viernes, 24 de abril de 2020

Creyentes en tiempos de pandemia (4)


Creyentes en tiempos de pandemia
(Cuarta y última parte)

Raúl Pariamachi ss.cc.



Finalmente, el tercer punto se refiere al desafío mundial de la epidemia del Covid-19; por lo tanto, a la misión de la Iglesia ecuménica de promover una conciencia planetaria sobre la urgencia de la solidaridad como respuesta a la crisis.


3.3. La solidaridad global

Algunos se han preguntado por qué sobrevivió el cristianismo en el mundo antiguo. Entre varios factores, viene al caso destacar el habitus de los cristianos, comprendido como un comportamiento visible que permitía afrontar con esperanza los problemas en el mundo. El cristianismo se configuró como una religión en respuesta a las crisis, al punto de orientarse al bienestar de la ciudad. Esta virtud se encarnaba en una forma de vida caracterizada por la paciencia. En el siglo II Tertuliano escribió que la diaconía social de las comunidades cristianas a favor de los pobres, los huérfanos y las viudas, hacía que los paganos exclamaran: “¡Miren cómo se aman unos a otros!” (Apología 39, 7). Esta admiración crecía al ver que la solidaridad se extendía a los de fuera de la Iglesia. [1] Por lo tanto, cabe que en el siglo XXI nos preguntemos por el habitus de los cristianos durante y después de la pandemia.

La pandemia está cuestionando en buena medida las “virtudes” del orden capitalista, como la producción sin límites, el consumo sin límites y la ganancia sin límites, que sabemos van de la mano con la indiferencia ante los clamores de los pobres y de la Tierra. El Covid-19 ha puesto en evidencia que el modelo de desarrollo social en el que vivimos se está agotando, al punto que se habla de la agudización de la triple crisis del capitalismo: sanitaria, económica y climática; al respecto, el presidente de Francia reconoció que la pandemia ha revelado que la salud pública no es una carga onerosa sino un bien precioso que debe quedar fuera de las leyes del mercado. En este sentido, es curioso que quienes minimizaron el Estado en nombre del libre mercado, ahora exijan que el Estado salve hasta a las empresas privadas. Es urgente recuperar las virtudes públicas, como la responsabilidad, el cuidado, la humildad, la paciencia y la solidaridad. Entendemos que el aislamiento o el distanciamiento son urgentes por ahora, pero no son suficientes para construir una sociedad distinta.

Paolo Costa ha dicho que la ciencia puede ayudarnos a superar la crisis de la pandemia solo en un cincuenta por ciento: “La otra mitad depende de nuestra capacidad para atesorar esa sabiduría (secular o religiosa, no importa) que nos ha enseñado durante milenios que los seres humanos tienen dentro de ellos, y gracias a su capacidad para tejer relaciones, recursos suficientes para desarrollar lo mejor de sí mismos”. [2] En lo que nos toca, la tradición cristiana ha cultivado una sabiduría religiosa expresada en el potencial humanizador de la Iglesia, que se debería actualizar en la conciencia de que somos seres de relación, que estamos llamados a cuidar unos de otros. No es casual que Jürgen Habermas diga que, en la crisis del Covid-19, no es una cuestión trivial la idea religiosa de que todos formamos una comunidad universal y fraternal, donde cada uno de sus miembros merece un trato justo. [3]

Se dice que la visión del mundo que creó la crisis no puede ser la misma que nos saque de la crisis; así como no podemos seguir con el estilo de vida de la producción, el consumo y la ganancia sin límites, tampoco podemos continuar con el aislamiento de los países, sino que tenemos que caminar hacia una solidaridad mundial y una gobernanza mundial, que permitan enfrentar una crisis global con una respuesta global. La solidaridad cívica de los ciudadanos ante esta pandemia, debería tener su correlato en una solidaridad global a diferentes niveles. En esta línea, Yuval Noah Harari ha sugerido al menos cinco acciones: compartir información confiable entre las naciones; coordinar la producción mundial y la distribución equitativa de equipo médico esencial; enviar médicos, enfermeras y expertos a los sectores más afectados; constituir una red de seguridad económica mundial para salvar a los países más afectados; y formular un acuerdo mundial sobre la preselección de viajeros, que permita que un pequeño número de personas esenciales sigan cruzando las fronteras. [4]

Por otra parte, asumo que ha llegado el momento de que la Iglesia católica potencie su carácter universal y su vocación ecuménica. Las iglesias locales constituyen una red global que permite que circule la información y se generen iniciativas para enfrentar la crisis de esta pandemia, que tiene repercusiones sanitarias, económicas y sociales. Al mismo tiempo, en la Iglesia existen órdenes, congregaciones o asociaciones con alcance mundial, que permiten la canalización de los aportes hacia las personas más afectadas por el Covid-19 en el planeta. La Iglesia está llamada más que nunca a interactuar con todas las personas de buena voluntad, en un ecumenismo amplio. El papa Francisco se ha puesto a la cabeza de los católicos con la creación de la comisión anticrisis, como expresión de “la preocupación y el amor de la Iglesia por el conjunto de la familia humana ante la pandemia del Covid-19”. [5]

En el siglo III una epidemia azotó a Cartago, en el norte de África. La Iglesia local venía sufriendo por hostilidades externas y conflictos internos. La comunidad cristiana respondió a la crisis no realizando actos de culto para aplacar a los dioses, sino actuando para socorrer a la gente que sufría. El obispo Cipriano se dirigió a la asamblea haciendo memoria del sermón de Jesús en la montaña (cf. Mt 5,43-48). No intentó explicar la peste, sino recordó a su gente la bendición de la misericordia: como creyentes tenían el habitus de la ayuda mutua, así que no arrojarían a las calles a sus hermanas y hermanos en la fe. Pero Cipriano sorprendió a sus oyentes, al decirles que tenían que practicar la misericordia también con sus perseguidores: una invitación a ampliar los horizontes para amar a los vecinos paganos. Esta historia muestra que el cristianismo de entonces no se asimiló a la religión “pública” (funcional al sistema), ni a la religión “privada” (asistencia entre iguales), sino se situó como una religión en respuesta a las crisis. ¿Seremos ahora una Iglesia en respuesta a la crisis?

Cierro este artículo después de tres semanas: los contagiados en el mundo han subido de 1’225,360 a 2’780,094 y los fallecidos de 66,542 a 194,456; los contagiados en el Perú han subido de 1,746 a 20,914 y los fallecidos de 73 a 572 (24 de abril). Sentimos cada vez más cerca el dolor y la esperanza de los que han visto partir a sus seres queridos, de los que esperan la recuperación de su salud, de los que salen a trabajar en condiciones riesgosas, de los que han perdido su trabajo y de los que se desplazan hacia su tierra. Como dijo el papa Francisco, “el Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar” (27 de marzo). “¡Ánimo, no tengan miedo!” (Mc 6,50).



[1] Cf. Alan Kreider, La paciencia. El sorprendente fermento del cristianismo en el Imperio romano (Salamanca: Sígueme, 2017), 86-94.
[2] Paolo Costa, “Somos frágiles, pero no indefensos: el cambio es posible”, en Víctor Codina y otros, Covid19 (MA-Editores, 2020), 76.
[3] Cf. Jürgen Habermas, “Nunca habíamos sabido tanto acerca de nuestra ignorancia”, en Antonio Spadaro y otros, Covid-19² (MA-Editores, 2020), 119s.
[4] Cf. Yuval Noah Harari, “La mejor defensa contra los patógenos es la información”, en Pablo D’Ors y otros, Covid-19³ (MA-Editores, 2020), 82s.

domingo, 19 de abril de 2020

Creyentes en tiempos de pandemia (3)


Creyentes en tiempos de pandemia
(Tercera parte)

Raúl Pariamachi ss.cc.




El segundo punto se refiere a la experiencia eclesial en tiempos de pandemia; es decir, el desafío de un nuevo modo de ser Iglesia, pues resulta evidente que las consecuencias del Covid-19 se harán sentir en todos los ámbitos de la vida humana.


3.2. La experiencia eclesial

Uno de los hechos más significativos de esta pandemia ha sido el cierre de las iglesias, que ha generado reacciones contrapuestas en los últimos días. Sabemos que el cierre afecta a un elemento esencial de la vida eclesial como es la comunión de los fieles, expresada en el encuentro físico para la celebración de la fe, la oración, la formación o el servicio. Por lo tanto, en un primer momento vimos cómo se cancelaban las agendas pastorales de las parroquias, los movimientos y las comunidades. Sin embargo, al poco tiempo se produjo la multiplicación de la transmisión de celebraciones de misas, adoraciones, reflexiones y rosarios a través de las redes sociales. Por supuesto, esta participación online se intensificó con la celebración de la semana santa. Ha sido como si este cierre temporal de los templos hubiese despertado a la Iglesia que vive en las casas, por lo que se ha hablado mucho de Iglesia doméstica. Tal vez como pocas veces hemos podido intuir qué significa que la parroquia sea -en cierto sentido- “la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y sus hijas”. [1]

Han llamado la atención las críticas a las transmisiones, de parte de algunas personas de “dentro” y de “fuera” de la Iglesia católica. Las críticas que provienen de dentro rechazan la prolongación mediática de un sistema clerical que refuerza la pasividad de los laicos, donde el sacerdote es el protagonista y los laicos son los espectadores. Se olvida que no es posible abandonar el servicio de la celebración de la fe, mientras se trabaja en la reforma de la Iglesia. Se desconocen además las iniciativas que hubo para la participación más activa de los laicos, dentro de unas condiciones limitadas. Las críticas que provienen de fuera expresan más bien el malestar del sector más secularizado del país, sin que se pueda descartar alguna molestia por la visibilización inesperada de la Iglesia católica en las redes sociales.

En todo caso, más allá de las posiciones a favor o en contra de las transmisiones, será oportuno situar el hecho como un ejemplo de la respuesta que ha dado la Iglesia en el campo de las celebraciones litúrgicas (sin olvidarse que hubo otras actividades de la pastoral social), al punto que en este momento muchas comunidades eclesiales están planificando la pastoral en las eventuales condiciones de una prolongada emergencia sanitaria. En efecto, es posible que el aislamiento social obligatorio se extienda por algunas semanas más y es probable que el restablecimiento de las reuniones lleve algunos meses. De seguro que en las comunidades se aprovecharán los recursos virtuales para las reuniones, la formación bíblica, la catequesis sacramental, la consejería espiritual o la asistencia social, entre otras cosas. Pero más allá de las circunstanciales limitaciones para el encuentro físico, cabe preguntarse si acaso estamos asistiendo a un cambio más profundo en la Iglesia, en un planeta alterado por esta epidemia. Muchos compartimos la intuición de que el fenómeno mundial del Covid-19 hará más actuales las orientaciones programáticas del papa Francisco para la conversión pastoral de una Iglesia misionera en salida hacia las periferias humanas. Al respecto, quisiera simplemente recordar un principio, un criterio y una prioridad para la vida de la Iglesia.

El principio de la reforma de la Iglesia. La Iglesia debería estar en continua reforma (es ecclesia semper reformanda). De hecho, el papa Francisco destaca que el Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma de la Iglesia. [2] En el momento actual cabe advertir que toda reforma eclesial se genera en una tensión positiva entre el regreso a las fuentes y los signos de los tiempos. Así mismo, tenemos que considerar que toda reforma se realiza interviniendo en tres niveles al mismo tiempo: en los contenidos de conciencia colectiva (visiones), en la forma de las relaciones internas (relaciones) y en las estructuras y las funciones en las que se expresa el cuerpo social (estructuras). [3] Por lo tanto, cuando hablamos de reforma de la Iglesia no hablamos de un maquillaje de la piedad popular, sino de cambios radicales que afectan todos los niveles de su vida.

El criterio de la pastoral en la Iglesia. Un criterio clave de la transformación de la Iglesia es la pastoralidad, que supone una relación constitutiva entre el testimonio del Evangelio y sus destinatarios, receptores o interlocutores, teniendo en cuenta su historia y su cultura. [4] Esto significa que el criterio de la pastoral sugiere la cuestión de quiénes son a partir de ahora los destinatarios reales de la evangelización de la Iglesia. ¿Las parroquias, los movimientos y las comunidades seguirán siendo los mismas después de esta pandemia? No desconocemos las iniciativas que ha tenido la Iglesia durante esta crisis; sin embargo, también es verdad que el Covid-19 ha puesto en evidencia nuestras teologías arcaicas, nuestra esclerosis litúrgica o nuestras apatías sociales. Como ha dicho el cardenal Baltazar Porras (Venezuela), “si la iglesia del postcoronavirus vuelve a ser la de antes, no tiene futuro”. [5]

La prioridad de los pobres y la Tierra. Escuchar los clamores de los pobres y de la Tierra es la prioridad pastoral de la Iglesia. Ya se pueden prever las consecuencias socioeconómicas del Covid-19, especialmente sobre las familias más pobres; de hecho, una reciente encuesta revela que los ingresos del 66% de hogares peruanos se han perdido (35%) o se han reducido considerablemente (31%). [6] Se anuncia que la pandemia dejará por lo menos 500 millones de nuevos pobres en el mundo (35 millones en América Latina). [7] Por otra parte, vamos tomando conciencia de que “la pandemia del coronavirus nos revela que el modo como habitamos la Casa Común es pernicioso para su naturaleza”. [8] Nunca es tan actual la insistencia que hace el papa Francisco sobre la interrelación entre los pobres y la Tierra; [9] sabemos que la pandemia afectará de una manera particular a los más débiles del planeta.

La historia de la Iglesia en tiempos de pandemia, muestra que las tragedias sanitarias repercutieron en la vida cristiana: en su espiritualidad cotidiana, en las relaciones hacia dentro y hacia fuera, en su teología y su pastoral, en el modo de ser Iglesia.

Continuará…



[1] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici sobre la vocación y la misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo (1988), n. 26.
[2] Cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual (2013), n. 26.
[3] Cf. Serena Noceti, “Estructuras para una Iglesia en reforma”, en Concilium 377 (2018), 541.
[4] Cf. Christoph Theobald, “La osadía de anticipar el futuro de la Iglesia”, en Concilium 377 (2018), 461.
[8] Leonardo Boff, “Coronavirus: autodefensa de la propia Tierra”, en Víctor Codina y otros, Covid19 (MA-Editores, 2020), 38.
[9] Cf. Francisco, Carta encíclica Laudato si’ sobre el cuidado de la casa común (2015), n. 48.

domingo, 12 de abril de 2020

Creyentes en tiempos de pandemia (2)

Creyentes en tiempos de pandemia
(Segunda parte)

Raúl Pariamachi ss.cc.

Decía que el fenómeno de la pandemia es un hecho biopolítico que debemos discernir como personas creyentes; quisiera retomar los tres aspectos que dejé anotados, en relación con los modelos de Dios, la experiencia eclesial y la solidaridad global.

3.1. Modelos de Dios

En su novela La Peste, Camus relata la tragedia de la peste bubónica que azotó a Orán. Entre los personajes figura el padre Paneloux, un jesuita erudito que tuvo a cargo el sermón de clausura de la semana de oración. El padre trató de demostrar el origen divino de la peste y el carácter punitivo del azote. En alusión a las plagas de Egipto, predicó que Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Cuando la peste se agudizó, el sacerdote teólogo decidió integrarse al equipo sanitario. Una escena clave es cuando presencia la terrible agonía de un niño, cuyos gritos lo hicieron caer de rodillas. Meses después predicó otro sermón. Ya no se le vio tan seguro, afirmó que no había que intentar explicarse el espectáculo de la peste, sino aprender de ella. Con respecto a Dios había unas cosas que se podían explicar y otras que no. Si es justo que el libertino sea fulminado, el sufrimiento de un niño no se puede comprender. Había que empezar a avanzar entre las tinieblas y procurar hacer el bien. Camus concluye que “la religión del tiempo de peste no podía ser la religión de todos los días”. [1]

Las reacciones y las explicaciones de un creyente ante la pandemia hacen evidente su modelo de Dios. No se trata solo de una imagen de Dios, sino de un modelo en el sentido de un constructo complejo que integra imágenes, metáforas y conceptos sobre Dios. El modelo plantea una serie de preguntas acerca de Dios: ¿qué forma de amor sugiere este modelo de Dios?, ¿qué actividad, trabajo o doctrina está asociado al mismo?, ¿qué implicancias se derivan con respecto a la conducta de los seres humanos? Cuando un creyente dice que el Covid-19 es un castigo de Dios por los pecados del mundo, se puede reconstruir no solo la imagen que tiene de Dios, sino su modelo en un sentido más integral y complejo. [2] Por supuesto, también intervienen otros factores biográficos, psicológicos y culturales.

Es innegable que la Biblia usa el lenguaje del castigo divino, sea contra los adversarios de Israel (Ex 11,1-5) o contra el pueblo de Israel (2Cro 7,12-14); incluso en el Nuevo Testamento se reitera que Dios castiga o corrige (paideúō) a los que ama (Hb 12,5-7). La lectura crítica de la Biblia exige asumir que es palabra de Dios en palabras humanas, que los autores inspirados escribieron desde su tiempo, lenguaje y cultura. Esto explica que dentro de la Biblia se perciba una evolución en la comprensión de la revelación de Dios, como en el caso del castigo divino; por ejemplo, Job cuestiona que el sufrimiento sea siempre un castigo de Dios. Por lo demás, el lenguaje sobre Dios usa la analogía como una interacción entre la semejanza y la diferencia. Se dice que Dios es padre (semejanza), pero no un padre simplemente humano (diferencia), sino padre en grado superlativo. No se puede llevar la analogía al absurdo diciendo: como un padre castiga a su hijo porque lo ama, así Dios nos castiga porque nos ama. En cualquier caso, Dios es un padre que no castiga con el mal, sino que ama sin límites. [3]

Es cierto que en la tradición de la Iglesia se ha utilizado el lenguaje del castigo de Dios aplicado a los males en el mundo: en los padres de los primeros siglos, los papas y los santos, así como en las revelaciones privadas. Es el caso de la tercera profecía de Fátima. Al respeto, es relevante advertir el desarrollo tanto en la enseñanza de la Iglesia como en la religiosidad de los pueblos, en asuntos doctrinales y en temas morales. [4] Es evidente que el imaginario del castigo divino tuvo un rol pedagógico para vivir la fe en otras épocas, pero es insostenible en el presente siglo. Ya Tomás de Aquino decía: “En el Nuevo Testamento hay algunos carnales que no llegan aún a la perfección de la ley nueva, a los cuales fue preciso inducir a las obras de virtud con el temor de los castigos y con algunas promesas temporales”. [5] Vale aclarar que en la misma tradición tenemos contraejemplos sobre el castigo divino.

Es probable que parezca razonable aplicar la lógica del castigo a las acciones de Dios, como en el caso de una pandemia. Si Dios es justo sería lógico que premie con bienes y que castigue con males. Lo haría para advertirnos, corregirnos o curarnos. Como el padre sádico que azota a su hijo mientras le dice: “¡Esto me duele más a mí que a ti!”. Ante la pregunta de qué es el castigo divino en la lógica de Dios, el cardenal Ratzinger contestó: “Dios no nos hace el mal; ello iría contra la esencia de Dios, que no quiere el mal”. [6] Las causas de todos los males que aquejan al planeta radican en el sistema natural o en la acción humana. Cuando hablamos de pecado es clave saber que nos referimos a la connotación religiosa de los actos humanos, que tienen sus consecuencias en las personas y el ecosistema.

Es saludable que los cristianos nos neguemos a interpretar la pandemia en términos de pecado, culpa y castigo, sumando el horror religioso al pánico social de nuestros tiempos. El hecho de que algunos sigan entendiendo la enfermedad como castigo divino es señal de una religión inmadura. Es perverso manipular una tragedia para defender ciertas posiciones contra el aborto, la eutanasia, la violencia o la llamada ideología de género. Sostener que la pandemia es castigo de Dios es “ignorar el mensaje bíblico de la misericordia de Dios e invertir el mensaje gozoso del Evangelio convirtiéndolo en un mensaje de amenaza, instrumentalizar a Dios como garante de las propias representaciones morales y decir más sobre sí mismo y la propia imagen de los valores y de Dios que sobre el Dios del anuncio cristiano”. [7] Más todavía, en algunos casos se ha transitado de lo ideológico a lo psicótico.

En realidad, el tema del castigo divino lleva a otro en el que no vamos a entrar ahora: ¿Por qué Dios permite el mal en el mundo? (se busca el imposible de un mundo finito sin mal). No tenemos una respuesta apodíctica para esto, sino solo un simple balbuceo desde la fe. Lo que sí sabemos es que en medio de las tragedias humanas nunca se dejó de oír el Shemá Israel o el Padre nuestro, como una expresión sublime de la confianza absoluta en el Dios de la vida. El grito de Jesús en la cruz es el grito de la humanidad a Dios, al mismo tiempo que el signo de la solidaridad de Dios que compartió nuestra condición: el Verbo que se hizo carne (Juan), el Siervo doliente (Isaías) y el Mesías crucificado (Pablo). Es el mismo Jesús que, en la mañana del primer día de la semana, se levanta del reino de la muerte.

Continuará…


[1] Albert Camus, La Peste (Barcelona: Penguin Random House, 2020), edición para Kindle.
[2] Cf. Sallie McFague, Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear (Santander: Sal Terrae, 1994), 14.
[3] El profeta Isaías dice que Dios ama como una madre: ¿acaso una madre olvida al hijo de sus entrañas? Pues, aunque una madre olvidara a su hijo, Dios no se olvidaría de ti (Is 49,15).
[4] Entre los más clásicos bastaría con citar las opiniones autorizadas de Gregorio Nacianceno, Jerónimo, Agustín, Vicente de Lerins y Tomás de Aquino, sin mencionar las de los teólogos modernos.
[5] Tomás de Aquino, Suma teológica I-II, q. 107, a. 1, ad. 2.
[7] Frank Sanders, “El sida: ¿castigo de Dios? Sobre la sobrecarga metafísica de un fenómeno biológico”, en Concilium 321 (2007), 386.

domingo, 5 de abril de 2020

Creyentes en tiempos de pandemia (1)


Creyentes en tiempos de pandemia
(Artículo en desarrollo)

Raúl Pariamachi ss.cc.


“No temerás el espanto nocturno,
ni la flecha que vuela de día,
ni la peste que se desliza en las tinieblas,
ni la epidemia que devasta a mediodía.”
(Salmo 91, 5-6)


El año 430 a.C. la plaga de Atenas provocó la muerte de cien mil habitantes (el 25% de la población), durante la guerra del Peloponeso entre atenienses y espartanos. En su Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides describe los orígenes, síntomas y efectos de esta peste, aunque siempre sea difícil distinguir entre historia y ficción. El mal habría venido de las tierras altas de Etiopía a través del imperio persa, por medio del comercio que cruzaba el mar Egeo. La epidemia tuvo efectos devastadores no solo en los cuerpos humanos, sino también en las costumbres (tratamiento de enfermos y cadáveres), el sistema político y la piedad religiosa, al punto que Tucídides decía de los ciudadanos que “ningún temor a los dioses ni ley humana los detenía”. [1] Por su parte, la mitología atribuía este mal a la ira de los dioses: la celosa Hera envió la plaga a la isla de Egina como venganza por la infidelidad de Zeus.

Se calcula que desde entonces más de veinte pandemias han azotado a la humanidad, siendo la más terrible el segundo brote de la peste negra (bubónica), que causó la muerte de cien millones de personas de 1347 a 1351 (desapareciendo un tercio de la población europea). Le siguieron en gravedad la viruela que en torno a 1520 mató cerca de 50 millones de nativos en el territorio americano; [2] la gripe española que dejó entre 40 y 50 millones de muertos en solo un año (1918-1919); y el VIH-Sida que ha costado la vida de más de 25 millones desde 1981. La historia muestra que las pandemias han sido objeto no solo de investigaciones científicas, sino también de interpretaciones religiosas; por ejemplo, se sabe que durante la peste negra muchos cristianos atribuían la plaga al castigo de Dios, al punto que algunos extremistas se desplazaban por las ciudades flagelándose para aplacar la ira divina.

El pasado 11 de marzo la OMS ha declarado el Covid-19 como una pandemia, debido a su extensión por el mundo. Todos nos sentimos conmovidos, perplejos y vulnerables frente a una crisis sin precedentes en los últimos tiempos. Hasta el momento, contamos 1’225,360 contagiados y 66,542 fallecidos, en 183 países. En el Perú, sumamos 1,746 casos y 73 muertos (5 de abril). En varios países se ha declarado el aislamiento social obligatorio (cuarentena), el toque de queda y el cierre de fronteras, que afecta a muchísimas personas, especialmente a las que viven de su trabajo de cada día. El Covid-19 ha puesto al descubierto la precariedad de nuestros sistemas sociales de salud, salubridad, alimentación, seguridad y empleo. Somos testigos de cómo la pandemia genera una serie de reacciones y de explicaciones en todos, a las que obviamente no somos ajenas las personas que creemos en Dios.

1. Reacciones y explicaciones

Algunos líderes de los países han sabido tomar decisiones para evitar que el virus se siga propagando en el planeta. Sin embargo, más cerca de nosotros han llamado la atención las actitudes de los presidentes de EE.UU., México y Brasil. El caso extremo es Jair Bolsonaro, quien dijo: “Va a morir gente, lo siento, pero no podemos parar una fábrica de autos porque hay accidentes de tránsito”. [3] En el fondo, se trata de una conducta mercantilista que prioriza la protección de la economía por encima del bienestar de las personas. La polémica se grafica en la lucha de los hashtags #YoMeQuedoEnCasa vs. #ElPaísNoPuedeParar.

Muchas personas están haciendo un enorme trabajo, desde la búsqueda de la vacuna hasta la atención a los pacientes. Al mismo tiempo, están circulando diversas opiniones sobre el origen, la propagación y el efecto del Covid-19. Las teorías conspirativas hablan de un virus artificialmente producido; por supuesto: unos dicen que sería un ataque preventivo de guerra biológica de parte de EE.UU., otros dicen que sería el accidente de un experimento chino de biogenética que se salió de control. En las redes sociales abundan las discusiones sobre cómo enfrentar la pandemia, que oscilan entre el escepticismo y el catastrofismo. Los académicos también comienzan a escribir sobre el impacto del Covid-19 en el futuro más cercano: tanto quienes afirman que el coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill y podría conducir a la reinvención del comunismo (Slavoj Žižek), como quienes sostienen que China podrá vender su Estado policial digital como un modelo de éxito contra esta pandemia y que el capitalismo continuará aún con más pujanza en el futuro (Byung-Chul Ha). [4]

Los ciudadanos de a pie sentimos cómo nuestras vidas han cambiado en pocos días. Muchos no salimos de casa sino para comprar alimentos o medicinas. Los adultos mayores y las personas vulnerables están expuestos a los efectos nocivos del virus. Las familias pobres pasan la cuarentena en condiciones difíciles. Los medios de comunicación insisten en que no debemos entrar en pánico, pero todo el día no hacen otra cosa que hablar del tema. Crece la tendencia a la mano dura, que se entiende como un cheque en blanco a las fuerzas del orden. Cuesta mucho tener una reacción responsable, solidaria y equilibrada.

2. Reacciones y explicaciones “religiosas”

Por otra parte, constatamos que varios líderes religiosos han estado a la altura de los desafíos. El pasado 27 de marzo, el papa Francisco pronunció una homilía que es un modelo de comprensión de la pandemia. No obstante, también hemos tenido explicaciones religiosas en otros sentidos: Atanasio Schneider (obispo católico de Astana en Kazajistán), declaró que el Covid-19 es “una intervención divina para castigar y purificar al mundo pecador y también a la Iglesia”. [5] Brian Tamaki (pastor pentecostal en Nueva Zelanda), predicó que el coronavirus es un castigo de Dios que se podría evitar -entre otras cosas- pagando el diezmo. [6] Kourtney Kardashian (personalidad de la televisión estadounidense), publicó una cita bíblica en la que se lee que Dios envía pestes sobre su pueblo (cf. 2Cro 7,13). [7] Oppah Muchinguri (ministra de defensa de Zimbabue), dijo que el Covid-19 es un castigo divino a los países occidentales por su imposición de sanciones a Harare. [8] Svetlana Khórkina (campeona olímpica rusa), dijo que el coronavirus es un castigo divino a Occidente por perseguir a Rusia. [9]

Otros no hablan explícitamente de castigo, pero dicen que la pandemia es un llamado de atención de Dios en referencia al aborto, la eutanasia, la violencia o la ideología de género, como el obispo de Cuernavaca; [10] en realidad, la lógica es la misma.

Los creyentes de a pie estamos viviendo la pandemia como personas de fe, en actitud de discernimiento de los tiempos, confianza en Dios y solidaridad con otros seres humanos. No han faltado los excesos. Ha costado diversificar la liturgia, como en el caso de la comunión en la mano, al punto que algunos la calificaron como algo “satánico”. No han faltado quienes se resistieron a cerrar sus templos, con el argumento de que los fieles necesitan orar a Dios. Circuló la imagen en la que unos obispos están clavando la puerta del templo, mientras Hitler, Mao y Lenin dicen: “¡Buen trabajo! Lograron lo que siempre quisimos hacer”. No han faltado quienes desobedecieron las disposiciones del Estado. Como los que organizaron eventos sin tener en cuenta las protecciones del caso. En las redes sociales se leían llamados a emular el ejemplo de cristianos que desafiaron a las plagas en el nombre de Dios. Y hasta se criticaba una supuesta incoherencia de la Iglesia “en salida” del papa Francisco, que habría terminado por abdicar a su misión de estar con la gente en medio de la peste. [11]

3. Discernir los signos de los tiempos

El fenómeno de la pandemia se constituye en un hecho biopolítico a discernir desde la fe cristiana. Al respecto, quisiera enfocarme en tres aspectos. [12] El primero se refiere a que las reacciones y las explicaciones de los creyentes implican un determinado modelo de Dios, que configura su experiencia religiosa. Hemos visto que dos personas, que se supone abrazan la misma fe, tienen reacciones y explicaciones distintas: una dice que el Covid-19 es un castigo de Dios por los pecados del mundo y la Iglesia, en tanto que la otra afirma que Dios no castiga, sino que sufre con nosotros, motiva la solidaridad y anima la esperanza (contraposición que refleja la disyuntiva entre ser más sensibles al pecado o al sufrimiento). En el fondo, estamos ante la cuestión de cómo hablar de Dios en tiempos de pandemia.

Un segundo aspecto se refiere a la experiencia eclesial, que supone un desafío sobre el nuevo modo de ser Iglesia a partir de ahora. El despertar de la Iglesia que vive en las casas, debido al cierre temporal de los templos, es posible que anime la diversificación de la liturgia. La colaboración con otros en la atención de la salud, la distribución de alimentos o el servicio de consejería, es posible que convenza del valor del trabajo en redes. Los efectos imprevistos de esta pandemia durante los próximos meses, en la vida de la Iglesia y el mundo, es posible que nos haga más disponibles, flexibles y creativos. Veremos.

Finalmente, el tercer aspecto se refiere al llamado a la Iglesia ecuménica a promover una conciencia planetaria sobre la urgencia de una solidaridad global. En efecto, la pandemia está cuestionando la forma de vida que hemos llevado hasta ahora en sus múltiples facetas. No debe prevalecer el pánico, que desata la angustia, el egoísmo o la violencia, sino más bien una solidaridad cada vez mucho más amplia, sobre todo con las personas que son vistas como desechables. La Iglesia tiene que ser testigo de que la inhumanidad no tiene la última palabra. En definitiva, los avances de las investigaciones científicas y de las interpretaciones teológicas tienen que servirnos para mirar el Covid-19 no como un castigo divino, sino como un llamado a la corresponsabilidad de todos los que vamos en la misma barca.

Continuará…




[1] Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso (Madrid: Gredos, 1990), II, 53, 4.
[2] Las epidemias de viruela, sarampión, tifus, gripe y difteria fueron el factor principal de la disminución de la población nativa del antiguo Perú, que descendió de nueve millones a 600 mil de 1520 a 1620. Cf. Noble David Cook, La catástrofe demográfica andina. Perú 1520-1620 (Lima: PUCP, 2010), 109-124.
[4] Cf. Giorgio Agamben y otros, Sopa de Wuhan (ASPO, 2020), 21-28 y 97-111.
[11] Bastaría con googlear “coronavirus iglesia en salida” para que aparezcan los textos.
[12] Más adelante espero volver sobre estos puntos.