jueves, 7 de mayo de 2015

Damián: reparación y adoración

Damián: reparación y adoración

Raúl Pariamachi ss.cc. 


Damián no era un sacerdote aséptico, era un hombre, a la vez tierno y recio,
que imprimió la huella de sus botas en el lodo de la historia.
P. Hubert Lanssiers, ss.cc.

“Damián mismo es un milagro”, dijo Teresa de Calcuta. No es posible descubrir la historia de Damián sin conmoverse hasta las entrañas. No es posible tocar sus manos tan heridas por la lepra y quedarnos indiferentes ante el sufrimiento de los pobres. No es posible mirar su rostro desfigurado como el Crucificado, sin atisbar el pozo espiritual de su amor hasta el extremo. Damián inspira, inquieta, interpela…

La comunión de destino con el Maestro

La historia de Damián en la isla de Molokai puede ser vista como un paradigma de la fecunda relación entre la reparación y la adoración en nuestra tradición espiritual. Casi espontáneamente evoco el ora et labora de san Benito, el padre de nuestra regla de vida. En el retiro anual de mi provincia, una benedictina nos decía, usando las metáforas del alma y del cuerpo: “el alma de mi trabajo es la oración, el cuerpo de mi oración es el trabajo”. Al respecto, me llama la atención lo que Damián escribió en una de sus cartas, cuando trabajaba como sacerdote joven en Kohala.

“Desgraciadamente, ¿qué es la vida del misionero sino un tejido de penas y miserias? Uno se pasa todo el tiempo en ingratas tareas como Marta y está muy poco tiempo a los pies del Señor como María Magdalena. ¡Felices los misioneros que solo tienen que ocuparse de su ministerio! Nosotros, en cambio, tenemos que ocuparnos de los aspectos materiales de nuestros puestos de misión, cosa que nos causa muchas preocupaciones…” (24.Octubre.1865).

No cabe duda de que Damián hizo un camino de conversión siendo misionero en Hawái. Damián no solo tuvo que vencer sus prejuicios sobre la salud, la conducta sexual y las creencias religiosas de los hawaianos, sino que también se enfrentó con su propio genio. Un árbol es el símbolo de su recorrido. Las primeras noches en Kalawao durmió bajo un pandano porque no podía evitar sentir repugnancia por los habitantes de la isla; dieciséis años más tarde sería enterrado bajo el mismo árbol, como señal de su deseo de quedarse para siempre con sus entrañables leprosos.

Digo todo esto porque me parece que Damián aprendió también a integrar tanto el trabajo como la oración en su ministerio; siguiendo su lectura alegórica diríamos que comprendió vivencialmente que en definitiva Marta y María son una sola: “como tengo a nuestro Señor cerca de mí, siempre estoy alegre y contento, y trabajo con entusiasmo por la felicidad de mis queridos leprosos” (08.Diciembre.1881).

En realidad cuando hablo de reparación y adoración pretendo llamar la atención acerca de un aspecto clave de nuestra identidad religiosa. La vinculación estrecha entre trabajo y oración aparece en toda su plenitud en las cartas de Damián; como en aquella que escribe cuando la lepra comenzaba a atacar su cuerpo: “sin la presencia constante de nuestro divino Maestro en mi pobre capilla, nunca habría podido perseverar en la unión de mi destino al de los leprosos de Molokai” (26.Agosto.1886). La comunión de destino con el Maestro es comunión de destino con los leprosos.

Me he hecho leprosos con los leprosos

Bastaría comparar las referencias a la reparación en el capítulo preliminar (1817) con el capítulo primero (1990) de las Constituciones para darse cuenta de la evolución. En el capítulo preliminar se habla de la adoración del Santísimo como forma de reparar “las injurias hechas a los Sagrados Corazones de Jesús y de María por los innumerables crímenes de los pecadores” (art. 3). En cambio en el capítulo primero se habla más bien de la reparación como comunión con Jesús en la identificación con su actitud reparadora y en la colaboración con quienes trabajan por construir un mundo de justicia y de amor, signo del reino de Dios (cf. art. 4). Digamos que el sentido de la reparación se explicita como servicio al cuerpo herido de Cristo en el mundo.

En realidad, un repaso a la historia de la reparación permite apreciar sus aristas. Es el caso de los padres de la Iglesia, quienes presentan la reparación como la acción de Cristo para restaurar la imagen de Dios en el ser humano. Más tarde se destacará que el cristiano es invitado a participar de la obra reparadora de Jesús en la Iglesia y el mundo. Las palabras del Crucifijo de San Damián: “Francisco, repara mi Iglesia”, hicieron que el Pobre de Asís uniera su corazón a la pasión del Señor, abriéndose la herida del amor que se hará visible en los estigmas al final de su vida.

En su libro “Reparar el mundo”, el rabino Emil Ludwig Fackenheim subraya que el acontecimiento inexplicable del Holocausto (con sus seis millones de muertos judíos) es no solo una piedra de escándalo para el mundo contemporáneo, sino también el lugar originario y originante de una humanidad nueva que solo puede pervivir reconciliándose consigo misma y con el propio Dios. El rito de Tikkun hatzot rememora que el llanto de Dios a la medianoche por sus hijos muertos es el despertar de la comunidad para reparar lo que está roto en la tierra. En alusión a la tarea divino-humana de “reparar el mundo” (tikkun olam), el autor dice que la reparación es el fundamento del presente y del futuro. No deja de sorprender el potencial semántico que posee el simbolismo de la reparación para la recuperación de las víctimas en el mundo.

La parábola viva de Damián es una participación en la obra reparadora de Jesús. Los enfermos de lepra que habían sido capturados y recluidos en Molokai llegaron a ser la pasión de su vida. En su primer año en la isla escribió que se había hecho leproso con los leprosos; el último año de su vida dirá que muere de la misma manera y de la misma enfermedad que sus ovejas en aflicción (1889). Damián se preocupó de que sus amigos tuvieran vivienda, dignidad, comida, alegría, vestido, consuelo y sepultura; su presencia es signo de que Dios no se ha olvidado de los pobres.

Al respecto el papa Francisco ha recordado que cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para discernir si había corrido en vano (Ga 2, 2), el criterio clave de autenticidad que recibió consistía en que no se olvidara de los pobres (Ga 2, 10). Este criterio que sirvió también para que las comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo de vida individualista de los paganos, tiene enorme validez en nuestros tiempos. El Papa dice que “la belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (Evangelii gaudium, n. 195). ¡La belleza del Evangelio resplandeció en Molokai!

Sin el Santísimo yo no hubiera podido

Entiendo que en las Constituciones la adoración está caracterizada al menos por tres elementos esenciales: eucaristía, comunión y reparación. Podría parecer obvio que la adoración es eucarística; no obstante, precisamente un modo de evitar su deformación es reubicarla siempre en su humus eucarístico. Las Constituciones dicen que en nuestra vida religiosa apostólica “la adoración se enraíza en la celebración de la Eucaristía y es un tiempo de contemplación con Jesús resucitado” (art. 53). La adoración no se reduce a una devoción privada sino que se orienta al cuerpo místico de Cristo.

La médula de la adoración consiste en que entramos en comunión con Jesús, que participamos de sus sentimientos ante el Padre y ante el mundo (cf. art. 5). La adoración es una parte esencial de la herencia de nuestra Congregación y de su misión reparadora en la Iglesia justamente porque nuestra reparación es comunión con Jesús, es participar de la misión de Jesús resucitado que nos envía a anunciar la buena noticia, es reconocer nuestra condición de pecadores, es sentirnos solidarios con las víctimas de la inequidad y la violencia, es colaborar para construir un mundo de justicia y de armonía. Cada vez que nos sentamos a los pies del Señor se dilata nuestro corazón, para hacer nuestras las actitudes que lo llevaron a tener su corazón traspasado en la cruz.

Hemos visto cómo Damián reconoce que sin la presencia de Cristo en su capilla no hubiera podido unir su propio destino al destino de sus leprosos. En otra de sus cartas señaló: “sin el Santísimo Sacramento una situación como la mía no se podría aguantar” (08.Diciembre.1881). Delante del Santísimo se sabe reparado por la presencia de Jesús, aceptando las consecuencias de su servicio en su propia carne con el estigma de la lepra: “es al pie del altar donde con frecuencia me confieso y donde busco alivio a mis penas” (26.Noviembre.1885).

Resulta oportuno enfatizar que Damián transmitió la práctica de la adoración en Molokai. En una carta comunica al superior general que se ha establecido la adoración perpetua en las capillas de la leprosería: “es verdad que resulta bastante difícil mantener la continuidad de las horas ya que las enfermedades impiden a veces a los miembros de la Adoración venir a la iglesia la media hora; sin embargo, resulta edificante verles en adoración, a la hora que les corresponde, en el lecho del dolor de sus humildes cabañas” (04.Febrero.1879). De hecho, esta práctica en Molokai es un hermoso ejemplo de cómo la adoración eucarística sigue el doble movimiento del amar y ser amados: ser reparados para reparar el mundo desde el amor de Dios encarnado en Jesús.

El relato evangélico de Damián se traduce en la llamada a redescubrir el valor de la adoración reparadora en nuestra vida. Muchas veces hemos acumulado motivos para sospechar de la deformación “cosista” de la eucaristía y la adoración. Al mismo tiempo, navegamos en una época propicia para recuperar el sentido de la adoración. Felizmente podemos contar con el testimonio radical de Damián, que tendría que ser releído a la luz de la buena teología de nuestras Constituciones. Recientemente se nos ha recordado que somos ministros de la adoración reparadora (38° Capítulo General).

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