lunes, 6 de julio de 2020

Relectura de Job en pandemia

Relectura de Job en pandemia


Raúl Pariamachi ss.cc.


Como casi todo lo que escribo, este artículo tiene su origen en un encuentro pastoral, con diáconos de la Arquidiócesis de Santiago (Chile) vía Zoom, en el que hablamos del sentido del sufrimiento en el contexto de la pandemia del COVID-19. Los contenidos recogen no sólo lo que había preparado para compartir, sino también sus intervenciones que alimentaron mi reflexión. Siempre será difícil tratar de decir algo sobre el sufrimiento, que es “inexplicable”; sin embargo, cuando sufrimos en carne propia o somos testigos del sufrimiento de los otros, desde nuestra fe, guardamos silencio y expresamos dudas.


1. ¿Y crees tú que su religión es desinteresada?


En principio, quisiera destacar que la reflexión sobre ciertos temas clave evoluciona a través de la Biblia, sin referirme también a la historia de los dogmas. Por ejemplo, el asunto de la presencia de Dios: desde el Señor de las montañas hasta el Verbo que se hizo carne; o la cuestión de la vida eterna: desde la morada en el lugar de los muertos hasta la resurrección de los muertos. Lo que desearía enfatizar es que también las preguntas y las respuestas sobre el sentido del sufrimiento tienen un desarrollo en la Biblia; es así que partiré del libro de Job, desde el que daremos una mirada hacia atrás y otra hacia adelante.


En la apertura del libro, entran en escena Dios y Satán (1-2). Lo que está en juego es si la religión de Job es “desinteresada”. Dios permite que Satán toque los bienes y los hijos de Job, pero éste no maldice a Dios. Satán vuelve a la carga: “Hiérelo en la carne y en los huesos, y te apuesto a que te maldice en la cara” (2,5). Y, a pesar de todo eso, Job no maldice a Dios: “Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?” (2,10).


De entrada, se plantea una cuestión clave. Cuando Dios elogia la religiosidad de Job, Satán le pregunta: “¿Y crees tú que su religión es desinteresada?” (1,9). No cabe duda de que el sufrimiento pone en cuestión nuestra religión: si sólo creo en Dios por el bienestar, la salud y la armonía, ¿qué sucederá cuando pierda algo, mucho o todo esto? Veremos que la teología de la retribución será puesta en cuestión en el libro. Hasta cierto punto, serán contrapuestas la lógica de la retribución y la lógica de la gratuidad en nuestra fe; como bien decía un diácono, no todo en la vida consiste en dar para recibir o en recibir para dar.


Una mirada hacia atrás permite captar el avance que supone el libro de Job. En efecto, en la teología de la retribución, de las primeras tradiciones bíblicas, predomina el principio de la conexión causal entre las acciones humanas y la justicia divina: si me porto bien me irá bien, si me porto mal me irá mal; si me va bien te seguiré, si me va mal no te seguiré; etc. Tal vez el caso paradigmático sea Jacob: “Si Dios está conmigo… entonces el Señor será mi Dios” (Gn 28,20-21). De alguna manera, desde la perspectiva de la Biblia se advierte una distinción entre el Dios de Jacob y el Dios de Job. Más adelante diremos algo más.


El relato hubiera podido terminar ahí, con un Job que sale bien librado de las pruebas. Pero continúa… Sus tres amigos se quedaron sentados siete días y siete noches, “sin decirle una palabra, viendo lo atroz de su sufrimiento” (2,13). Otro diácono decía que ésta debía ser la primera actitud de los agentes pastorales que acompañan a personas que sufren: sentarse en silencio (por supuesto, sin caer en el posterior error de los amigos de Job). En lo que sigue se desarrolla una serie de diálogos entre Job y sus tres amigos Elifaz, Bildad y Sofar, a los que se sumará Elihú, que abren accesos al sufrimiento de cara a Dios.


2. Tus manos me formaron… ¿y ahora me aniquilas?


Con el paso de los días, Job maldice el día en que nació: “Desaparezca el día que nací, y la noche en que se dijo: ¡Han concebido un varón!” (3,3). Siente que Dios está implicado en el origen de su dolor: “El furor de Dios me ataca y me desgarra, rechina los dientes contra mí y me clava sus ojos agresivos” (16,9). Rechaza que en su caso se aplique el castigo por el mal: “Me aferraré a mi inocencia sin ceder: la conciencia no me reprocha ni uno de mis días” (27,6). Mira cómo a los ladrones, los asesinos y los adúlteros les va bien, mientras sufren los pobres, los huérfanos y las viudas: “En la ciudad gimen los moribundos y piden socorro los heridos, y Dios no hace caso de su súplica” (24,12). Job sufre de Dios porque es un hombre hecho de fe: “Tus manos me formaron… ¿y ahora me aniquilas?” (10,8).


El sufrimiento de Job puede ser visto desde el concepto de dolor total (C. Saunders), una experiencia compleja que integra componentes fisiológicos, psicosociales y espirituales. Es afligido con la pérdida de sus bienes, sus siervos y sus hijos, para después ser tocado en su carne. El dolor total de Job radica en que se siente golpeado por Dios, pero al mismo tiempo se resiste a aceptar que sea por su propia culpa. Las preguntas se agolpan una tras otra, ¿por qué me pasa esto a mí?, ¿me lo merezco por mis malos actos?, ¿por qué Dios permite que me suceda? Siente que también otros sufren sin que Dios haga nada.


Las intervenciones de los amigos de Job son muestras de las “explicaciones” que se suelen ofrecer a quienes sufren. Elifaz dice a Job que su tragedia se debe a sus muchas culpas: “¿Acaso te reprocha el que seas religioso o te lleva a juicio por ello? ¿No será más bien porque es grande tu maldad y por tus innumerables culpas?” (22,4-5); así mismo Bildad advierte que nadie puede pretender ser justo: “¿Puede el hombre ser justo frente a Dios?, ¿puede ser puro el nacido de mujer?” (25,4). Por su parte, Sofar se refiere al misterio del sufrimiento que sólo puede penetrar Dios: “¿Pretendes conocer la profundidad de Dios o abarcar la perfección del Todopoderoso?” (11,7). Finalmente, Elihú apela al sentido pedagógico del sufrimiento: “Con el sufrimiento él salva al que sufre, abriéndole el oído con el dolor” (36,15).


Los amigos de Job están todavía atrapados en el dogma de la retribución, que postula una relación absoluta entre comportamiento y destino, contra el que Job se rebela sin tener una alternativa óptima. El presupuesto que Job y sus amigos comparten es que Dios gobierna todo. Los amigos no pueden aceptar que Dios sea injusto; por lo tanto, Job sufre por su culpa. Las razones de sus amigos no satisfacen a Job. En el fondo, los amigos conciben a Dios como diseñador y garante de un sistema de justicia, que envía o permite los males como castigo o prueba; en tanto que Job busca un compañero en medio de su dolor.


En la aludida reunión con los diáconos, a propósito de la pandemia, se conversó sobre la conveniencia de abandonar el lenguaje de la culpa, el castigo o la prueba (¡Dios no nos hace daño!). Al mismo tiempo, se decía que se debe tener cuidado al hablar de la pedagogía divina, porque si bien es cierto que cuando sufrimos podemos aprender mucho, no significa que Dios nos envíe el mal para que aprendamos (¡Dios no quiere el mal!).


3. ¿Quién es ese que pone en duda mi providencia?


Se dice que el asunto del libro de Job es no sólo el sufrimiento humano, sino también la cuestión de la credibilidad de Dios. Desde el principio Job pretende discutir con Dios (13,3). Más tarde dirá: “Presentaría ante él mi causa con la boca llena de argumentos. Sabría cuál es su respuesta y comprendería lo que me dice” (23,4-5). Job está insatisfecho con los discursos de sus amigos, demanda una intervención final del propio Dios.


Dios aparece en escena una vez más. Responde a Job desde la tormenta: “¿Quién es ese que pone en duda mi providencia con palabras sin sentido?” (38,2). Es como si Job fuera llevado a un paseo cósmico de la mano de Dios. Es interpelado acerca del origen del universo: “¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?” (38,4); su gobierno: “¿Has mandado en tu vida a la mañana o has señalado su puesto a la aurora? (38,12); sus misterios: “¿Has entrado hasta la fuente de los mares o paseado por la hondura del océano? (38,16). Job quiere taparse la boca con la mano. Dios vuelve a la carga, cuestiona a Job acerca del ejercicio de la justicia: “Si tienes un brazo como el de Dios… da rienda suelta a tu enojo y derriba con una mirada al soberbio, humilla con una mirada al soberbio y aplasta a los malvados” (40,9.11-12).


Se discute sobre si Dios responde a Job, porque no se pronuncia sobre su inocencia, sino que pasa de la exigencia de la justicia a las maravillas del cosmos (de la moral a la física). En cualquier caso, Job logra estar “cara a cara” con Dios. Los discursos divinos interpelan a Job, como si Dios quisiera sacarlo de su pequeño mundo y abrirlo a un horizonte más amplio. Me parece que es una llamada a entrar en el misterio de la vida. No me refiero a la aceptación del enigma del castigo divino, sino a la apertura a una vida en la que no tenemos los controles de todas las variables del destino, el sufrimiento o la felicidad.


Job reconoce que habló de cosas que no entendía y de maravillas que superaban su comprensión: “Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso retiro todas mis palabras y me arrepiento echándome polvo y ceniza” (42,5-6).


En el centro de su sufrimiento Job tiene una visión de Dios. No pienso que se trate de una visión física, sino más bien de una experiencia de Dios de tal densidad que deja certezas. Es como si hubiese alcanzado un grado de comprensión vital que le permite integrar su dolor. Hasta aquí Dios no se ha pronunciado explícitamente sobre la inocencia de Job; sin embargo, estar delante de Dios parece haber sido suficiente por ahora.


En el cierre del libro, Dios se dirige a los amigos para increparles que no han hablado rectamente sobre él, como lo ha hecho Job. Esto quiere decir que Job no maldijo (habló-mal), sino que bendijo (habló-bien) a su Dios, con sus dudas, protestas y demandas: una teo-logía desde el dolor. Después se dice que vinieron a visitarlo sus hermanos y conocidos, comieron, se condolieron y lo consolaron; además, cada uno le regaló una suma de dinero y un anillo de oro. Como en un final feliz, “el Señor bendijo a Job en sus últimos años más abundantemente que al principio…y Job murió anciano y colmado de años” (42,12.17).


El final del libro pareciera “recaer” en una lógica retributiva; no obstante, podríamos entenderlo desde una justicia restaurativa. En cualquier caso, los aportes de esta obra radican en el cuestionamiento del modelo explicativo donde uno tiene que ser condenado para que el otro salga absuelto. Dicho esto, cabe aceptar que se echa de menos la experiencia de un Dios más sensible, como es el caso de los familiares y los amigos.


4. Yo sé que está vivo mi defensor


Decía que el libro de Job es un hito en el desarrollo del sentido del sufrimiento en la Biblia; por lo tanto, es relevante dar también una mirada hacia adelante. En algún momento, Job sostiene: “Yo sé que está vivo mi defensor y que al final se alzará sobre el polvo: después de que me arranquen la piel, ya sin carne veré a Dios” (19,25-26). La tradición ha interpretado estas palabras como un anuncio de Jesús como el defensor de los que sufren. En efecto, para los cristianos, el sufrimiento encuentra su sentido en la vida, la entrega y el destino de Cristo, aunque siempre desde una expectativa abierta (nunca totalmente cerrada).


En la cruz se concentra la radicalidad del sufrimiento de Jesús, que no sufre “aislado”, puesto que el grito de Jesús en la cruz es el grito de la humanidad a Dios: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). En el fondo se escucha la lamentación del Salmo 22: “¿Por qué estás ajeno a mi grito, al rugido de mis palabras?” (2). Como ha dicho un autor, en el árbol de la cruz se representa el drama del Dios uno y trino: el Hijo que es fiel a su misión hasta la muerte, el Padre que sufre con su Hijo y el Espíritu que gime dolores de parto, porque se está gestando una nueva creación sin pecado, sin dolor, sin muerte.


La cruz es la manifestación sublime de la solidaridad de Dios en la pasión de Jesús: “Él llevó sobre la cruz nuestros pecados cargándolos en su cuerpo, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus cicatrices nos sanaron” (1Pe 2,24). No es casual que los cristianos interpretaran la entrega de Jesús desde los cantos del siervo de Dios: “Sobre él descargó el castigo que nos sana y con sus cicatrices nos hemos sanado” (Is 53,5). Vemos entonces cómo Jesús es el signo luminoso de la solidaridad de Dios, que comparte la condición humana hasta las últimas consecuencias: el Verbo encarnado (del evangelista Juan), el Siervo sufriente (del profeta Isaías) y el Mesías crucificado (del apóstol Pablo), visto como escándalo y locura, pero que en realidad es fuerza y sabiduría de Dios para quienes creen.


La cruz es expresión también de la esperanza que se vislumbra en la noche del dolor: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Y esta vez resuena la voz confiada del Salmo 31: “En ti me refugio, Señor: no quede yo nunca defraudado; por tu justicia ponme a salvo” (2). La aparición de Jesús a sus discípulos, con las heridas de sus manos y su costado, es muestra de que el Resucitado es el Crucificado, que la pasión y la gloria otorgan sentido a la vida humana. Se ha destacado que ni en las peores tragedias humanas se dejó de escuchar el Shemá Israel o el Padre nuestro como un acto de esperanza.


Los diáconos coincidían en que muchas veces nos sentimos impotentes ante el dolor, pues no podemos eliminar la causa del sufrimiento de una persona; por ejemplo, no podemos devolverle a una madre el hijo que perdió. Uno de ellos nos decía: “Por más que rece, la gente se muere”. En efecto, en muchos casos no podemos hacer nada en el nivel originario del mal físico o moral, pero -como decía Saunders- “no se puede morir curado, pero sí se puede morir sanado”, comprendiendo esta “sanación” como un proceso espiritual por el que se alcanza una relación apropiada con uno mismo, con los demás y con Dios.


5. Dios como compañero en la lucha contra el mal


En la conversación con los diáconos, apareció la cuestión inevitable del problema del mal. Si bien muchos estamos de acuerdo en que Dios no nos envía el mal para hacernos daño, en algunos está vigente la creencia de que permite el mal, porque no interviene para evitarlo. Por supuesto, aquí no es posible extenderse sobre esta interrogante aguda, pero sí quisiera decir algo breve, con el riesgo de ser demasiado esquemático tal vez.


La problemática consiste en cómo conciliar la existencia de Dios y el mal en el mundo. El dilema que se plantea es que (1) o bien Dios puede evitar el mal, pero no quiere, y entonces no es bueno; (2) o bien Dios quiere evitar el mal, pero no puede, y entonces no es poderoso. Una primera opción es intentar “justificar” que Dios no causa pero sí permite el mal, porque tiene un propósito; por ejemplo, aprendizaje o corrección. La objeción obvia sería qué padre o madre permitiría que su hijo o hija sufra, si estuviera en sus manos hacer algo para evitarlo. Una segunda opción es “postular” el sufrimiento del Dios que se muestra impotente ante el dolor del mundo. Se prefiere negar el poder antes que la bondad de Dios. Una tercera opción es “disolver” el dilema, conciliando la bondad y el poder de Dios.


En efecto, el referido dilema tiene como presupuesto la posibilidad de un mundo sin mal (el mito del paraíso en la tierra); sin embargo, hablar de un mundo sin mal es como hablar de un círculo cuadrado o un hierro de madera, dado que la realidad del mal es algo propio de un mundo finito. Por lo tanto, el nuevo punto de partida consistirá en asumir la imposibilidad de un mundo sin mal (A. Torres Queiruga). Por supuesto, este punto de partida abre nuevas cuestiones, como por qué entonces Dios crea un mundo finito en el que sabe que habrá mal. La respuesta sería que a pesar del mal la existencia es un don que Dios otorga desde el amor: Dios es el compañero en la lucha contra el mal. La realidad de Dios seguirá siendo inagotable, pero al menos evitaremos contradecirnos al hablar de Dios.


En cualquier caso, desde el nuevo punto de partida la pregunta no es por qué Dios no elimina el mal, sino cómo Dios enfrenta el mal: Dios no actúa interviniendo como desde fuera, sino animando desde dentro a sus creaturas que actúan siempre a través de sus propias leyes. Esto significa que Dios no está indiferente sino a nuestro lado, asegurando nuestra fortaleza, lucha y esperanza; como se ha dicho bien, tal vez Dios no nos evita el sufrimiento (inevitable), pero sí nos sostiene en el dolor. Dios participa del dolor del ser humano, asume el sufrimiento en su propio ser y se implica en la lucha del mundo contra el mal. Como diría una teóloga, “el modelo de Dios como amante del mundo ofrece algo quizá más importante que una defensa de Dios: la presencia de Dios junto al amado que sufre” (S. McFague).


Un diácono afectado por el cáncer, nos decía que asumía que la enfermedad era sólo un momento en su vida, que no todo había sido sufrimiento; aclaró que no estaba resignado, estaba esperanzado en el amor de Jesús. No hablaba de ser curado, sino que daba gracias a Dios. Comprendí mejor que el dolor puede vivirse como sufrimiento desintegrador (carga) o como sufrimiento integrador (proceso) en nuestra vida (D. Hall).