada al bienestar de la ciudad en los tiempos de crisis. Mientras muchas personas se volvían a los templos de los oráculos para ofrecer sacrificios y recibir respuestas a la crisis, el obispo Cipriano apelaría a la tradición evangélica: “Los cristianos contaban tanto con los recursos para la caridad (el arca del dinero de la comunidad, mujeres atentas y diligentes, y diáconos), como con el habitus que les capacitaba para asistir a los demás en tiempos de necesidad”. [7]

Quisiera destacar los dos elementos que anota Kreider: el habitus de los cristianos y los recursos de la Iglesia. El habitus se entiende como el comportamiento visible que permitía afrontar con esperanza los problemas en el mundo. En este sentido, la virtud de la paciencia era central para asumir el estilo de vida caracterizado por la confianza, la bondad y la valentía. Al mismo tiempo, conviene recordar que el habitus se aprendía en la comunidad eclesial (que estaba enraizada en la casa), a través de la catequesis, el culto y el testimonio. La Iglesia tenía recursos para atender a los pobres -en épocas de persecución, enfermedades y hambrunas-, debido a que muchos ponían en común su trabajo y los bienes. La diaconía social fue entonces un factor clave como fermento del cristianismo en el Imperio romano.

El habitus del cuidado mutuo

La pandemia está cuestionando en buena medida las “virtudes” del orden capitalista, como la producción sin límites, el consumo sin límites y la ganancia sin límites, que sabemos van de la mano con la indiferencia ante los clamores de los pobres y de la Tierra. El Covid-19 está provocando una crisis sanitaria, con repercusiones sociales, económicas y ambientales, que desnuda la precariedad de nuestros sistemas de salud, alimentación, empleo, educación, transporte, comercio, seguridad, etc. Se pone en evidencia que este modelo de desarrollo en el que vivimos se agota. El presidente de Francia reconoció que la pandemia ha revelado que la salud pública no es una carga onerosa sino un bien precioso que debe quedar fuera de las leyes del mercado. Entendemos que el aislamiento o el distanciamiento sean urgentes ahora, pero no son suficientes para construir una sociedad distinta.

Paolo Costa ha dicho que la ciencia puede ayudarnos a superar la crisis de la pandemia sólo en un cincuenta por ciento: “La otra mitad depende de nuestra capacidad para atesorar esa sabiduría (secular o religiosa, no importa) que nos ha enseñado durante milenios que los seres humanos tienen dentro de ellos, y gracias a su capacidad para tejer relaciones, recursos suficientes para desarrollar lo mejor de sí mismos”. [8] Costa habla de una sabiduría secular o religiosa. En lo que nos toca, nuestra tradición cristiana ha cultivado una sabiduría religiosa, que se manifiesta en el potencial humanizador de la Iglesia, que -en medio de esta crisis- se tiene que actualizar en la conciencia de que somos seres en relación y que estamos llamados a desarrollar el habitus del cuidado de unos por otros.

Me parece que es necesario recuperar las virtudes públicas, entendidas en el sentido “de unas disposiciones coherentes con la búsqueda de la igualdad y la libertad para todos”, [9] acentuando el sentido etimológico de la ética como formación del carácter (hábito). Camps prioriza las virtudes de la responsabilidad, la solidaridad y la tolerancia, que sin duda se hacen tan urgentes en el contexto de crisis. En vista de que las virtudes son cualidades individuales que tienen una dimensión pública porque están dirigidas a los demás, habría que sumar otras, como el cuidado, la humildad y la paciencia. En cualquier caso, podemos hallar en el Evangelio la inspiración de tales virtudes. No es casual que Habermas diga que, en la crisis del Covid-19, no es una cuestión trivial la idea religiosa de que todos formamos una comunidad universal y fraternal, donde cada uno de sus miembros merece un trato justo. [10]

La respuesta desde la Iglesia

La pandemia está cambiando la vida de las personas y las instituciones, al punto que se habla de una nueva normalidad para el futuro. Por supuesto, la Iglesia también se ha visto desafiada. La reacción ha sido utilizar los medios virtuales para la celebración de la eucaristía, las reuniones pastorales, la catequesis familiar, la formación bíblica o la asistencia espiritual. Ha sido como si el cierre de los templos hubiese despertado a la Iglesia que vive en las casas. Al mismo tiempo, las parroquias, las congregaciones y las organizaciones han salido en busca de las personas, las familias y los pueblos más afectados. Más allá de las circunstancias, cabe preguntarse si asistimos a un cambio más radical en la Iglesia, en un planeta alterado por la pandemia. Cobran actualidad las orientaciones programáticas del papa Francisco acerca de la conversión pastoral de la Iglesia en salida a las periferias humanas.

La solidaridad cívica de las personas debería tener su correlato en la solidaridad global de las naciones. Al respecto, asumimos que ha llegado el momento de que la Iglesia potencie su carácter universal y su vocación ecuménica. Las iglesias locales constituyen una red global que permite que circule la información y se generen iniciativas para enfrentar la crisis de esta pandemia. En la Iglesia existen órdenes, congregaciones o asociaciones con alcance mundial, que permiten la canalización de los aportes hacia las personas más afectadas por el Covid-19 en el planeta. Estamos llamados a interactuar con todas las personas de buena voluntad, en un ecumenismo amplio. El papa Francisco ha dicho que esta trágica pandemia del coronavirus está demostrando que “sólo juntos y haciéndonos cargo de los más frágiles podemos vencer los desafíos globales”. [11] Por lo tanto, los cristianos no deberíamos interpretar la pandemia en términos de pecado, culpa o castigo, sumando el horror religioso al pánico social, sino como una exigencia de corresponsabilidad de todos en el mundo.

Todos nos sentimos conmovidos, perplejos y vulnerables frente a una crisis compleja, sin precedentes en nuestra vida. Los académicos han comenzado a escribir sobre el impacto del Covid-19 en el futuro más cercano: tanto quienes afirman que el coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill y que podría conducir a la reinvención del comunismo (Slavoj Žižek), como quienes consideran que China podrá vender su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia y que el capitalismo continuará aún con más pujanza en el futuro (Byung-Chul Ha). [12] Hace cinco años, el papa Francisco recordó en su encíclica Laudato si' que “cualquier solución técnica que pretendan aportar las ciencias será impotente para resolver los graves problemas del mundo si la humanidad pierde su rumbo, si se olvidan las grandes motivaciones que hacen posible la convivencia, el sacrificio, la bondad”. [13]


[2] Citado por Thomas Lemke, Introducción a la biopolítica (México: FCE, 2017), 36.
[3] Michael Foucault, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber (México: Siglo XXI, 1998), 85.
[4] Cf. Lemke, Introducción a la biopolítica, 121.
[5] Cf. Luis González-Carvajal Santabárbara, “Signos de los tiempos y discernimiento”, en Sal Terrae 100 (2012), 410-412. El autor distingue aquí entre el sentido bíblico (los acontecimientos salvíficos de Dios) y el sentido moderno (los fenómenos sociales que caracterizan una época).
[6] Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 4.
[7] Alan Kreider, La paciencia. El sorprendente fermento del cristianismo en el Imperio romano (Salamanca: Sígueme, 2017), 92.
[8] Paolo Costa, “Somos frágiles, pero no indefensos: el cambio es posible”, en Víctor Codina y otros, Covid19 (MA-Editores, 2020), 76.
[9] Victoria Camps, Virtudes públicas (Madrid: Espasa-Calpe, 1990), 22.
[10] Cf. Jürgen Habermas, “Nunca habíamos sabido tanto acerca de nuestra ignorancia”, en Antonio Spadaro y otros, Covid-19² (MA-Editores, 2020), 119s.
[11] Papa Francisco, La vida después de la pandemia (Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 2020), 59.
[12] Cf. Giorgio Agamben y otros, Sopa de Wuhan (ASPO, 2020), 21-28 y 97-111.
[13] Carta encíclica Laudato si’ sobre el cuidado de la casa común (2015), n. 200.

viernes, 24 de abril de 2020

Creyentes en tiempos de pandemia (4)


Creyentes en tiempos de pandemia
(Cuarta y última parte)

Raúl Pariamachi ss.cc.



Finalmente, el tercer punto se refiere al desafío mundial de la epidemia del Covid-19; por lo tanto, a la misión de la Iglesia ecuménica de promover una conciencia planetaria sobre la urgencia de la solidaridad como respuesta a la crisis.


3.3. La solidaridad global

Algunos se han preguntado por qué sobrevivió el cristianismo en el mundo antiguo. Entre varios factores, viene al caso destacar el habitus de los cristianos, comprendido como un comportamiento visible que permitía afrontar con esperanza los problemas en el mundo. El cristianismo se configuró como una religión en respuesta a las crisis, al punto de orientarse al bienestar de la ciudad. Esta virtud se encarnaba en una forma de vida caracterizada por la paciencia. En el siglo II Tertuliano escribió que la diaconía social de las comunidades cristianas a favor de los pobres, los huérfanos y las viudas, hacía que los paganos exclamaran: “¡Miren cómo se aman unos a otros!” (Apología 39, 7). Esta admiración crecía al ver que la solidaridad se extendía a los de fuera de la Iglesia. [1] Por lo tanto, cabe que en el siglo XXI nos preguntemos por el habitus de los cristianos durante y después de la pandemia.

La pandemia está cuestionando en buena medida las “virtudes” del orden capitalista, como la producción sin límites, el consumo sin límites y la ganancia sin límites, que sabemos van de la mano con la indiferencia ante los clamores de los pobres y de la Tierra. El Covid-19 ha puesto en evidencia que el modelo de desarrollo social en el que vivimos se está agotando, al punto que se habla de la agudización de la triple crisis del capitalismo: sanitaria, económica y climática; al respecto, el presidente de Francia reconoció que la pandemia ha revelado que la salud pública no es una carga onerosa sino un bien precioso que debe quedar fuera de las leyes del mercado. En este sentido, es curioso que quienes minimizaron el Estado en nombre del libre mercado, ahora exijan que el Estado salve hasta a las empresas privadas. Es urgente recuperar las virtudes públicas, como la responsabilidad, el cuidado, la humildad, la paciencia y la solidaridad. Entendemos que el aislamiento o el distanciamiento son urgentes por ahora, pero no son suficientes para construir una sociedad distinta.

Paolo Costa ha dicho que la ciencia puede ayudarnos a superar la crisis de la pandemia solo en un cincuenta por ciento: “La otra mitad depende de nuestra capacidad para atesorar esa sabiduría (secular o religiosa, no importa) que nos ha enseñado durante milenios que los seres humanos tienen dentro de ellos, y gracias a su capacidad para tejer relaciones, recursos suficientes para desarrollar lo mejor de sí mismos”. [2] En lo que nos toca, la tradición cristiana ha cultivado una sabiduría religiosa expresada en el potencial humanizador de la Iglesia, que se debería actualizar en la conciencia de que somos seres de relación, que estamos llamados a cuidar unos de otros. No es casual que Jürgen Habermas diga que, en la crisis del Covid-19, no es una cuestión trivial la idea religiosa de que todos formamos una comunidad universal y fraternal, donde cada uno de sus miembros merece un trato justo. [3]

Se dice que la visión del mundo que creó la crisis no puede ser la misma que nos saque de la crisis; así como no podemos seguir con el estilo de vida de la producción, el consumo y la ganancia sin límites, tampoco podemos continuar con el aislamiento de los países, sino que tenemos que caminar hacia una solidaridad mundial y una gobernanza mundial, que permitan enfrentar una crisis global con una respuesta global. La solidaridad cívica de los ciudadanos ante esta pandemia, debería tener su correlato en una solidaridad global a diferentes niveles. En esta línea, Yuval Noah Harari ha sugerido al menos cinco acciones: compartir información confiable entre las naciones; coordinar la producción mundial y la distribución equitativa de equipo médico esencial; enviar médicos, enfermeras y expertos a los sectores más afectados; constituir una red de seguridad económica mundial para salvar a los países más afectados; y formular un acuerdo mundial sobre la preselección de viajeros, que permita que un pequeño número de personas esenciales sigan cruzando las fronteras. [4]

Por otra parte, asumo que ha llegado el momento de que la Iglesia católica potencie su carácter universal y su vocación ecuménica. Las iglesias locales constituyen una red global que permite que circule la información y se generen iniciativas para enfrentar la crisis de esta pandemia, que tiene repercusiones sanitarias, económicas y sociales. Al mismo tiempo, en la Iglesia existen órdenes, congregaciones o asociaciones con alcance mundial, que permiten la canalización de los aportes hacia las personas más afectadas por el Covid-19 en el planeta. La Iglesia está llamada más que nunca a interactuar con todas las personas de buena voluntad, en un ecumenismo amplio. El papa Francisco se ha puesto a la cabeza de los católicos con la creación de la comisión anticrisis, como expresión de “la preocupación y el amor de la Iglesia por el conjunto de la familia humana ante la pandemia del Covid-19”. [5]

En el siglo III una epidemia azotó a Cartago, en el norte de África. La Iglesia local venía sufriendo por hostilidades externas y conflictos internos. La comunidad cristiana respondió a la crisis no realizando actos de culto para aplacar a los dioses, sino actuando para socorrer a la gente que sufría. El obispo Cipriano se dirigió a la asamblea haciendo memoria del sermón de Jesús en la montaña (cf. Mt 5,43-48). No intentó explicar la peste, sino recordó a su gente la bendición de la misericordia: como creyentes tenían el habitus de la ayuda mutua, así que no arrojarían a las calles a sus hermanas y hermanos en la fe. Pero Cipriano sorprendió a sus oyentes, al decirles que tenían que practicar la misericordia también con sus perseguidores: una invitación a ampliar los horizontes para amar a los vecinos paganos. Esta historia muestra que el cristianismo de entonces no se asimiló a la religión “pública” (funcional al sistema), ni a la religión “privada” (asistencia entre iguales), sino se situó como una religión en respuesta a las crisis. ¿Seremos ahora una Iglesia en respuesta a la crisis?

Cierro este artículo después de tres semanas: los contagiados en el mundo han subido de 1’225,360 a 2’780,094 y los fallecidos de 66,542 a 194,456; los contagiados en el Perú han subido de 1,746 a 20,914 y los fallecidos de 73 a 572 (24 de abril). Sentimos cada vez más cerca el dolor y la esperanza de los que han visto partir a sus seres queridos, de los que esperan la recuperación de su salud, de los que salen a trabajar en condiciones riesgosas, de los que han perdido su trabajo y de los que se desplazan hacia su tierra. Como dijo el papa Francisco, “el Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar” (27 de marzo). “¡Ánimo, no tengan miedo!” (Mc 6,50).



[1] Cf. Alan Kreider, La paciencia. El sorprendente fermento del cristianismo en el Imperio romano (Salamanca: Sígueme, 2017), 86-94.
[2] Paolo Costa, “Somos frágiles, pero no indefensos: el cambio es posible”, en Víctor Codina y otros, Covid19 (MA-Editores, 2020), 76.
[3] Cf. Jürgen Habermas, “Nunca habíamos sabido tanto acerca de nuestra ignorancia”, en Antonio Spadaro y otros, Covid-19² (MA-Editores, 2020), 119s.
[4] Cf. Yuval Noah Harari, “La mejor defensa contra los patógenos es la información”, en Pablo D’Ors y otros, Covid-19³ (MA-Editores, 2020), 82s.

domingo, 19 de abril de 2020

Creyentes en tiempos de pandemia (3)


Creyentes en tiempos de pandemia
(Tercera parte)

Raúl Pariamachi ss.cc.




El segundo punto se refiere a la experiencia eclesial en tiempos de pandemia; es decir, el desafío de un nuevo modo de ser Iglesia, pues resulta evidente que las consecuencias del Covid-19 se harán sentir en todos los ámbitos de la vida humana.


3.2. La experiencia eclesial

Uno de los hechos más significativos de esta pandemia ha sido el cierre de las iglesias, que ha generado reacciones contrapuestas en los últimos días. Sabemos que el cierre afecta a un elemento esencial de la vida eclesial como es la comunión de los fieles, expresada en el encuentro físico para la celebración de la fe, la oración, la formación o el servicio. Por lo tanto, en un primer momento vimos cómo se cancelaban las agendas pastorales de las parroquias, los movimientos y las comunidades. Sin embargo, al poco tiempo se produjo la multiplicación de la transmisión de celebraciones de misas, adoraciones, reflexiones y rosarios a través de las redes sociales. Por supuesto, esta participación online se intensificó con la celebración de la semana santa. Ha sido como si este cierre temporal de los templos hubiese despertado a la Iglesia que vive en las casas, por lo que se ha hablado mucho de Iglesia doméstica. Tal vez como pocas veces hemos podido intuir qué significa que la parroquia sea -en cierto sentido- “la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y sus hijas”. [1]

Han llamado la atención las críticas a las transmisiones, de parte de algunas personas de “dentro” y de “fuera” de la Iglesia católica. Las críticas que provienen de dentro rechazan la prolongación mediática de un sistema clerical que refuerza la pasividad de los laicos, donde el sacerdote es el protagonista y los laicos son los espectadores. Se olvida que no es posible abandonar el servicio de la celebración de la fe, mientras se trabaja en la reforma de la Iglesia. Se desconocen además las iniciativas que hubo para la participación más activa de los laicos, dentro de unas condiciones limitadas. Las críticas que provienen de fuera expresan más bien el malestar del sector más secularizado del país, sin que se pueda descartar alguna molestia por la visibilización inesperada de la Iglesia católica en las redes sociales.

En todo caso, más allá de las posiciones a favor o en contra de las transmisiones, será oportuno situar el hecho como un ejemplo de la respuesta que ha dado la Iglesia en el campo de las celebraciones litúrgicas (sin olvidarse que hubo otras actividades de la pastoral social), al punto que en este momento muchas comunidades eclesiales están planificando la pastoral en las eventuales condiciones de una prolongada emergencia sanitaria. En efecto, es posible que el aislamiento social obligatorio se extienda por algunas semanas más y es probable que el restablecimiento de las reuniones lleve algunos meses. De seguro que en las comunidades se aprovecharán los recursos virtuales para las reuniones, la formación bíblica, la catequesis sacramental, la consejería espiritual o la asistencia social, entre otras cosas. Pero más allá de las circunstanciales limitaciones para el encuentro físico, cabe preguntarse si acaso estamos asistiendo a un cambio más profundo en la Iglesia, en un planeta alterado por esta epidemia. Muchos compartimos la intuición de que el fenómeno mundial del Covid-19 hará más actuales las orientaciones programáticas del papa Francisco para la conversión pastoral de una Iglesia misionera en salida hacia las periferias humanas. Al respecto, quisiera simplemente recordar un principio, un criterio y una prioridad para la vida de la Iglesia.

El principio de la reforma de la Iglesia. La Iglesia debería estar en continua reforma (es ecclesia semper reformanda). De hecho, el papa Francisco destaca que el Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma de la Iglesia. [2] En el momento actual cabe advertir que toda reforma eclesial se genera en una tensión positiva entre el regreso a las fuentes y los signos de los tiempos. Así mismo, tenemos que considerar que toda reforma se realiza interviniendo en tres niveles al mismo tiempo: en los contenidos de conciencia colectiva (visiones), en la forma de las relaciones internas (relaciones) y en las estructuras y las funciones en las que se expresa el cuerpo social (estructuras). [3] Por lo tanto, cuando hablamos de reforma de la Iglesia no hablamos de un maquillaje de la piedad popular, sino de cambios radicales que afectan todos los niveles de su vida.

El criterio de la pastoral en la Iglesia. Un criterio clave de la transformación de la Iglesia es la pastoralidad, que supone una relación constitutiva entre el testimonio del Evangelio y sus destinatarios, receptores o interlocutores, teniendo en cuenta su historia y su cultura. [4] Esto significa que el criterio de la pastoral sugiere la cuestión de quiénes son a partir de ahora los destinatarios reales de la evangelización de la Iglesia. ¿Las parroquias, los movimientos y las comunidades seguirán siendo los mismas después de esta pandemia? No desconocemos las iniciativas que ha tenido la Iglesia durante esta crisis; sin embargo, también es verdad que el Covid-19 ha puesto en evidencia nuestras teologías arcaicas, nuestra esclerosis litúrgica o nuestras apatías sociales. Como ha dicho el cardenal Baltazar Porras (Venezuela), “si la iglesia del postcoronavirus vuelve a ser la de antes, no tiene futuro”. [5]

La prioridad de los pobres y la Tierra. Escuchar los clamores de los pobres y de la Tierra es la prioridad pastoral de la Iglesia. Ya se pueden prever las consecuencias socioeconómicas del Covid-19, especialmente sobre las familias más pobres; de hecho, una reciente encuesta revela que los ingresos del 66% de hogares peruanos se han perdido (35%) o se han reducido considerablemente (31%). [6] Se anuncia que la pandemia dejará por lo menos 500 millones de nuevos pobres en el mundo (35 millones en América Latina). [7] Por otra parte, vamos tomando conciencia de que “la pandemia del coronavirus nos revela que el modo como habitamos la Casa Común es pernicioso para su naturaleza”. [8] Nunca es tan actual la insistencia que hace el papa Francisco sobre la interrelación entre los pobres y la Tierra; [9] sabemos que la pandemia afectará de una manera particular a los más débiles del planeta.

La historia de la Iglesia en tiempos de pandemia, muestra que las tragedias sanitarias repercutieron en la vida cristiana: en su espiritualidad cotidiana, en las relaciones hacia dentro y hacia fuera, en su teología y su pastoral, en el modo de ser Iglesia.

Continuará…



[1] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici sobre la vocación y la misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo (1988), n. 26.
[2] Cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual (2013), n. 26.
[3] Cf. Serena Noceti, “Estructuras para una Iglesia en reforma”, en Concilium 377 (2018), 541.
[4] Cf. Christoph Theobald, “La osadía de anticipar el futuro de la Iglesia”, en Concilium 377 (2018), 461.
[8] Leonardo Boff, “Coronavirus: autodefensa de la propia Tierra”, en Víctor Codina y otros, Covid19 (MA-Editores, 2020), 38.
[9] Cf. Francisco, Carta encíclica Laudato si’ sobre el cuidado de la casa común (2015), n. 48.

domingo, 12 de abril de 2020

Creyentes en tiempos de pandemia (2)

Creyentes en tiempos de pandemia
(Segunda parte)

Raúl Pariamachi ss.cc.

Decía que el fenómeno de la pandemia es un hecho biopolítico que debemos discernir como personas creyentes; quisiera retomar los tres aspectos que dejé anotados, en relación con los modelos de Dios, la experiencia eclesial y la solidaridad global.

3.1. Modelos de Dios

En su novela La Peste, Camus relata la tragedia de la peste bubónica que azotó a Orán. Entre los personajes figura el padre Paneloux, un jesuita erudito que tuvo a cargo el sermón de clausura de la semana de oración. El padre trató de demostrar el origen divino de la peste y el carácter punitivo del azote. En alusión a las plagas de Egipto, predicó que Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Cuando la peste se agudizó, el sacerdote teólogo decidió integrarse al equipo sanitario. Una escena clave es cuando presencia la terrible agonía de un niño, cuyos gritos lo hicieron caer de rodillas. Meses después predicó otro sermón. Ya no se le vio tan seguro, afirmó que no había que intentar explicarse el espectáculo de la peste, sino aprender de ella. Con respecto a Dios había unas cosas que se podían explicar y otras que no. Si es justo que el libertino sea fulminado, el sufrimiento de un niño no se puede comprender. Había que empezar a avanzar entre las tinieblas y procurar hacer el bien. Camus concluye que “la religión del tiempo de peste no podía ser la religión de todos los días”. [1]

Las reacciones y las explicaciones de un creyente ante la pandemia hacen evidente su modelo de Dios. No se trata solo de una imagen de Dios, sino de un modelo en el sentido de un constructo complejo que integra imágenes, metáforas y conceptos sobre Dios. El modelo plantea una serie de preguntas acerca de Dios: ¿qué forma de amor sugiere este modelo de Dios?, ¿qué actividad, trabajo o doctrina está asociado al mismo?, ¿qué implicancias se derivan con respecto a la conducta de los seres humanos? Cuando un creyente dice que el Covid-19 es un castigo de Dios por los pecados del mundo, se puede reconstruir no solo la imagen que tiene de Dios, sino su modelo en un sentido más integral y complejo. [2] Por supuesto, también intervienen otros factores biográficos, psicológicos y culturales.

Es innegable que la Biblia usa el lenguaje del castigo divino, sea contra los adversarios de Israel (Ex 11,1-5) o contra el pueblo de Israel (2Cro 7,12-14); incluso en el Nuevo Testamento se reitera que Dios castiga o corrige (paideúō) a los que ama (Hb 12,5-7). La lectura crítica de la Biblia exige asumir que es palabra de Dios en palabras humanas, que los autores inspirados escribieron desde su tiempo, lenguaje y cultura. Esto explica que dentro de la Biblia se perciba una evolución en la comprensión de la revelación de Dios, como en el caso del castigo divino; por ejemplo, Job cuestiona que el sufrimiento sea siempre un castigo de Dios. Por lo demás, el lenguaje sobre Dios usa la analogía como una interacción entre la semejanza y la diferencia. Se dice que Dios es padre (semejanza), pero no un padre simplemente humano (diferencia), sino padre en grado superlativo. No se puede llevar la analogía al absurdo diciendo: como un padre castiga a su hijo porque lo ama, así Dios nos castiga porque nos ama. En cualquier caso, Dios es un padre que no castiga con el mal, sino que ama sin límites. [3]

Es cierto que en la tradición de la Iglesia se ha utilizado el lenguaje del castigo de Dios aplicado a los males en el mundo: en los padres de los primeros siglos, los papas y los santos, así como en las revelaciones privadas. Es el caso de la tercera profecía de Fátima. Al respeto, es relevante advertir el desarrollo tanto en la enseñanza de la Iglesia como en la religiosidad de los pueblos, en asuntos doctrinales y en temas morales. [4] Es evidente que el imaginario del castigo divino tuvo un rol pedagógico para vivir la fe en otras épocas, pero es insostenible en el presente siglo. Ya Tomás de Aquino decía: “En el Nuevo Testamento hay algunos carnales que no llegan aún a la perfección de la ley nueva, a los cuales fue preciso inducir a las obras de virtud con el temor de los castigos y con algunas promesas temporales”. [5] Vale aclarar que en la misma tradición tenemos contraejemplos sobre el castigo divino.

Es probable que parezca razonable aplicar la lógica del castigo a las acciones de Dios, como en el caso de una pandemia. Si Dios es justo sería lógico que premie con bienes y que castigue con males. Lo haría para advertirnos, corregirnos o curarnos. Como el padre sádico que azota a su hijo mientras le dice: “¡Esto me duele más a mí que a ti!”. Ante la pregunta de qué es el castigo divino en la lógica de Dios, el cardenal Ratzinger contestó: “Dios no nos hace el mal; ello iría contra la esencia de Dios, que no quiere el mal”. [6] Las causas de todos los males que aquejan al planeta radican en el sistema natural o en la acción humana. Cuando hablamos de pecado es clave saber que nos referimos a la connotación religiosa de los actos humanos, que tienen sus consecuencias en las personas y el ecosistema.

Es saludable que los cristianos nos neguemos a interpretar la pandemia en términos de pecado, culpa y castigo, sumando el horror religioso al pánico social de nuestros tiempos. El hecho de que algunos sigan entendiendo la enfermedad como castigo divino es señal de una religión inmadura. Es perverso manipular una tragedia para defender ciertas posiciones contra el aborto, la eutanasia, la violencia o la llamada ideología de género. Sostener que la pandemia es castigo de Dios es “ignorar el mensaje bíblico de la misericordia de Dios e invertir el mensaje gozoso del Evangelio convirtiéndolo en un mensaje de amenaza, instrumentalizar a Dios como garante de las propias representaciones morales y decir más sobre sí mismo y la propia imagen de los valores y de Dios que sobre el Dios del anuncio cristiano”. [7] Más todavía, en algunos casos se ha transitado de lo ideológico a lo psicótico.

En realidad, el tema del castigo divino lleva a otro en el que no vamos a entrar ahora: ¿Por qué Dios permite el mal en el mundo? (se busca el imposible de un mundo finito sin mal). No tenemos una respuesta apodíctica para esto, sino solo un simple balbuceo desde la fe. Lo que sí sabemos es que en medio de las tragedias humanas nunca se dejó de oír el Shemá Israel o el Padre nuestro, como una expresión sublime de la confianza absoluta en el Dios de la vida. El grito de Jesús en la cruz es el grito de la humanidad a Dios, al mismo tiempo que el signo de la solidaridad de Dios que compartió nuestra condición: el Verbo que se hizo carne (Juan), el Siervo doliente (Isaías) y el Mesías crucificado (Pablo). Es el mismo Jesús que, en la mañana del primer día de la semana, se levanta del reino de la muerte.

Continuará…


[1] Albert Camus, La Peste (Barcelona: Penguin Random House, 2020), edición para Kindle.
[2] Cf. Sallie McFague, Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear (Santander: Sal Terrae, 1994), 14.
[3] El profeta Isaías dice que Dios ama como una madre: ¿acaso una madre olvida al hijo de sus entrañas? Pues, aunque una madre olvidara a su hijo, Dios no se olvidaría de ti (Is 49,15).
[4] Entre los más clásicos bastaría con citar las opiniones autorizadas de Gregorio Nacianceno, Jerónimo, Agustín, Vicente de Lerins y Tomás de Aquino, sin mencionar las de los teólogos modernos.
[5] Tomás de Aquino, Suma teológica I-II, q. 107, a. 1, ad. 2.
[7] Frank Sanders, “El sida: ¿castigo de Dios? Sobre la sobrecarga metafísica de un fenómeno biológico”, en Concilium 321 (2007), 386.