Damián: reparación y adoración
Raúl Pariamachi ss.cc.
Damián no era un sacerdote aséptico, era un hombre, a la vez tierno y
recio,
que imprimió la huella de sus botas en el lodo de la historia.
P. Hubert Lanssiers, ss.cc.
“Damián
mismo es un milagro”, dijo Teresa de Calcuta. No es posible descubrir la
historia de Damián sin conmoverse hasta las entrañas. No es posible tocar sus
manos tan heridas por la lepra y quedarnos indiferentes ante el sufrimiento de
los pobres. No es posible mirar su rostro desfigurado como el Crucificado, sin
atisbar el pozo espiritual de su amor hasta el extremo. Damián inspira,
inquieta, interpela…
La comunión de destino con el Maestro
La
historia de Damián en la isla de Molokai puede ser vista como un paradigma de
la fecunda relación entre la reparación y la adoración en nuestra tradición
espiritual. Casi espontáneamente evoco el ora
et labora de san Benito, el padre de nuestra regla de vida. En el retiro
anual de mi provincia, una benedictina nos decía, usando las metáforas del alma
y del cuerpo: “el alma de mi trabajo es la oración, el cuerpo de mi oración es
el trabajo”. Al respecto, me llama la atención lo que Damián escribió en una de
sus cartas, cuando trabajaba como sacerdote joven en Kohala.
“Desgraciadamente,
¿qué es la vida del misionero sino un tejido de penas y miserias? Uno se pasa
todo el tiempo en ingratas tareas como Marta y está muy poco tiempo a los pies
del Señor como María Magdalena. ¡Felices los misioneros que solo tienen que
ocuparse de su ministerio! Nosotros, en cambio, tenemos que ocuparnos de los
aspectos materiales de nuestros puestos de misión, cosa que nos causa muchas
preocupaciones…” (24.Octubre.1865).
No
cabe duda de que Damián hizo un camino de conversión siendo misionero en Hawái.
Damián no solo tuvo que vencer sus prejuicios sobre la salud, la conducta
sexual y las creencias religiosas de los hawaianos, sino que también se
enfrentó con su propio genio. Un árbol es el símbolo de su recorrido. Las
primeras noches en Kalawao durmió bajo un pandano porque no podía evitar sentir
repugnancia por los habitantes de la isla; dieciséis años más tarde sería
enterrado bajo el mismo árbol, como señal de su deseo de quedarse para siempre
con sus entrañables leprosos.
Digo
todo esto porque me parece que Damián aprendió también a integrar tanto el
trabajo como la oración en su ministerio; siguiendo su lectura alegórica
diríamos que comprendió vivencialmente que en definitiva Marta y María son una
sola: “como tengo a nuestro Señor cerca de mí, siempre estoy alegre y contento,
y trabajo con entusiasmo por la felicidad de mis queridos leprosos” (08.Diciembre.1881).
En
realidad cuando hablo de reparación y adoración pretendo llamar la atención acerca
de un aspecto clave de nuestra identidad religiosa. La vinculación estrecha
entre trabajo y oración aparece en toda su plenitud en las cartas de Damián;
como en aquella que escribe cuando la lepra comenzaba a atacar su cuerpo: “sin
la presencia constante de nuestro divino Maestro en mi pobre capilla, nunca
habría podido perseverar en la unión de mi destino al de los leprosos de
Molokai” (26.Agosto.1886). La comunión de destino con el Maestro es comunión de
destino con los leprosos.
Me he hecho leprosos
con los leprosos
Bastaría
comparar las referencias a la reparación en el capítulo preliminar (1817) con
el capítulo primero (1990) de las Constituciones para darse cuenta de la
evolución. En el capítulo preliminar se habla de la adoración del Santísimo
como forma de reparar “las injurias hechas a los Sagrados Corazones de Jesús y
de María por los innumerables crímenes de los pecadores” (art. 3). En cambio en
el capítulo primero se habla más bien de la reparación como comunión con Jesús
en la identificación con su actitud reparadora y en la colaboración con quienes
trabajan por construir un mundo de justicia y de amor, signo del reino de Dios
(cf. art. 4). Digamos que el sentido de la reparación se explicita como
servicio al cuerpo herido de Cristo en el mundo.
En
realidad, un repaso a la historia de la reparación permite apreciar sus aristas.
Es el caso de los padres de la Iglesia, quienes presentan la reparación como la
acción de Cristo para restaurar la imagen de Dios en el ser humano. Más tarde
se destacará que el cristiano es invitado a participar de la obra reparadora de
Jesús en la Iglesia y el mundo. Las palabras del Crucifijo de San Damián:
“Francisco, repara mi Iglesia”, hicieron que el Pobre de Asís uniera su corazón
a la pasión del Señor, abriéndose la herida del amor que se hará visible en los
estigmas al final de su vida.
En
su libro “Reparar el mundo”, el rabino Emil Ludwig Fackenheim subraya que el
acontecimiento inexplicable del Holocausto (con sus seis millones de muertos
judíos) es no solo una piedra de escándalo para el mundo contemporáneo, sino
también el lugar originario y originante de una humanidad nueva que solo puede
pervivir reconciliándose consigo misma y con el propio Dios. El rito de Tikkun hatzot rememora que el llanto de
Dios a la medianoche por sus hijos muertos es el despertar de la comunidad para
reparar lo que está roto en la tierra. En alusión a la tarea divino-humana de
“reparar el mundo” (tikkun olam), el
autor dice que la reparación es el fundamento del presente y del futuro. No
deja de sorprender el potencial semántico que posee el simbolismo de la reparación
para la recuperación de las víctimas en el mundo.
La
parábola viva de Damián es una participación en la obra reparadora de Jesús.
Los enfermos de lepra que habían sido capturados y recluidos en Molokai
llegaron a ser la pasión de su vida. En su primer año en la isla escribió que
se había hecho leproso con los leprosos; el último año de su vida dirá que
muere de la misma manera y de la misma enfermedad que sus ovejas en aflicción
(1889). Damián se preocupó de que sus amigos tuvieran vivienda, dignidad,
comida, alegría, vestido, consuelo y sepultura; su presencia es signo de que
Dios no se ha olvidado de los pobres.
Al
respecto el papa Francisco ha recordado que cuando san Pablo se acercó a los
Apóstoles de Jerusalén para discernir si había corrido en vano (Ga 2, 2), el
criterio clave de autenticidad que recibió consistía en que no se olvidara de
los pobres (Ga 2, 10). Este criterio que sirvió también para que las
comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo de vida individualista
de los paganos, tiene enorme validez en nuestros tiempos. El Papa dice que “la
belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por
nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los
últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (Evangelii gaudium, n. 195). ¡La belleza del Evangelio resplandeció
en Molokai!
Sin el Santísimo yo no
hubiera podido
Entiendo
que en las Constituciones la adoración está caracterizada al menos por tres
elementos esenciales: eucaristía, comunión y reparación. Podría parecer obvio
que la adoración es eucarística; no obstante, precisamente un modo de evitar su
deformación es reubicarla siempre en su humus
eucarístico. Las Constituciones dicen que en nuestra vida religiosa apostólica
“la adoración se enraíza en la celebración de la Eucaristía y es un tiempo de
contemplación con Jesús resucitado” (art. 53). La adoración no se reduce a una
devoción privada sino que se orienta al cuerpo místico de Cristo.
La
médula de la adoración consiste en que entramos en comunión con Jesús, que participamos
de sus sentimientos ante el Padre y ante el mundo (cf. art. 5). La adoración es
una parte esencial de la herencia de nuestra Congregación y de su misión
reparadora en la Iglesia justamente porque nuestra reparación es comunión con
Jesús, es participar de la misión de Jesús resucitado que nos envía a anunciar
la buena noticia, es reconocer nuestra condición de pecadores, es sentirnos
solidarios con las víctimas de la inequidad y la violencia, es colaborar para
construir un mundo de justicia y de armonía. Cada vez que nos sentamos a los
pies del Señor se dilata nuestro corazón, para hacer nuestras las actitudes que
lo llevaron a tener su corazón traspasado en la cruz.
Hemos
visto cómo Damián reconoce que sin la presencia de Cristo en su capilla no
hubiera podido unir su propio destino al destino de sus leprosos. En otra de
sus cartas señaló: “sin el Santísimo Sacramento una situación como la mía no se
podría aguantar” (08.Diciembre.1881). Delante del Santísimo se sabe reparado
por la presencia de Jesús, aceptando las consecuencias de su servicio en su
propia carne con el estigma de la lepra: “es al pie del altar donde con
frecuencia me confieso y donde busco alivio a mis penas” (26.Noviembre.1885).
Resulta
oportuno enfatizar que Damián transmitió la práctica de la adoración en
Molokai. En una carta comunica al superior general que se ha establecido la
adoración perpetua en las capillas de la leprosería: “es verdad que resulta
bastante difícil mantener la continuidad de las horas ya que las enfermedades
impiden a veces a los miembros de la Adoración venir a la iglesia la media hora;
sin embargo, resulta edificante verles en adoración, a la hora que les
corresponde, en el lecho del dolor de sus humildes cabañas” (04.Febrero.1879). De
hecho, esta práctica en Molokai es un hermoso ejemplo de cómo la adoración
eucarística sigue el doble movimiento del amar y ser amados: ser reparados para
reparar el mundo desde el amor de Dios encarnado en Jesús.
El
relato evangélico de Damián se traduce en la llamada a redescubrir el valor de
la adoración reparadora en nuestra vida. Muchas veces hemos acumulado motivos
para sospechar de la deformación “cosista” de la eucaristía y la adoración. Al
mismo tiempo, navegamos en una época propicia para recuperar el sentido de la
adoración. Felizmente podemos contar con el testimonio radical de Damián, que
tendría que ser releído a la luz de la buena teología de nuestras Constituciones.
Recientemente se nos ha recordado que somos ministros
de la adoración reparadora (38° Capítulo General).
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