Raúl Pariamachi
ss.cc.
Como casi todo lo que escribo,
este artículo tiene su origen en un encuentro pastoral, con diáconos de la
Arquidiócesis de Santiago (Chile) vía Zoom, en el que hablamos del sentido del
sufrimiento en el contexto de la pandemia del COVID-19. Los contenidos recogen
no sólo lo que había preparado para compartir, sino también sus intervenciones
que alimentaron mi reflexión. Siempre será difícil tratar de decir algo sobre
el sufrimiento, que es “inexplicable”; sin embargo, cuando sufrimos en carne
propia o somos testigos del sufrimiento de los otros, desde nuestra fe,
guardamos silencio y expresamos dudas.
1. ¿Y crees tú que su religión es desinteresada?
En principio, quisiera destacar
que la reflexión sobre ciertos temas clave evoluciona a través de la Biblia,
sin referirme también a la historia de los dogmas. Por ejemplo, el asunto de la
presencia de Dios: desde el Señor de las montañas hasta el Verbo que se hizo
carne; o la cuestión de la vida eterna: desde la morada en el lugar de los
muertos hasta la resurrección de los muertos. Lo que desearía enfatizar es que también
las preguntas y las respuestas sobre el sentido del sufrimiento tienen un
desarrollo en la Biblia; es así que partiré del libro de Job, desde el que
daremos una mirada hacia atrás y otra hacia adelante.
En la apertura del libro, entran
en escena Dios y Satán (1-2). Lo que está en juego es si la religión de Job es “desinteresada”.
Dios permite que Satán toque los bienes y los hijos de Job, pero éste no
maldice a Dios. Satán vuelve a la carga: “Hiérelo en la carne y en los huesos,
y te apuesto a que te maldice en la cara” (2,5). Y, a pesar de todo eso, Job no
maldice a Dios: “Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los
males?” (2,10).
De entrada, se plantea una
cuestión clave. Cuando Dios elogia la religiosidad de Job, Satán le pregunta:
“¿Y crees tú que su religión es desinteresada?” (1,9). No cabe duda de que el
sufrimiento pone en cuestión nuestra religión: si sólo creo en Dios por el
bienestar, la salud y la armonía, ¿qué sucederá cuando pierda algo, mucho o
todo esto? Veremos que la teología de la retribución será puesta en cuestión en
el libro. Hasta cierto punto, serán contrapuestas la lógica de la retribución y
la lógica de la gratuidad en nuestra fe; como bien decía un diácono, no todo en
la vida consiste en dar para recibir o en recibir para dar.
Una mirada hacia atrás permite captar
el avance que supone el libro de Job. En efecto, en la teología de la
retribución, de las primeras tradiciones bíblicas, predomina el principio de la
conexión causal entre las acciones humanas y la justicia divina: si me porto
bien me irá bien, si me porto mal me irá mal; si me va bien te seguiré, si me
va mal no te seguiré; etc. Tal vez el caso paradigmático sea Jacob: “Si Dios
está conmigo… entonces el Señor será mi Dios” (Gn 28,20-21). De alguna manera, desde
la perspectiva de la Biblia se advierte una distinción entre el Dios de Jacob y
el Dios de Job. Más adelante diremos algo más.
El relato hubiera podido terminar
ahí, con un Job que sale bien librado de las pruebas. Pero continúa… Sus tres
amigos se quedaron sentados siete días y siete noches, “sin decirle una
palabra, viendo lo atroz de su sufrimiento” (2,13). Otro diácono decía que ésta
debía ser la primera actitud de los agentes pastorales que acompañan a personas
que sufren: sentarse en silencio (por supuesto, sin caer en el posterior error
de los amigos de Job). En lo que sigue se desarrolla una serie de diálogos
entre Job y sus tres amigos Elifaz, Bildad y Sofar, a los que se sumará Elihú, que
abren accesos al sufrimiento de cara a Dios.
2. Tus manos me formaron… ¿y ahora me aniquilas?
Con el paso de los días, Job
maldice el día en que nació: “Desaparezca el día que nací, y la noche en que se
dijo: ¡Han concebido un varón!” (3,3). Siente que Dios está implicado en el
origen de su dolor: “El furor de Dios me ataca y me desgarra, rechina los
dientes contra mí y me clava sus ojos agresivos” (16,9). Rechaza que en su caso
se aplique el castigo por el mal: “Me aferraré a mi inocencia sin ceder: la
conciencia no me reprocha ni uno de mis días” (27,6). Mira cómo a los ladrones,
los asesinos y los adúlteros les va bien, mientras sufren los pobres, los
huérfanos y las viudas: “En la ciudad gimen los moribundos y piden socorro los
heridos, y Dios no hace caso de su súplica” (24,12). Job sufre de Dios porque
es un hombre hecho de fe: “Tus manos me formaron… ¿y ahora me aniquilas?”
(10,8).
El sufrimiento de Job puede ser
visto desde el concepto de dolor total (C. Saunders), una experiencia compleja
que integra componentes fisiológicos, psicosociales y espirituales. Es afligido
con la pérdida de sus bienes, sus siervos y sus hijos, para después ser tocado
en su carne. El dolor total de Job radica en que se siente golpeado por Dios,
pero al mismo tiempo se resiste a aceptar que sea por su propia culpa. Las
preguntas se agolpan una tras otra, ¿por qué me pasa esto a mí?, ¿me lo merezco
por mis malos actos?, ¿por qué Dios permite que me suceda? Siente que también otros
sufren sin que Dios haga nada.
Las intervenciones de los amigos
de Job son muestras de las “explicaciones” que se suelen ofrecer a quienes
sufren. Elifaz dice a Job que su tragedia se debe a sus muchas culpas: “¿Acaso
te reprocha el que seas religioso o te lleva a juicio por ello? ¿No será más
bien porque es grande tu maldad y por tus innumerables culpas?” (22,4-5); así
mismo Bildad advierte que nadie puede pretender ser justo: “¿Puede el hombre
ser justo frente a Dios?, ¿puede ser puro el nacido de mujer?” (25,4). Por su
parte, Sofar se refiere al misterio del sufrimiento que sólo puede penetrar
Dios: “¿Pretendes conocer la profundidad de Dios o abarcar la perfección del
Todopoderoso?” (11,7). Finalmente, Elihú apela al sentido pedagógico del
sufrimiento: “Con el sufrimiento él salva al que sufre, abriéndole el oído con
el dolor” (36,15).
Los amigos de Job están todavía
atrapados en el dogma de la retribución, que postula una relación absoluta
entre comportamiento y destino, contra el que Job se rebela sin tener una
alternativa óptima. El presupuesto que Job y sus amigos comparten es que Dios
gobierna todo. Los amigos no pueden aceptar que Dios sea injusto; por lo tanto,
Job sufre por su culpa. Las razones de sus amigos no satisfacen a Job. En el
fondo, los amigos conciben a Dios como diseñador y garante de un sistema de
justicia, que envía o permite los males como castigo o prueba; en tanto que Job
busca un compañero en medio de su dolor.
En la aludida reunión con los
diáconos, a propósito de la pandemia, se conversó sobre la conveniencia de
abandonar el lenguaje de la culpa, el castigo o la prueba (¡Dios no nos hace
daño!). Al mismo tiempo, se decía que se debe tener cuidado al hablar de la
pedagogía divina, porque si bien es cierto que cuando sufrimos podemos aprender
mucho, no significa que Dios nos envíe el mal para que aprendamos (¡Dios no
quiere el mal!).
3. ¿Quién es ese que pone en duda mi
providencia?
Se dice que el asunto del libro
de Job es no sólo el sufrimiento humano, sino también la cuestión de la
credibilidad de Dios. Desde el principio Job pretende discutir con Dios (13,3).
Más tarde dirá: “Presentaría ante él mi causa con la boca llena de argumentos.
Sabría cuál es su respuesta y comprendería lo que me dice” (23,4-5). Job está
insatisfecho con los discursos de sus amigos, demanda una intervención final
del propio Dios.
Dios aparece en escena una vez
más. Responde a Job desde la tormenta: “¿Quién es ese que pone en duda mi
providencia con palabras sin sentido?” (38,2). Es como si Job fuera llevado a
un paseo cósmico de la mano de Dios. Es interpelado acerca del origen del
universo: “¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?” (38,4); su gobierno: “¿Has
mandado en tu vida a la mañana o has señalado su puesto a la aurora? (38,12);
sus misterios: “¿Has entrado hasta la fuente de los mares o paseado por la
hondura del océano? (38,16). Job quiere taparse la boca con la mano. Dios
vuelve a la carga, cuestiona a Job acerca del ejercicio de la justicia: “Si
tienes un brazo como el de Dios… da rienda suelta a tu enojo y derriba con una
mirada al soberbio, humilla con una mirada al soberbio y aplasta a los
malvados” (40,9.11-12).
Se discute sobre si Dios responde
a Job, porque no se pronuncia sobre su inocencia, sino que pasa de la exigencia
de la justicia a las maravillas del cosmos (de la moral a la física). En
cualquier caso, Job logra estar “cara a cara” con Dios. Los discursos divinos interpelan
a Job, como si Dios quisiera sacarlo de su pequeño mundo y abrirlo a un
horizonte más amplio. Me parece que es una llamada a entrar en el misterio de
la vida. No me refiero a la aceptación del enigma del castigo divino, sino a la
apertura a una vida en la que no tenemos los controles de todas las variables
del destino, el sufrimiento o la felicidad.
Job reconoce que habló de cosas
que no entendía y de maravillas que superaban su comprensión: “Te conocía sólo
de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso retiro todas mis palabras y me
arrepiento echándome polvo y ceniza” (42,5-6).
En el centro de su sufrimiento
Job tiene una visión de Dios. No pienso que se trate de una visión física, sino
más bien de una experiencia de Dios de tal densidad que deja certezas. Es como
si hubiese alcanzado un grado de comprensión vital que le permite integrar su
dolor. Hasta aquí Dios no se ha pronunciado explícitamente sobre la inocencia
de Job; sin embargo, estar delante de Dios parece haber sido suficiente por
ahora.
En el cierre del libro, Dios se
dirige a los amigos para increparles que no han hablado rectamente sobre él,
como lo ha hecho Job. Esto quiere decir que Job no maldijo (habló-mal), sino
que bendijo (habló-bien) a su Dios, con sus dudas, protestas y demandas: una
teo-logía desde el dolor. Después se dice que vinieron a visitarlo sus hermanos
y conocidos, comieron, se condolieron y lo consolaron; además, cada uno le
regaló una suma de dinero y un anillo de oro. Como en un final feliz, “el Señor
bendijo a Job en sus últimos años más abundantemente que al principio…y Job
murió anciano y colmado de años” (42,12.17).
El final del libro pareciera
“recaer” en una lógica retributiva; no obstante, podríamos entenderlo desde una
justicia restaurativa. En cualquier caso, los aportes de esta obra radican en
el cuestionamiento del modelo explicativo donde uno tiene que ser condenado
para que el otro salga absuelto. Dicho esto, cabe aceptar que se echa de menos
la experiencia de un Dios más sensible, como es el caso de los familiares y los
amigos.
4. Yo sé que está vivo mi defensor
Decía que el libro de Job es un
hito en el desarrollo del sentido del sufrimiento en la Biblia; por lo tanto,
es relevante dar también una mirada hacia adelante. En algún momento, Job
sostiene: “Yo sé que está vivo mi defensor y que al final se alzará sobre el
polvo: después de que me arranquen la piel, ya sin carne veré a Dios”
(19,25-26). La tradición ha interpretado estas palabras como un anuncio de
Jesús como el defensor de los que sufren. En efecto, para los cristianos, el
sufrimiento encuentra su sentido en la vida, la entrega y el destino de Cristo,
aunque siempre desde una expectativa abierta (nunca totalmente cerrada).
En la cruz se concentra la
radicalidad del sufrimiento de Jesús, que no sufre “aislado”, puesto que el
grito de Jesús en la cruz es el grito de la humanidad a Dios: “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). En el fondo se escucha la
lamentación del Salmo 22: “¿Por qué estás ajeno a mi grito, al rugido de mis
palabras?” (2). Como ha dicho un autor, en el árbol de la cruz se representa el
drama del Dios uno y trino: el Hijo que es fiel a su misión hasta la muerte, el
Padre que sufre con su Hijo y el Espíritu que gime dolores de parto, porque se
está gestando una nueva creación sin pecado, sin dolor, sin muerte.
La cruz es la manifestación
sublime de la solidaridad de Dios en la pasión de Jesús: “Él llevó sobre la
cruz nuestros pecados cargándolos en su cuerpo, para que, muertos al pecado,
vivamos para la justicia. Sus cicatrices nos sanaron” (1Pe 2,24). No es casual
que los cristianos interpretaran la entrega de Jesús desde los cantos del
siervo de Dios: “Sobre él descargó el castigo que nos sana y con sus cicatrices
nos hemos sanado” (Is 53,5). Vemos entonces cómo Jesús es el signo luminoso de
la solidaridad de Dios, que comparte la condición humana hasta las últimas
consecuencias: el Verbo encarnado (del evangelista Juan), el Siervo sufriente (del
profeta Isaías) y el Mesías crucificado (del apóstol Pablo), visto como
escándalo y locura, pero que en realidad es fuerza y sabiduría de Dios para quienes
creen.
La cruz es expresión también de
la esperanza que se vislumbra en la noche del dolor: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Y esta vez resuena la voz confiada del
Salmo 31: “En ti me refugio, Señor: no quede yo nunca defraudado; por tu
justicia ponme a salvo” (2). La aparición de Jesús a sus discípulos, con las
heridas de sus manos y su costado, es muestra de que el Resucitado es el
Crucificado, que la pasión y la gloria otorgan sentido a la vida humana. Se ha
destacado que ni en las peores tragedias humanas se dejó de escuchar el Shemá
Israel o el Padre nuestro como un acto de esperanza.
Los diáconos coincidían en que
muchas veces nos sentimos impotentes ante el dolor, pues no podemos eliminar la
causa del sufrimiento de una persona; por ejemplo, no podemos devolverle a una
madre el hijo que perdió. Uno de ellos nos decía: “Por más que rece, la gente se
muere”. En efecto, en muchos casos no podemos hacer nada en el nivel originario
del mal físico o moral, pero -como decía Saunders- “no se puede morir curado,
pero sí se puede morir sanado”, comprendiendo esta “sanación” como un proceso
espiritual por el que se alcanza una relación apropiada con uno mismo, con los demás
y con Dios.
5. Dios como compañero en la lucha
contra el mal
En la conversación con los
diáconos, apareció la cuestión inevitable del problema del mal. Si bien muchos
estamos de acuerdo en que Dios no nos envía el mal para hacernos daño, en
algunos está vigente la creencia de que permite el mal, porque no interviene
para evitarlo. Por supuesto, aquí no es posible extenderse sobre esta
interrogante aguda, pero sí quisiera decir algo breve, con el riesgo de ser
demasiado esquemático tal vez.
La problemática consiste en cómo
conciliar la existencia de Dios y el mal en el mundo. El dilema que se plantea
es que (1) o bien Dios puede evitar el mal, pero no quiere, y entonces no es
bueno; (2) o bien Dios quiere evitar el mal, pero no puede, y entonces no es
poderoso. Una primera opción es intentar “justificar” que Dios no causa pero sí
permite el mal, porque tiene un propósito; por ejemplo, aprendizaje o
corrección. La objeción obvia sería qué padre o madre permitiría que su hijo o
hija sufra, si estuviera en sus manos hacer algo para evitarlo. Una segunda
opción es “postular” el sufrimiento del Dios que se muestra impotente ante el
dolor del mundo. Se prefiere negar el poder antes que la bondad de Dios. Una
tercera opción es “disolver” el dilema, conciliando la bondad y el poder de
Dios.
En efecto, el referido dilema
tiene como presupuesto la posibilidad de un mundo sin mal (el mito del paraíso
en la tierra); sin embargo, hablar de un mundo sin mal es como hablar de un
círculo cuadrado o un hierro de madera, dado que la realidad del mal es algo
propio de un mundo finito. Por lo tanto, el nuevo punto de partida consistirá
en asumir la imposibilidad de un mundo sin mal (A. Torres Queiruga). Por supuesto,
este punto de partida abre nuevas cuestiones, como por qué entonces Dios crea
un mundo finito en el que sabe que habrá mal. La respuesta sería que a pesar
del mal la existencia es un don que Dios otorga desde el amor: Dios es el
compañero en la lucha contra el mal. La realidad de Dios seguirá siendo
inagotable, pero al menos evitaremos contradecirnos al hablar de Dios.
En cualquier caso, desde el nuevo
punto de partida la pregunta no es por qué Dios no elimina el mal, sino cómo
Dios enfrenta el mal: Dios no actúa interviniendo como desde fuera, sino
animando desde dentro a sus creaturas que actúan siempre a través de sus
propias leyes. Esto significa que Dios no está indiferente sino a nuestro lado,
asegurando nuestra fortaleza, lucha y esperanza; como se ha dicho bien, tal vez
Dios no nos evita el sufrimiento (inevitable), pero sí nos sostiene en el dolor.
Dios participa del dolor del ser humano, asume el sufrimiento en su propio ser
y se implica en la lucha del mundo contra el mal. Como diría una teóloga, “el
modelo de Dios como amante del mundo ofrece algo quizá más importante que una
defensa de Dios: la presencia de Dios junto al amado que sufre” (S. McFague).
Un diácono afectado por el cáncer, nos decía que asumía que la enfermedad era sólo un momento en su vida, que no todo había sido sufrimiento; aclaró que no estaba resignado, estaba esperanzado en el amor de Jesús. No hablaba de ser curado, sino que daba gracias a Dios. Comprendí mejor que el dolor puede vivirse como sufrimiento desintegrador (carga) o como sufrimiento integrador (proceso) en nuestra vida (D. Hall).