viernes, 23 de julio de 2021

La Iglesia en la independencia del Perú

 

La Iglesia en la independencia del Perú


Raúl Pariamachi ss.cc.


Ofrezco una síntesis sobre el lugar de la Iglesia en el proceso de la independencia del Perú, sugiriendo aprendizajes para la Iglesia peruana doscientos años después. Por supuesto, cuando hablamos de la Iglesia nos referimos al conjunto del pueblo de Dios, considerando no solo a los clérigos, sino también a las laicas y los laicos. Por lo tanto, tendríamos que no solo dilucidar si los obispos actuaron a favor o en contra de la emancipación, sino mostrar además cómo el conjunto de la Iglesia tuvo participación en el proceso. Al respecto, quisiera advertir que inevitablemente hablaré un poco más de obispos, sacerdotes y religiosos (no religiosas), debido a las limitaciones de mi acceso a más fuentes. No obstante, en la medida de lo posible, espero ensanchar un poco el horizonte de la participación de la Iglesia.


1. La Iglesia en las vísperas


La Iglesia aparecía como una institución sólida, con suficientes recursos; sin embargo, viendo de cerca se advertían sus fisuras. Seguiré la exposición del historiador Jeffrey Klaiber acerca de la Iglesia colonial a partir del contexto de la época[1].

 

En cuanto a la sociedad colonial se aprecia una caracterización doble. Por una parte, esta sociedad reflejaba muchas de las características de la Europa medieval: la estructuración de las personas en corporaciones subordinadas bajo el monarca, el predominio de una visión paternalista que regía las relaciones entre las clases sociales y la omnipresencia de la Iglesia en todas las esferas de la vida. Por otra parte, existía una tradición distinta que marcaba con un sello original a América Latina: una sociedad corporativa, centralista y paternalista, donde sus miembros estaban organizados en “cuerpos” protegidos por el Estado, que gozaban de privilegios concedidos por el rey. Como bien dijo Lyle McAlister, “había indios, castas, nobles, soldados, sacerdotes, mercaderes y juristas, pero no había ciudadanos”[2].


Respecto a la Iglesia colonial debemos destacar que se caracterizó por la ausencia de una amenaza interior o exterior. En vísperas de la independencia, casi toda la población era católica. No había un rechazo extremo al catolicismo en sí, sino un liberalismo incipiente que identificará el nacionalismo con el rechazo a la injerencia del papa en los asuntos internos de las nuevas repúblicas. No existía tampoco una conciencia que percibiera la lealtad a la Iglesia como un elemento relevante de la fe. La consecuencia fue la falta de una conciencia eclesial, que en los tiempos críticos lleva a profundizar en la identidad propia.


El legado colonial se hizo evidente en estos cinco puntos: 1) Una Iglesia con una vida institucional débil, debido a la fuerte dependencia del poder político, las rivalidades internas y las distancias geográficas. 2) Una Iglesia fraccionada, que reproducía las mismas divisiones que caracterizaban a la sociedad. 3) Una relación patrón-cliente, en la que el cura doctrinero asumía el rol de patrón frente a sus feligreses indígenas. 4) El divorcio entre Iglesia y religión, porque, más allá de la liturgia, la fe se expresaba en las asociaciones piadosas y las devociones populares. 5) El divorcio entre ética y religión, porque la imposición rígida de normas públicas generaba el típico “criollismo” en la vida práctica. Klaiber adelanta que “la Iglesia de la época republicana estuvo profundamente marcada por la experiencia colonial”[3].


En todo caso, no cabe duda de que la Iglesia ejercía una influencia significativa en la población, como elemento de cohesión, deliberación o legitimación en el entramado social; hecho que terminará jugando a favor o en contra de las luchas[4].


2. La justicia que Dios defiende


El factor de la religión y el papel de la Iglesia constituyen un ingrediente indispensable para la interpretación del hecho de la independencia del Perú. En definitiva, quienes estaban a favor o en contra de la emancipación se declaraban masivamente católicos, al punto que un reputado historiador católico ha propuesto la tesis de que “la guerra de la independencia americana fue, ante todo, una guerra civil entre católicos”[5].


Para comprender mejor el rol de la Iglesia debemos saber que reflejaba en su interior las profundas diferencias entre los grupos sociales, según la tradicional división jerárquica de españoles, criollos, mestizos, indios y negros. En este sentido, la Iglesia “fue elitista y popular al mismo tiempo”[6], abarcaba tanto las élites sociales como las clases populares. En efecto, el episcopado y el clero estaban conformados por españoles y criollos. Los mestizos podían ser admitidos, pero encontraban dificultades para progresar en la carrera eclesiástica. Los indios estuvieron excluidos hasta la mitad del siglo XVIII, salvo ciertos casos. Por su parte, el laicado reproducía la estratificación social, de tal manera que se generó una religiosidad popular con sus propias jerarquías y sus propios símbolos en diversas regiones.


En seguida presento una visión panorámica de la actuación de la Iglesia en el proceso de la independencia del Perú. Hablo aquí de proceso en sentido amplio. De manera preliminar me remito al caso relevante de Túpac Amaru y Micaela Bastidas. Después distingo dos fases en el proceso: la primera se refiere a las rebeliones de 1811 a 1815, la segunda corresponde a las campañas libertadoras de San Martín y Bolívar (1820-1824).


a) Los idólatras del oro y la plata


Sabemos que la Iglesia tuvo un papel decisivo en el destino de la revolución de 1780. El obispo Moscoso y Peralta excomulgó a Túpac Amaru y Micaela Bastidas, logrando que sean vistos como quemadores de iglesias; aportó a la financiación de la represión de la revolución; exigió al clero que no abandonara las áreas controladas por los rebeldes; pidió que se hicieran campañas contra la sublevación; obligó a sacerdotes, religiosos y seminaristas a enrolarse en las filas de defensa del Cusco. Por su parte, Túpac Amaru y Micaela Bastidas eran sumamente religiosos, querían evitar el conflicto con la Iglesia. Un puñado de clérigos respaldó su causa. En una carta al visitador Areche, Túpac Amaru señaló una clara identificación del cristianismo con la justicia social: “Los corregidores, siendo bautizados, desdicen del cristianismo con sus obras… son enemigos de Dios y de los hombres, idólatras del oro y la plata”[7]. Túpac Amaru y Micaela Bastidas “buscaban un levantamiento que dejara a la Iglesia intacta, lo que probó ser un objetivo difícil, si no imposible, en los Andes virreinales”[8].


b)  Tender un puente entre la fe y el mundo


La Iglesia contribuyó significativamente a la formación del programa ideológico de la independencia, sacando las consecuencias de las teorías sobre el derecho de los pueblos y difundiendo las voces de polemistas como fray Bartolomé de Las Casas (+ 1566). El desarrollo de la ilustración del siglo XVIII tenía una índole predominantemente reformista; sin embargo, abrió las puertas al movimiento de la emancipación del Perú.


Al respecto, cabe recordar el protagonismo de tres católicos. El obispo José Pérez y Armendáriz (1728-1819), quien promovió las ideas ilustradas siendo rector de la Universidad San Antonio Abad del Cusco. Bajo su tutela se formaron casi todos los líderes de la revolución del año 1814. De hecho, fue el único obispo peruano que respaldó un movimiento separatista. El sacerdote Toribio Rodríguez de Mendoza (1750-1825), quien fue rector del Real Convictorio de San Carlos de Lima por muchos años. En las aulas carolinas se educó toda una generación de jóvenes que lucharían por la independencia del Perú, como José Faustino Sánchez Carrión. Más de un tercio de los representantes del primer Congreso fueron graduados en San Carlos. El jesuita Juan Pablo Viscardo y Guzmán (1748-1798), quien abogó abiertamente por la total separación del Perú de España. Tras ser exiliado dejó de ser jesuita y vivió en Europa el resto de su vida. Trató de conseguir el apoyo del gobierno inglés a la revolución de Túpac Amaru y más tarde escribió su conocida Carta a los españoles americanos (1792).


Un caso paradigmático fue el sacerdote Toribio Rodríguez de Mendoza, que recorrió un itinerario vital desde su fidelidad al monarca hasta su juramento de la independencia. Fue un hombre de frontera entre las tensiones del Perú de aquella época. Como teólogo ilustrado “quiso tender un puente entre la fe y el mundo”[9], valiéndose también de la ideología liberal en la medida que prometía construir una sociedad tolerante y humana.


c) Combatir por los hermanos americanos


En los movimientos del temprano siglo XIX se reconoce la presencia de sacerdotes y religiosos, quienes estuvieron directamente involucrados en los eventos, sea a la cabeza de los ejércitos criollos o arengando a las tropas rebeldes en quechua: “Al clero criollo o mestizo no debió pasarle desapercibido el hecho de que en 1809-1814 las circunstancias eran bastante más favorables que en 1780 para llevar adelante una revolución política”[10].


La presencia de sacerdotes y religiosos en la conspiración de Aguilar y Ubalde en el Cusco (1805) revela que existía un sentimiento revolucionario en el interior de la Iglesia antes del año 1808. La facilidad con que los criollos hicieron alianza con los indios, en la rebelión de Huánuco (1812), se explica en gran parte por la intervención de sacerdotes y religiosos en la sublevación; se evidenció además la profunda escisión entre criollos y españoles en la Iglesia. Sacerdotes y religiosos mantuvieron un compromiso activo en la revolución del Cusco (1814), desde el amplio apoyo moral del obispo Pérez y Armendáriz hasta el acompañamiento de los clérigos a las diferentes expediciones militares, como capellanes, propagandistas o soldados; además del soporte de los mercedarios y los franciscanos en la ciudad.


La polarización se sintió dentro del clero. Por ejemplo, en el contexto de la revolución de 1814, que se extendió desde el Cusco hasta Arequipa, se percibe la contraposición entre la proclama del cura Ildefonso de las Muñecas (que lideró a caballo la campaña del Alto Perú) y el edicto pastoral del obispo Luis Gonzaga de la Encina (que se opuso a la rebelión en el sur). Como ilustración se transcriben dos párrafos de ambos textos[11].


“Compatriotas, reunidos todos no escuchéis a vuestros antiguos tiranos, ni tampoco a los desnaturalizados que, acostumbrados a morder el freno de la esclavitud, os quieren persuadir que sigáis su ejemplo; despedazadlos y haced que no quede memoria de tales monstruos. Así os habla un Cura eclesiástico que tiene el honor de combatir en cuanto puede en beneficio de sus hermanos americanos” (Ildefonso de las Muñecas, 1814).

 

“Abrid pues los ojos amados hijos (…) y considerad cuántas desgracias vendrían sobre nosotros si prevaleciese el sistema de la rebelión (…). Temed todas las desgracias temporales que os amenazan con evidencia si prevalece el partido de la insurrección contra el Rey, y si alucinados os dejáis llevar de sus seductoras máximas, y no las contrarrestáis defendiendo los derechos de vuestro Soberano, temed también los castigos eternos con que el Señor castigará a los que desprecien a su lugarteniente sobre la tierra” (Luis Gonzaga de la Encina, 1815).


Cabe mencionar que la motivación del clero tenía un carácter ambiguo, en el sentido de que predominaba la causa de los criollos (explicable por sus conflictos con los españoles), sin suficiente lugar para las justas reivindicaciones de los indígenas.


d) La religión y la patria


Una visión panorámica de los obispos, en la encrucijada de la independencia del Perú, permite reconocer que generalmente asumieron la actitud de otros funcionarios españoles: respaldaron al virrey o transaron con San Martín para que la obra de la Iglesia no se detuviera. Cuando los sucesos se volvieron críticos salieron del país. Después de la batalla de Ayacucho el Perú quedó con solo dos obispos[12]. Al mismo tiempo, influyó el Breve Etsi longissimo (1816) del papa Pío VII, donde se exhortaba a los obispos y a los clérigos a no descuidar los esfuerzos para erradicar por completo las sediciones en la América católica.


Por otra parte, el clero respaldó la independencia tanto en la costa como en la sierra. En la costa, varios sacerdotes publicaron proclamas exhortando a sus feligreses a apoyar la causa. Un cura de Cañete declaró que “la Religión y la Patria son el punto de vista a que debe contraerse el Cristianismo”[13]. En la sierra, algunos sacerdotes participaron en las montoneras como capellanes o como guerrilleros. La orientación política del cura local fue un factor clave para ganar cualquier región de la sierra. El compromiso del clero tuvo su peso en la balanza, aunque no contamos con estadísticas exactas[14]. En cualquier caso, “el comportamiento de la Iglesia –alto y bajo clero, seculares y regulares– ante dicho proceso presentó características muy similares a las que se desarrollaron en la sociedad civil”[15].


Las motivaciones de los católicos en las luchas por la independencia del Perú fueron diversas; recuérdese que tanto en el clero como en el laicado se entrecruzaban los intereses de las élites sociales, el sector popular y el mundo indígena. Al mismo tiempo, queda mucho por investigar no solo sobre el lugar de la liturgia, la catequesis y la misión en la propagación del sentido patriótico, sino también de las asociaciones piadosas y las devociones populares. Otra asignatura pendiente es el papel de laicas, monjas y beatas[16]; por ejemplo, se sabe que de las 193 mujeres que recibieron la Orden del Sol, 33 fueron monjas de los monasterios de Lima.


e) Hacia la república del Perú


El acta de la declaración de la independencia del 15 de julio de 1821 en Lima, contó con la firma del arzobispo Bartolomé de las Heras. Más de tres mil personas firmaron el acta, un tercio eran sacerdotes o religiosos. Se conocía la adhesión de clérigos de la arquidiócesis de Lima a la causa patriótica, como proselitistas, capellanes o asistentes. Sin embargo, el mismo año se instaló la Junta de Purificación, con el propósito de investigar la conducta política del clero. El propio De las Heras tuvo que dejar Lima. De hecho, durante casi veinte años algunas diócesis del actual territorio peruano estuvieron vacantes. La Iglesia se sintió afectada con la guerra, no solo por el abandono de sus miembros por diferentes motivos, sino también por las erogaciones, expropiaciones o supresiones que sufrió[17].


San Martín se preocupó por la legitimación religiosa de la independencia del Perú: el 29 de julio se realizó la sanción religiosa de la proclamación de la víspera, con la misa solemne y el sermón patriótico. La liturgia católica continuó como fuente de legitimación de los actos de gobierno, tendiéndose un puente entre el palacio y la catedral. La referencia a Dios estuvo presente en la juramentación de la independencia, de los congresistas y de la constitución[18]. San Martín creó la Orden del Sol con santa Rosa de Lima como su patrona. Cinco años antes, el Congreso de Tucumán había elegido a la santa como patrona de la independencia. En las instrucciones que se entregaron al general San Martín para el ejército libertador, se decía que la campaña libertadora estaba bajo el patronato de santa Rosa de Lima[19]. Un poco después, en 1823 el presidente declaró a la Virgen de las Mercedes patrona de las armas de la República (San Martín había consagrado a la Virgen del Carmen patrona del ejército de los Andes). En 1828 el Congreso adoptaría a san José como patrono de la República.


La Iglesia desempeñó un rol relevante también en los orígenes de la construcción del Estado. Viene al caso recordar que en el debate sobre la forma de gobierno que más convenía hubo clérigos en ambos lados, como el monarquista José Ignacio Moreno y el republicanista Mariano José de Arce. El primer Congreso estuvo presidido por el sacerdote Francisco Javier de Luna Pizarro (después sería arzobispo de Lima). De los 91 congresistas, 24 fueron clérigos. La asamblea elaboró la primera Constitución, que adoptó un modelo republicano para el país. Cabe señalar que el clero diocesano tenía buena formación y gran prestigio, a diferencia del clero religioso que se hallaba en una situación crítica ya antes de la independencia; además, para muchos las órdenes simbolizaban todos los males del coloniaje[20].


La Iglesia republicana atravesará por una honda crisis institucional, que se expresará sobre todo en dos síntomas: una escasez de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, y cierto estancamiento intelectual y pastoral; que se puede resumir así:


“Una Iglesia que en el momento de la Independencia tenía sacerdotes nativos en relativa abundancia, se convirtió un siglo después en una Iglesia de misiones. Y en el mismo plazo de tiempo, la Iglesia, que se caracterizaba por sus aportes creativos a la cultura y al pensamiento, se transformó en una institución identificada con posiciones cada vez más conservadoras frente al cambio social y político”[21].


La historia de la Iglesia peruana en la época republicana será periodizada por Klaiber en seis etapas[22]: 1) Crisis y restauración (1821-1855); 2) La Iglesia militante (1855-1930); 3) El laicado militante (1930-1955); 4) La Iglesia moderna (1955-1968); 5) La Iglesia social-política (1968-1975); y 6) La Iglesia social-pastoral (1975…). En todo caso, considérese que se trata de una visión que prioriza las relaciones entre la Iglesia y la sociedad[23].


3. Doscientos años después


Finalmente, quisiera sugerir algunos aprendizajes históricos del lugar de la Iglesia en el proceso de la independencia del Perú; en este caso, me limitaré a presentar cinco puntos, con la expectativa de ampliarlos posteriormente a partir del diálogo.


Una primera cuestión es hasta qué punto el “legado colonial” (Klaiber) está presente en la Iglesia peruana del siglo XXI. El movimiento de la liberación, nacido en los años sesenta, generó una dinámica de descolonización en la Iglesia; sin embargo, tiempo después asistimos a un retroceso avalado por políticas dirigidas desde Roma. Somos testigos de cómo algunos obispos asumieron su trabajo con una mentalidad colonial en el mundo andino. Es cierto que soplan nuevos vientos, pero me temo que no seamos suficientemente conscientes de nuevos colonialismos, con referencia al estatus, la raza, la etnia, el sexo o el género. Y nos olvidemos así que “las declaraciones de independencia de países y pueblos otrora colonizados no han eliminado el virus que permite la supervivencia de mentalidades previamente estructuradas, en el peligro de recolonizaciones políticas, culturales y religiosas”[24].


Desde Bartolomé de Las Casas nunca estuvo ausente el sentido de justicia propio del cristianismo. Incluso cuando la Iglesia estuvo más asimilada al poder virreinal, hubo quienes se sintieron inspirados por el Evangelio para luchar por la fraternidad, la libertad y la igualdad, denunciando a “los idólatras del oro y la plata”. La Iglesia actual en el Perú está marcada por el giro neoconservador de hace treinta años, que devino en clericalismo, sacramentalismo y moralismo, descuidando la dimensión social de la evangelización. Durante la pandemia se ha activado en buena medida la diaconía social de la Iglesia, a través de la asistencia urgente con alimentos, medicina y oxígeno. No obstante, corremos el riesgo de un nuevo asistencialismo, si no incorporamos también las dimensiones biopolíticas, socioeconómicas y ambientales de la crisis que vivimos, desde la amplia perspectiva de la fe cristiana.


Fue notable la contribución de la Iglesia a la formación del programa ideológico de la independencia. El clero diocesano tuvo un rol clave. En la Iglesia peruana se hace evidente la crisis del clero, no solo porque tenemos cada vez menos pastores, sino porque su formación suele ser básica. En muchos casos, quienes han accedido a una educación de mejor nivel han estudiado una teología predominantemente monodisciplinar, intraeclesial e intradogmática, sin “tender un puente entre la fe y el mundo”, que sigue anclada a la actitud preconciliar de Iglesia vs. Mundo. La teología en el Perú ha entrado en un estado decadente, salvo honrosas excepciones; está limitada a alimentar la piedad de los fieles, con poco que comunicar a los ciudadanos del país. Se hace urgente un esfuerzo institucional de promoción de la enseñanza y la investigación en la teología, en diálogo con la cultura y la ciencia.


Muchos miembros de la Iglesia participaron activamente en la emancipación del Perú: clérigos y laicos intervinieron en política explícitamente a partir de sus convicciones de fe; es decir, pusieron sus creencias religiosas en correlación con sus acciones políticas. No pretendo traer mecánicamente realidades del pasado al presente. El giro neoconservador de la Iglesia en el Perú coincidió con el debilitamiento de la participación política y la organización social en el país, con consecuencias en el proceso electoral actual. Vemos que buena parte del clero y del laicado no se entusiasma con el programa trazado por Evangelii gaudium, Laudato si’ y Fratelli tutti. Me atrevería a decir que a muchos pastores les es simplemente indiferente. En el Perú bicentenario tenemos que responder al desafío de rehabilitar la mejor política puesta al servicio del bien común, desde la visión integral del amor político.


Hace doscientos años el Perú empezó a transitar de un sistema colonial a un sistema republicano, donde sus habitantes no fueran súbditos regidos por leyes discriminatorias, sino ciudadanos con igualdad ante la ley. Algunos dicen que somos una República inconclusa. Mi pregunta es si también nosotros como Iglesia estamos acompañando al país en este camino. En algunos momentos tengo la impresión de que somos todavía una Iglesia monárquica en un país democrático (al menos aspira a serlo). En este sentido, nuestra Iglesia está llamada a una conversión sinodal. La sinodalidad es la forma de vida de la Iglesia en “el caminar juntos”, que se realiza en la corresponsabilidad, la participación y la deliberación de todos. Solo así la Iglesia se hará creíble, como diaconía en la promoción de una vida social, económica y política de los pueblos bajo el signo de la justicia, la solidaridad y la paz[25].


Me emociona saber que nuestros antepasados –en la religión y la patria– soñaron con una nación fraterna, libre y justa. Y me pregunto si estaremos a la altura, si podremos heredar a las futuras generaciones una Iglesia servidora de su pueblo.


[1] Cf. Jeffrey Klaiber, La Iglesia en el Perú. Su historia social desde la Independencia (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 1988), 15-34.

[2] Citado por Klaiber, La Iglesia en el Perú, 19.

[3] Klaiber, La Iglesia en el Perú, 35.

[4] Recuérdese que la Iglesia no solo ejercía un poder religioso, cultural y político, sino que también tenía una alta cuota de poder económico, al punto que –en diferentes ocasiones– el Estado tuvo que recurrir a los bienes eclesiásticos para alimentar el presupuesto nacional.

[5] Josep-Ignasi Saranyana, “Política y religión en la insurgencia americana. Conclusiones generales”, en Josep-Ignasi Saranyana y Juan Bosco Amores Carredano (eds.), Política y religión en la independencia de la América hispana (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos - Universidad de Navarra, 2011), 232.

[6] Jeffrey Klaiber, Independencia, Iglesia y clases populares (Lima: Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico, 1980), 17.

[7] Citado por Jeffrey Klaiber, “Religión y justicia en Túpac Amaru”, en Allpanchis 19 (1982), 179. Se sabe que, en una misiva, el visitador Areche se quejaba de que en la rebelión de Túpac Amaru las proclamas “estaban plagadas de citas bíblicas”.

[8] Charles Walker, La rebelión de Tupac Amaru, 1ª reimp. (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2015), 97.

[9] Noé Zevallos Ortega, Toribio Rodríguez de Mendoza o las etapas de un difícil itinerario espiritual (Lima: Editorial Bruño, s/f), 27.

[10] Scarlett O’Phelan Godoy, “El mito de la «independencia concedida»: los programas políticos del siglo XVIII y del temprano siglo XIX en el Perú y el Alto Perú, 1730-1814”, en Carlos Contreras y Luis Miguel Glave (eds.), La independencia del Perú. ¿Concedida, conseguida, concebida?, 1ª reimp. (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2017), 227.

[11] Citados por Luis Gómez Acuña, “Iglesia y Emancipación en el Perú: claves interpretativas (1808-1825)”, en Fernando Armas Asín (comp.), La construcción de la Iglesia en los Andes (siglos XVI-XX) (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 1999), 333-334.

[12] Cf. Gómez Acuña, “Iglesia y Emancipación en el Perú”, 349-361.

[13] Citado por Klaiber, Independencia, Iglesia y clases populares, 51.

[14] De 1805 a 1824, según la tesis de Sparks, 390 sacerdotes (diocesanos y religiosos) participaron en los movimientos separatistas: 77 como conspiradores, 48 como propagandistas, 143 como colaboradores y 122 como insurgentes (cf. Klaiber, Independencia, Iglesia y clases populares, 56).

[15] Pilar García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo 1821-1919 (Cusco: Centro de Estudios Regionales Andinos “Bartolomé de Las Casas”, s/f), 59.

[16] Cf. García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo, 20. Se registra que hacia 1812 se contaban 2,018 clérigos, 2,217 religiosos, 1,144 monjas y 217 beatas.

[17] Cf. Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú. Tomo V (1800-1900) (Burgos: 1962), 79-103.

[18] Cf. Pablo Ortemberg, Rituales del poder en Lima (1735-1828). De la monarquía a la república, 2ª ed. (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2016), 229-280.

[19] Cf. Ramón Mujica Pinilla, Rosa limensis. Mística, política e iconografía en torno a la patrona de América (Lima: Instituto Francés de Estudios Andinos - Fondo de Cultura Económica - Banco Central de Reserva del Perú, 2001), 351.

[20] Cf. Klaiber, La Iglesia en el Perú, 62-63.

[21] Klaiber, La Iglesia en el Perú, 62. Por ejemplo, Francisco Javier de Luna Pizarro renunció al liberalismo y terminó como un arzobispo conservador de Lima, en tanto que Francisco de Paula González Vigil se reafirmó en su liberalismo y acabó excomulgado por el papa Pío IX.

[22] Cf. Klaiber, La Iglesia en el Perú, 35-55.

[23] Cf. García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo, 13-17. La autora ofrece una periodización parcial desde el punto de vista del proceso de secularización en el Perú: 1) Hacia la formación de una Iglesia nacional (1821-1844); 2) Intentos de vertebración del Perú como Estado moderno y resistencia eclesial (1845-1879); y 3) El espíritu del siglo y la construcción del Perú “civilizado”, motor paradójico de la reconquista de espacios de poder por la Iglesia (1880-1919).

[24] Paulo Suess, “Prolegómenos sobre descolonización y colonialidad de la teología en la Iglesia desde una perspectiva latinoamericana”, en Concilium 350 (2013), 254.

[25] Cf. Comisión Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia (2018), 119. Esta relación entre sinodalidad eclesial y diaconía social exige una profundización teológica.