Creyentes en
tiempos de pandemia
(Cuarta y última
parte)
Raúl Pariamachi
ss.cc.
Finalmente, el tercer punto se
refiere al desafío mundial de la epidemia del Covid-19; por lo tanto, a la
misión de la Iglesia ecuménica de promover una conciencia planetaria sobre la
urgencia de la solidaridad como respuesta a la crisis.
3.3. La solidaridad global
Algunos se han preguntado por qué
sobrevivió el cristianismo en el mundo antiguo. Entre varios factores, viene al
caso destacar el habitus de los cristianos, comprendido como un
comportamiento visible que permitía afrontar con esperanza los problemas en el
mundo. El cristianismo se configuró como una religión en respuesta a las
crisis, al punto de orientarse al bienestar de la ciudad. Esta virtud se
encarnaba en una forma de vida caracterizada por la paciencia. En el siglo II
Tertuliano escribió que la diaconía social de las comunidades cristianas a
favor de los pobres, los huérfanos y las viudas, hacía que los paganos
exclamaran: “¡Miren cómo se aman unos a otros!” (Apología 39, 7). Esta
admiración crecía al ver que la solidaridad se extendía a los de fuera de la
Iglesia. [1]
Por lo tanto, cabe que en el siglo XXI nos preguntemos por el habitus de
los cristianos durante y después de la pandemia.
La pandemia está cuestionando en
buena medida las “virtudes” del orden capitalista, como la producción sin
límites, el consumo sin límites y la ganancia sin límites, que sabemos van de
la mano con la indiferencia ante los clamores de los pobres y de la Tierra. El
Covid-19 ha puesto en evidencia que el modelo de desarrollo social en el que vivimos
se está agotando, al punto que se habla de la agudización de la triple crisis
del capitalismo: sanitaria, económica y climática; al respecto, el presidente
de Francia reconoció que la pandemia ha revelado que la salud pública no es una
carga onerosa sino un bien precioso que debe quedar fuera de las leyes del
mercado. En este sentido, es curioso que quienes minimizaron el Estado en
nombre del libre mercado, ahora exijan que el Estado salve hasta a las empresas
privadas. Es urgente recuperar las virtudes públicas, como la responsabilidad,
el cuidado, la humildad, la paciencia y la solidaridad. Entendemos que el
aislamiento o el distanciamiento son urgentes por ahora, pero no son suficientes
para construir una sociedad distinta.
Paolo Costa ha dicho que la
ciencia puede ayudarnos a superar la crisis de la pandemia solo en un cincuenta
por ciento: “La otra mitad depende de nuestra capacidad para atesorar esa
sabiduría (secular o religiosa, no importa) que nos ha enseñado durante
milenios que los seres humanos tienen dentro de ellos, y gracias a su capacidad
para tejer relaciones, recursos suficientes para desarrollar lo mejor de sí
mismos”. [2]
En lo que nos toca, la tradición cristiana ha cultivado una sabiduría religiosa
expresada en el potencial humanizador de la Iglesia, que se debería actualizar
en la conciencia de que somos seres de relación, que estamos llamados a cuidar
unos de otros. No es casual que Jürgen Habermas diga que, en la crisis del
Covid-19, no es una cuestión trivial la idea religiosa de que todos formamos
una comunidad universal y fraternal, donde cada uno de sus miembros merece un
trato justo. [3]
Se dice que la visión del mundo
que creó la crisis no puede ser la misma que nos saque de la crisis; así como
no podemos seguir con el estilo de vida de la producción, el consumo y la
ganancia sin límites, tampoco podemos continuar con el aislamiento de los
países, sino que tenemos que caminar hacia una solidaridad mundial y una
gobernanza mundial, que permitan enfrentar una crisis global con una respuesta
global. La solidaridad cívica de los ciudadanos ante esta pandemia, debería
tener su correlato en una solidaridad global a diferentes niveles. En esta
línea, Yuval Noah Harari ha sugerido al menos cinco acciones: compartir información
confiable entre las naciones; coordinar la producción mundial y la distribución
equitativa de equipo médico esencial; enviar médicos, enfermeras y expertos a los
sectores más afectados; constituir una red de seguridad económica mundial para
salvar a los países más afectados; y formular un acuerdo mundial sobre la
preselección de viajeros, que permita que un pequeño número de personas
esenciales sigan cruzando las fronteras. [4]
Por otra parte, asumo que ha
llegado el momento de que la Iglesia católica potencie su carácter universal y
su vocación ecuménica. Las iglesias locales constituyen una red global que
permite que circule la información y se generen iniciativas para enfrentar la
crisis de esta pandemia, que tiene repercusiones sanitarias, económicas y sociales.
Al mismo tiempo, en la Iglesia existen órdenes, congregaciones o asociaciones
con alcance mundial, que permiten la canalización de los aportes hacia las
personas más afectadas por el Covid-19 en el planeta. La Iglesia está llamada
más que nunca a interactuar con todas las personas de buena voluntad, en un
ecumenismo amplio. El papa Francisco se ha puesto a la cabeza de los católicos
con la creación de la comisión anticrisis, como expresión de “la preocupación y
el amor de la Iglesia por el conjunto de la familia humana ante la pandemia del
Covid-19”. [5]
En el siglo III una epidemia
azotó a Cartago, en el norte de África. La Iglesia local venía sufriendo por
hostilidades externas y conflictos internos. La comunidad cristiana respondió a
la crisis no realizando actos de culto para aplacar a los dioses, sino actuando
para socorrer a la gente que sufría. El obispo Cipriano se dirigió a la
asamblea haciendo memoria del sermón de Jesús en la montaña (cf. Mt 5,43-48).
No intentó explicar la peste, sino recordó a su gente la bendición de la
misericordia: como creyentes tenían el habitus de la ayuda mutua, así
que no arrojarían a las calles a sus hermanas y hermanos en la fe. Pero Cipriano
sorprendió a sus oyentes, al decirles que tenían que practicar la misericordia
también con sus perseguidores: una invitación a ampliar los horizontes para amar
a los vecinos paganos. Esta historia muestra que el cristianismo de entonces no
se asimiló a la religión “pública” (funcional al sistema), ni a la religión
“privada” (asistencia entre iguales), sino se situó como una religión en
respuesta a las crisis. ¿Seremos ahora una Iglesia en respuesta a la crisis?
Cierro este artículo después de
tres semanas: los contagiados en el mundo han subido de 1’225,360 a 2’780,094 y
los fallecidos de 66,542 a 194,456; los contagiados en el Perú han subido de
1,746 a 20,914 y los fallecidos de 73 a 572 (24 de abril). Sentimos cada vez
más cerca el dolor y la esperanza de los que han visto partir a sus seres
queridos, de los que esperan la recuperación de su salud, de los que salen a
trabajar en condiciones riesgosas, de los que han perdido su trabajo y de los
que se desplazan hacia su tierra. Como dijo el papa Francisco, “el Señor nos
interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar
esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas
horas donde todo parece naufragar” (27 de marzo). “¡Ánimo, no tengan miedo!” (Mc
6,50).
[1] Cf. Alan Kreider, La paciencia. El
sorprendente fermento del cristianismo en el Imperio romano (Salamanca:
Sígueme, 2017), 86-94.
[2] Paolo Costa, “Somos frágiles, pero no
indefensos: el cambio es posible”, en Víctor Codina y
otros, Covid19 (MA-Editores, 2020), 76.
[3] Cf. Jürgen Habermas, “Nunca habíamos
sabido tanto acerca de nuestra ignorancia”, en Antonio Spadaro y otros, Covid-19² (MA-Editores,
2020), 119s.
[4] Cf. Yuval Noah Harari, “La mejor
defensa contra los patógenos es la información”, en Pablo D’Ors y otros, Covid-19³ (MA-Editores,
2020), 82s.