Adoradores en tiempos de desasosiego
Raúl Pariamachi ss.cc.
“Los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y verdad”
(Juan 4, 23)
¿Nostalgia del espíritu?
Uno
de los libros más exitosos por sus ventas es El monje que vendió su Ferrari. Una fábula espiritual, del abogado
Robin S. Sharma. Se puede adquirir el texto original en las mejores librerías
de Lima o la copia alternativa en el jirón Quilca. Es el relato de un joven
super-abogado que cierto día se desplomó en plena sala del tribunal a causa de
un estrés producido por su trabajo frenético y su vida disipada. El hecho es
que vendió su mansión, su avión y su Ferrari para peregrinar hacia la India,
donde –en alguna parte del Himalaya– se transformó en un yogui, descubriendo
así las claves del autodominio, la responsabilidad personal y el
esclarecimiento espiritual a través del Método de Sivana (siete virtudes
básicas). En realidad el libro como relato es bastante pobre. Lo que busca su
autor es exponer narrativamente la teoría de las siete virtudes de una vida
iluminada. En esta fábula el yogui vuelve a su país para mostrar a su amigo el
camino que mejorará su vida personal, profesional y espiritual (aunque sin
abandonar la ciudad). Me parece que la atracción que produce este libro en
muchas personas –por algo se vende y se lee– se debe a que de algún modo
(¿cuestionable?) fusiona la sabiduría espiritual de Oriente con los principios
del éxito en Occidente.
Me
he extendido un poco en este relato del monje que vendió su Ferrari porque
considero que ilustra bien la experiencia que vivimos en nuestras sociedades
modernas, donde cada vez más personas están en busca de un auxilio espiritual
para sobreponerse al desasosiego de la vida diaria, sabiendo que no son suficientes
los títulos académicos, el éxito profesional, el bienestar económico o la
diversión acelerada.
En
las librerías de los aeropuertos –también en muchas otras librerías– se ubican
secciones de espiritualidad y autoayuda, donde podemos encontrar los libros de
autores como Osho, Deepak Chopra, Wayne Dyer, Eckhart Tolle, Paulo Coelho,
Jorge Bucay o James Redfield, quienes entregan a sus lectores un paquete de
ofertas “espirituales” en las que se combinan tradiciones adaptadas del
brahmanismo, el hinduismo, el budismo, el zen, el taoísmo, el sufismo y el
judeocristianismo; se mezclan lo religioso, lo místico, lo metafísico, lo
psíquico, lo cuántico, lo esotérico y lo mágico; se aconsejan principios,
métodos y técnicas para conquistar la felicidad, el éxito, la paz, el amor y la
eternidad, la armonía de cuerpo y mente, el cuidado del alma, la salud y el
sexo.
De
ningún modo pretendo descalificar las ofertas de estos autores ni las opciones
de sus lectores. He leído algunos de estos libros en parte por saber lo que
cautiva a tanta gente. Simplemente quiero partir de esta búsqueda difusa de
cierta trascendencia, con el propósito de ubicar la adoración eucarística en el
horizonte de la experiencia cristiana y en el contexto de la necesidad
espiritual de nuestra época.
Considero
necesario entonces profundizar en el significado de la espiritualidad, de modo
que comprendamos mejor el sentido de la adoración eucarística reparadora en la
tradición de la Congregación de los Sagrados Corazones.
¡Desde nuestras
raíces!
Hace
algunos años el teólogo José María Castillo escribió un libro con un título
sugerente: Espiritualidad para
insatisfechos. Este autor decía que para muchas personas el espíritu es aquello
que se contrapone al cuerpo, lo material y lo sensible; por lo tanto, se tiene
la impresión de que la espiritualidad entra en conflicto con el disfrute de la
vida: la espiritualidad sería la renuncia a una vida plenamente feliz.
Me
parece que una doble entrada a la comprensión de la espiritualidad ayudará a
clarificar este asunto. En sentido amplio, podríamos optar por la definición
que propone Robert Solomon: “La espiritualidad significa para mí las grandes
pasiones reflexivas de la vida, y una vida vivida de acuerdo con esas grandes
pasiones y reflexiones” (véase el libro Espiritualidad
para escépticos). Esta espiritualidad integra el amor y la confianza, la
reverencia y la sabiduría, la tragedia y la muerte. En definitiva, diremos con
Solomon que “la espiritualidad es el amor reflexivo por la vida”.
En
sentido estricto precisemos que espiritualidad
es un derivado de espíritu, que en el
Nuevo Testamento designa la presencia de Dios en la vida humana y sobre todo en
la comunidad cristiana. En el libro La
espiritualidad de los laicos, Juan Antonio Estrada definía la
espiritualidad como una vida según el Espíritu, una forma de vida que se deja
guiar por el espíritu del propio Jesús.
Esto
significa que en sí misma la espiritualidad evangélica no se contrapone a lo
corporal, material y sensible, sino que se distingue por el espíritu que orienta la vida del
cristiano, desde una visión holística del ser humano en el mundo.
Cabe
agregar que este mismo Espíritu ha suscitado diferentes espiritualidades en la
Iglesia católica. Por ejemplo, la teología latinoamericana de la liberación ha
hablado de “un camino espiritual desde la experiencia de los pueblos de América
Latina”, donde la oposición entre espíritu y carne es entendida desde la oposición
entre vida y muerte. La espiritualidad se visibiliza en un compromiso por la
vida.
“Reparar el mundo”
Entrando
propiamente en la adoración, considero que el ícono de la Samaritana es
bastante sugerente. El diálogo entre Jesús y la mujer samaritana apunta
directamente al corazón de la adoración.
El
encuentro con Jesús permite que la Samaritana se descubra a sí misma como una
persona abierta al Espíritu. Esta mujer reconoce la sed de agua viva que anida
en su interior. Surge entonces su interrogante sobre el lugar de la adoración.
Jesús le responde que ha llegado la hora en que “los adoradores verdaderos adorarán
al Padre en espíritu y verdad” (Jn 4, 23). La autenticidad de la adoración no
depende de un determinado lugar. Los adoradores auténticos son las personas que
se dejan orientar por el Espíritu de Dios, que han sabido reconocer a Jesús como
la verdad de sus vidas.
Quisiera
recordar algunas características de la adoración eucarística reparadora en la autocomprensión
de la Congregación, siguiendo especialmente lo que se señala en las
Constituciones de los hermanos y de las hermanas.
Lo
primero que destaca es el hecho obvio de que se trata de una adoración que es
eucarística. En las Constituciones se señala que como nuestros fundadores, encontramos en la eucaristía la fuente y la
cumbre de nuestra vida (Const. 5). La adoración se integra en la eucaristía
como la fuente de la que brota y la cumbre a la que tiende nuestra vida, en sus
dimensiones personal, comunitaria y apostólica. Por lo tanto, no se puede
reducir la adoración a una devoción meramente privada, sino que debe estar
siempre referida a la eucaristía como memoria de Jesús crucificado, muerto y
resucitado, que está presente en la celebración de la comunidad que se reconoce
como cuerpo de Cristo. La adoración es entendida como un tiempo de
contemplación con Jesús resucitado, que se enraíza en la celebración de la
eucaristía (cf. Const. Hnos. 53, 2).
Me
parece que la adoración eucarística en la Congregación presenta claramente al
menos dos elementos que permiten descubrir el significado y la relevancia del
acto de la adoración eucarística en nuestra familia religiosa. Veamos.
El
primer elemento es “comunión”. En la adoración entramos en comunión con Jesús: la celebración eucarística y la adoración
contemplativa nos hacen participar en sus actitudes y sentimientos ante el
Padre y ante el mundo (Const. 5). Esto significa que cada vez que nos
ponemos en adoración ante la presencia eucarística de Jesús, estamos haciendo
nuestros los sentimientos, las actitudes y las opciones que condujeron a Jesús
al extremo de tener su corazón traspasado en la cruz (cf. Const. 3). La
identificación con Jesús tiene una doble orientación: el Padre y el mundo.
Sentados a los pies del Maestro, aprendemos a ser hijos del Padre y aprendemos
a ser hermanos unos de otros; es decir, es abandono en las manos de Dios y es
deseo de amar como Dios ama.
El
segundo elemento es “reparación”. En efecto, la eucaristía y la adoración nos impulsan a asumir un ministerio de
intercesión y nos recuerdan la urgencia de trabajar en la transformación del
mundo según los criterios evangélicos (Const. 5). Quiere decir que en la
adoración eucarística buscamos identificarnos con la obra reparadora de Jesús.
Me parece que la esencia de nuestra espiritualidad reparadora está bien
expresada en las Constituciones: es reconocer nuestra condición de pecadores;
es sentirnos solidarios con las víctimas del pecado, la injusticia y la
violencia; es colaborar con los que trabajan por construir un mundo mejor como
signo del reino de Dios (cf. Const. 4). La adoración nos estimula a sanar las
heridas del cuerpo de Cristo en el mundo.
Finalmente,
deberíamos recordar siempre que la adoración es un ministerio en la
Congregación. Un auténtico servicio, que conlleva un compromiso a diferentes
niveles: en la adoración somos delegadas
por la Iglesia (Const. Hnas. 43).
Al
comenzar esta charla decíamos que en nuestros tiempos muchas personas van en
búsqueda de un auxilio espiritual para sobreponerse al desasosiego de la vida
diaria. Por lo tanto, será importante redescubrir la espiritualidad de la
práctica de la adoración. La espiritualidad no puede convertirse en un producto
del mercado, que se vende como un sucedáneo de la religión. La adoración eucarística
es un acto de comunión con Jesús, que suscita en nosotros el deseo de amar a
Dios y al prójimo, que nos hace mejores, que convierte los corazones y
transforma el mundo. Gracias.
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