Una brújula para la Iglesia
Cincuenta años después del concilio Vaticano II
Raúl Pariamachi ss.cc.
El próximo
8 de diciembre se cumplen cincuenta años de la clausura del concilio ecuménico Vaticano
II (1962-1965), el acontecimiento eclesial más importante del siglo pasado.
Retomando una imagen usada por su antecesor Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI
dijo que los documentos del Concilio son “una brújula que permite a la barca de
la Iglesia avanzar mar adentro, en medio de tempestades o de ondas serenas y
tranquilas, para navegar segura y llegar a la meta” [1].
Por su parte, el pontificado del papa Francisco viene mostrando la posesión de
la herencia conciliar en la Iglesia.
El proceso
de recepción del concilio Vaticano II ha sido complejo, precisamente debido a
su trascendencia eclesial. La historia de los concilios de la Iglesia muestra
que los concilios más relevantes han tenido recepciones difíciles. La enseñanza
fundamental del concilio de Nicea (325) tuvo que ser confirmada por concilios
posteriores; sabemos que durante los cincuenta años que siguieron, no pocos
obispos abrazaron el arrianismo (condenado por Nicea). La importancia del
concilio de Trento (1545-1563) se desplegó en las décadas posteriores, en la
medida en que sus decisiones se aplicaban [2].
Como dice Faggioli, la mejor manera de reflexionar sobre el estado del
catolicismo en el siglo XXI es tomar posesión del evento que modeló la Iglesia
de un modo que es comparable solo con el impacto del concilio de Trento en el
catolicismo europeo [3].
Considero
que estamos en condiciones de imaginar la ruta seguida por la Iglesia bajo la orientación
de la brújula conciliar, sin evitar el conflicto de las interpretaciones en el
camino. Con este propósito, quiero presentar por lo menos cinco binomios que nos
permitan reconocer los puntos alcanzados por el Concilio y ponderar sus
repercusiones en la teología y la pastoral de la Iglesia. Me mueve la
convicción compartida de que los cambios más significativos en el catolicismo
tienen sus raíces en el concilio Vaticano II, calificado como el nuevo
pentecostés para la Iglesia en el mundo.
1. Pastoral y doctrina
Un primer
binomio es pastoral y doctrina, que estuvo anunciado por el discurso de
apertura; cuando el papa Juan XXIII señaló que la tarea principal del Concilio
no era la discusión de un determinado tema de la doctrina, repitiendo
difusamente la enseñanza de la Iglesia –que para esto no era necesario un
concilio–, sino que se esperaba un paso adelante en la profundización de la
doctrina, que tendría que ser expuesta a través de las fórmulas literarias del
pensamiento moderno, considerando que una cosa es la sustancia de la antigua
doctrina y otra la manera de formular su expresión: a esto se deberá prestar atención
según las exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral, “mostrando
la validez de su doctrina más bien que renovando condenas” [4].
Como en
tantos otros temas, el Concilio es un punto de llegada y de partida. En este
caso, la búsqueda de un estatuto propio de la teología pastoral colaboró en la
mejor comprensión de la pastoral en la Iglesia. En efecto, el concepto de
pastoral se desarrolló desde el trabajo del sacerdote como funcionario de la Iglesia
y del Estado, pasando por la actividad del pastor con la asistencia de los laicos
en la Iglesia, hasta la acción de toda la Iglesia que se realiza a sí misma en
el mundo (justamente para acentuar estos cambios algunos prefirieron hablar de
teología práctica) [5]. Por
supuesto, después del Vaticano II la teología pastoral continuó su desarrollo
en distintos países, estimulada especialmente por sus conexiones antropológicas,
socioculturales y sociopolíticas [6].
Se suele
calificar el Vaticano II como un concilio pastoral. Todavía para algunos esto
significa esencialmente que no definió ningún dogma. En cambio, se ha
reconocido que el carácter predominantemente pastoral del Concilio consiste al
menos en estos tres puntos: La Iglesia mostró una actitud de apertura y de
diálogo en relación con el mundo. Los padres conciliares se preocuparon por mostrar
la doctrina de la Iglesia en respuesta a la realidad de las mujeres y los
hombres del siglo XX. Los documentos del Concilio se elaboraron como resultado
de una circularidad dialéctica entre la doctrina y la pastoral. Espero que más
adelante la exposición de los siguientes binomios permita profundizar en esta fecunda
circularidad evangélica entre doctrina y pastoral.
La recepción
del Concilio cristalizó en la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano
celebrada en Medellín (1968). La teología de la liberación desarrolló la
función de la teología como una reflexión crítica de la praxis a la luz de la
palabra de Dios: la práctica era vista como el punto de partida y el punto de
llegada de la teología [7].
Los obispos aplicaron el método del ver, juzgar y actuar para reflexionar sobre
la Iglesia en la transformación de América Latina a la luz del Concilio, legándonos
la opción por los pobres como el fruto más maduro del árbol conciliar en el
Continente. Las décadas siguientes mostraron la validez de la vinculación entre
doctrina y pastoral en la Iglesia. La conferencia de Aparecida (2007) se ubicó
en la misma línea.
El Sínodo
de la Familia ha mostrado las consecuencias positivas de la posesión de la
herencia conciliar animada por el Papa, quien tuvo la iniciativa de convocar a
una asamblea extraordinaria (2014) para tratar específicamente sobre los
desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización y a una
asamblea ordinaria (2015) para hablar de la vocación y la misión de la familia
en el mundo contemporáneo. Los padres sinodales han sido conscientes de la
necesidad de detenerse en los problemas reales y de poner en relación los
principios y las aplicaciones [8].
No obstante, el Sínodo ha mostrado también en algunos casos que todavía cuesta
partir de los desafíos de la misma realidad, porque se prefiere el camino
deductivo de la doctrina a la pastoral.
2. Escritura y teología
Un segundo
binomio es Escritura y teología. En el Vaticano II desembocaron el movimiento
bíblico, la renovación litúrgica y el renacimiento patrístico, reivindicando el
retorno a las fuentes. En esta corriente se consolidó una comprensión de la
revelación desde la perspectiva de Dios que quiso revelarse a sí mismo y dar a
conocer el misterio de su voluntad a los seres humanos en la historia, para
invitarlos a la amistad (cf. DV 2), dejando definitivamente atrás la imagen de
un depósito estático de verdades reveladas. En este marco se presentan a la
Escritura y la Tradición como la fuente de la revelación, aunque el Concilio se
extiende en los contenidos, la inspiración y la interpretación, así como el
lugar de la sagrada Escritura en la vida de la Iglesia.
Entre los
diferentes tópicos bíblicos, quisiera subrayar que los padres conciliares
reiteran el carácter divino-humano de la Escritura (palabra de Dios en palabra
humana), destacando las consecuencias en la interpretación de la misma: para
conocer lo que Dios quiso comunicarnos, el intérprete de la Escritura “debe
estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a
conocer con dichas palabras” (DV 12). Resulta necesario entonces descubrir la
intención de los autores bíblicos y leer la Escritura con el mismo Espíritu con
que fue escrita [9].
Este doble principio orientará el estudio católico de la Biblia, así como los
vínculos entre exégesis y teología, bajo la famosa frase de que “el estudio de
la Escritura ha de ser como el alma de la teología” (DV 24).
De hecho,
el espaldarazo del Concilio impulsó el avance en los estudios bíblicos; no solo
en el desarrollo de los métodos de exégesis: diacrónicos y sincrónicos
(retórico, narrativo y semiótico), sino además en la extensión de los
acercamientos bíblicos desde las tradiciones históricas, las ciencias humanas y
las situaciones sociales; por ejemplo, en los casos de la lectura
liberacionista o la interpretación feminista [10].
La fecundidad de los estudios bíblicos repercutió en la acción pastoral de la
Iglesia, especialmente visible en el hecho de que la Biblia fue puesta en las
manos de los fieles que empezaron a leerla en la comunidad de base. No
obstante, estamos lejos de una lectura crítica desde la base, que se refleja en
la lectura fundamentalista de algunos en la Iglesia.
En las
décadas posteriores al Concilio también hemos sido testigos de una suerte de
conflicto sobre la aplicación de los principios hermenéuticos en el caso de la
Biblia. Al respecto es ilustrativa la crítica de Ratzinger sobre el hiato entre
exégesis y teología, específicamente entre el método histórico-crítico y la
hermenéutica de la fe en la Iglesia. En una conferencia en 1988 [11]
decía que una lectura cuidadosa de la Dei
Verbum permite hallar la síntesis entre exégesis y teología, pero no como
algo inmediatamente evidente, por lo que la recepción postconciliar dejó de
lado la parte teológica [12].
Quienes piensan distinto insisten en que la teología debe partir del sentido
objetivo de los textos bíblicos para interpretar los nexos que unifican la
palabra de Dios en la historia [13].
Los
desafíos vislumbrados por el Concilio están vigentes en la vida de la Iglesia,
tanto en el ámbito académico como en el campo pastoral. En el ámbito académico
sigue pendiente una clarificación de las relaciones entre exégesis y teología,
que a mi entender pasa por los nexos entre hermenéutica bíblica y hermenéutica
dogmática (esta segunda algo retrasada con respecto a la primera); en realidad,
la cuestión está conectada además con las relaciones entre teología académica y
magisterio eclesial. En el campo pastoral, en varios casos es preciso superar
la utilización acrítica de la Biblia como mero recurso para la catequesis y la
enseñanza; sabiendo que la animación bíblica en la Iglesia supone la promoción
de un estudio crítico y una lectura pastoral de la Biblia.
3. Catolicidad y ecumenismo
Un tercer
binomio es catolicidad y ecumenismo [14].
Entre los mayores méritos del Concilio se cuentan su comprensión cada vez más
amplia de la catolicidad de la Iglesia, junto con su decidido compromiso por el
diálogo con otros cristianos y otros creyentes. La debatida afirmación conciliar
de que la Iglesia de Cristo (establecida y organizada en este mundo como una
sociedad) “subsiste en la Iglesia católica”, va de la mano con que “fuera de su
estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes
propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica” (LG 8). Podría
decirse ilustrativamente que el clásico axioma “fuera de la Iglesia no hay
salvación” se entiende cada vez mejor en sentido no excluyente sino inclusivo.
Los padres
conciliares declararon, en referencia a los hermanos “separados”, que
“justificados por la fe en el bautismo, quedan incorporados a Cristo y, por
tanto, reciben el nombre de cristianos con todo derecho y justamente son
reconocidos como hermanos en el Señor por los hijos de la Iglesia católica” (UR
3). El empeño ecuménico avanzó en el tiempo postconciliar, en alguna medida con
el diálogo doctrinal hacia la búsqueda de la unidad visible en la misma fe,
pero sobre todo en la colaboración en las acciones que están orientadas al bien
común, como las iniciativas ecuménicas por la justicia, la paz y la integridad
de la creación [15].
En la senda del Concilio, el papa Francisco ha escrito que “el ecumenismo es un
aporte a la unidad de la familia humana” (EG 245).
El Concilio
declaró que la Iglesia no rechaza nada de lo que, en otras religiones, hay de
santo y verdadero: exhorta a sus hijos a que “reconozcan, guarden y promuevan
aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales
que en ellos existen” (NA 2). El fenómeno de la globalización de las religiones
y las experiencias de la inculturación del mensaje cristiano han motivado el
diálogo interreligioso después del Concilio (también aquí cabe enfatizar la
colaboración con objetivos de carácter social). La cuestión controvertida en la
Iglesia ha sido la conciliación de la afirmación de Cristo como el único
salvador del género humano con el reconocimiento de las otras religiones como
caminos de salvación por sí mismas (el pluralismo religioso) [16].
En realidad
el Concilio va más allá cuando, hablando de la asociación del género humano al
misterio pascual de Cristo, dice que esto vale no solo para los cristianos,
sino para todos los seres humanos de buena voluntad (en su corazón actúa la
gracia de modo invisible), “debemos
creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma
de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22). Justamente
en esta línea se entiende que el Concilio, en un acto sin precedentes, reconociera
que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa, además de que esta
doctrina tiene sus raíces en la revelación (cf. DH 9) [17].
No es casual que los padres conciliares quieran dirigirse de este modo no solo
a los católicos sino a todas las personas.
En las
décadas siguientes al Vaticano II hemos sido conscientes progresivamente de que
se trataba del primer concilio de una Iglesia global (que es distinta a una
Iglesia internacional), entendida la globalización como la extensión de los fenómenos,
procesos y sistemas sociales más allá de las barreras territoriales. Se han
extendido por el planeta tanto las denominaciones cristianas y las tradiciones
religiosas como las posturas sobre la reivindicación del Estado laico y la
privatización de la religión, acompañadas de otras actitudes como la
increencia, el agnosticismo o la indiferencia. En este contexto, se hace necesario
aprender del Concilio que, sin dejar de expresar la identidad de la fe
católica, supo reconocer la verdad más allá de la frontera visible de la
Iglesia.
4. Iglesia y mundo
Un cuarto
binomio es Iglesia y mundo. Se suele decir que el Concilio habló de la Iglesia ad intra y ad extra, sabiendo que hasta cierto punto se trata de dimensiones
que pueden ser distinguidas pero no separadas. Por una parte, los documentos
conciliares se refieren a la naturaleza de la Iglesia, la revelación, la
liturgia y la pastoral, así como a la identidad de sus diferentes miembros
(otro binomio relevante es pueblo y jerarquía, que no me es posible comentar
aquí). Por otra parte, tratan sobre la presencia, la vocación y la misión de la
Iglesia en el mundo, abordando temas como la situación del ser humano y los
problemas del mundo actual. De hecho, el carácter pastoral del Vaticano II
radica en la relación clave entre Iglesia y mundo que advirtió el Concilio.
Se suele
decir que la constitución pastoral Gaudium
et spes sobre la Iglesia en el mundo actual es como el paradigma del
magisterio pastoral del Concilio (S. Madrigal). La compleja historia de su
elaboración es significativa al respecto [18].
El primer esquema de trabajo trataba sobre el orden moral cristiano, siendo
rechazado por los padres porque estaba más centrado en lo ad intra que en lo ad extra.
Se preparó un nuevo esquema que titulaba La
presencia de la Iglesia en el mundo moderno (esquema XVII), que también sería
rechazado por enfocarse más en la teoría que en la práctica. Entonces es cuando
se comenzaría a gestar la actual Gaudium
et spes (esquema XIII), que después de intensos debates sería aprobada como
el último acto magisterial del Concilio [19].
Los
prolongados debates en el aula conciliar, que llevaron a la Gaudium et spes, ofrecen una visión del
desafío que supuso para el Concilio plantear las relaciones entre Iglesia y
mundo. Los padres conciliares no querían una constitución dogmática sobre el
orden moral cristiano sino una constitución pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual (una diferencia clave). Los padres detectaron que las expectativas
de la gente no estaban centradas en el enfoque ad intra sino en el enfoque ad
extra (esta será la perspectiva que conducirá a la constitución pastoral).
Los padres se preocuparon porque la parte práctica fuera tan consistente como
la parte teórica, tratando de distinguir entre las afirmaciones doctrinales
(principios) y los problemas concretos (aplicaciones).
La
recepción de la constitución pastoral no ha sido sencilla. Ya en el discurso de
clausura, el papa Pablo VI dijo que el Concilio no se había desviado sino se había
vuelto hacia el mundo, en coherencia con la índole pastoral que escogió como
programa [20]. En
la recepción se discutió al menos sobre esto: Si bien todos reconocieron los
aciertos del Concilio en la revisión de las relaciones entre Iglesia y mundo, dado
que la Iglesia tiene algo que ofrecer y que recibir del mundo, algunos pensaron
que se había sido demasiado optimista [21];
también se discutió sobre la hermenéutica de las aseveraciones pastorales, discrepando
sobre la relaciones entre la descripción de la situación concreta, la doctrina
de carácter obligatorio y la aplicación de los principios generales [22].
Después de
cincuenta años se aprecian mejor los aciertos de la autocomprensión de la
Iglesia en el mundo actual. Las afirmaciones conciliares relativas a una
Iglesia que habla al corazón de las personas; que comparte los gozos y las
esperanzas, las angustias y las tristezas de todos los humanos, especialmente
de los más pobres; que discierne los signos de los tiempos a la luz del
Evangelio; que quiere responder a los interrogantes de la humanidad; que
proclama que el misterio del ser humano se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado; son afirmaciones que forman parte del actual imaginario católico. Por
otra parte, cabe admitir que después de medio siglo el Concilio se queda algo corto
ante algunos desafíos que se presentan en esta nueva época.
5. Pobreza y pobres
Un quinto
binomio es pobreza y pobres. Es evidente que el concilio Vaticano II no hizo
del binomio “pobreza y pobres” un eje de su reflexión, aunque estuvo presente. Cómo
no recordar el mensaje del papa Juan XXIII, un mes antes de abrirse el
Concilio, cuando dijo que “con los países subdesarrollados la Iglesia se
muestra como lo que es y lo que quiere ser: la Iglesia de todos y,
principalmente, la Iglesia de los pobres” [23].
Este mensaje fue como la bandera de uno de los grupos informales que aparecieron
durante el Concilio, conocido como el grupo de “La Iglesia de los pobres”, que llegó
a convocar a cerca de cincuenta obispos y diversos teólogos, contando con más
de 500 firmas para una de sus iniciativas presentadas a la consideración del
Papa [24].
El grupo de
“La Iglesia de los pobres” difundió el escrito de P. Gauthier titulado “Los
pobres, Jesús y la Iglesia”, con el que diferentes obispos se sintieron
identificados. En una nota programática el grupo planteaba tres cuestiones: el
desarrollo de los países pobres, la evangelización de los pobres y una Iglesia
pobre. Durante la segunda sesión (1963), el papa Pablo VI pidió al cardenal
Lercaro que examinara el material elaborado por el grupo; al año siguiente, Lercaro
envió su respuesta al Papa a través del secretario de Estado. Al parecer el
informe desapareció enterrado en las arenas del tiempo, sin que la propuesta
tuviera mayores repercusiones en las decisiones del Concilio; sin embargo, los
aportes del grupo se concentraron en la constitución pastoral.
Si bien la
Iglesia de los pobres es una laguna en los documentos conciliares, que no se
puede llenar con textos aislados, es imprescindible revalorar algunas afirmaciones.
El Concilio advierte que la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino
de pobreza y persecución de Cristo, se dice que la Iglesia reconoce en los
pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, y se
esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo (cf. LG
8). En otra parte, se recuerda que los gozos y la esperanzas, las tristezas y
las angustias, de los seres humanos, sobre todo de los pobres, son compartidos
por la Iglesia de Cristo (cf. GS 1). Como dice Sobrino, “sin el concilio no
hubiese habido Iglesia de los pobres, pero tampoco sólo con él” [25].
En una de las
páginas poco conocidas de la historia del Vaticano II se cuenta que el 16 de
noviembre de 1965 un grupo de cuarenta obispos celebraron la eucaristía en las
catacumbas de santa Domitila, donde suscribieron el llamado Pacto de las
catacumbas. Este pacto contenía trece compromisos de los obispos orientados a
ser una Iglesia pobre, de los pobres y para los pobres, con consecuencias en el
modo de vivir y de trabajar; por ejemplo, el punto 5 decía: “Rechazamos que
verbalmente o por escrito nos llamen con nombres y títulos que expresen
grandeza y poder (eminencia, excelencia, monseñor…). Preferimos que nos llamen
con el nombre evangélico de padre (Mt 2, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15)” [26],
entre otros temas.
Si entendemos
que Juan XXIII asignó como tarea del Concilio abrirse al mundo, encontrar un
lenguaje teológico apropiado y dar testimonio de una Iglesia de los pobres,
tendremos que reconocer que la tercera tarea apenas está presente en sus textos [27];
como responde G. Gutiérrez, cuando se le pregunta por qué la Iglesia de los
pobres no prendió en el Concilio: la tierra no estaba preparada. No obstante, obispos
latinoamericanos que participaron en el Vaticano II, destacando entre ellos Manuel
Larraín y Hélder Câmara, promovieron la recepción en América Latina a través de
la conferencia de Medellín, que potenció diversos elementos conciliares. La
realidad de la Iglesia de los pobres permitió que el Concilio se expandiera creativamente
en el Continente.
[1] Benedicto XVI,
Audiencia general (10 de octubre del
2015).
[2] En contraste, recordemos que cincuenta años antes de
la clausura de Trento estaba empezando otro concilio en Letrán (1512-1517), que
coincidió con las 95 tesis de Lutero, siendo incapaz de detectar los evidentes
signos de corrupción dentro de la Iglesia.
[3] Cf. Massimo Faggioli,
Vatican II. The battle for meaning,
New York, Paulist Press, 2012, p. 2.
[4] Juan XXIII,
Gaudet Mater Ecclesia (11 de octubre
de 1962).
[5] Mientras se realizaba el Concilio, un equipo de
teólogos católicos alemanes, dirigidos por Karl Rahner, empezaba a trabajar en
la elaboración del Manual de Teología Pastoral (redactado entre 1964 y 1972).
[6] Véase el clásico libro de Casiano Floristán, Teología práctica. Teoría y praxis de la acción pastoral, 3ª ed.,
Salamanca, Sígueme, 1998.
[7] Cf. Gustavo Gutiérrez,
Teología de la liberación. Perspectivas,
Lima, CEP, 1971, pp. 15-34.
[8] Francisco,
Discurso en la clausura de la XIV
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (24 de octubre del
2015): “La experiencia del Sínodo nos ha hecho comprender mejor que los
verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el
espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas, sino la gratuidad del
amor de Dios y de su perdón”.
[9] La encíclica Providentissimus
Deus de León XIII (1892) impulsó moderadamente los estudios bíblicos
católicos, que serían frenados de modo considerable por el decreto Lamentabili (1907) y la encíclica Pascendi (1907) de Pío X, hasta que la
encíclica Divino afflante Spiritu de
Pío XII (1943) abriera definitivamente el campo de la investigación bíblica a
los exégetas; cabe sumar la encíclica Sancta
Mater Ecclesia de Pablo VI durante el Concilio (1964).
[10] Cf. Pontificia
Comisión Bíblica, La
interpretación de la Biblia en la Iglesia (1992).
[11] Cf. Joseph Ratzinger,
“La interpretación bíblica en conflicto”, en J. Ratzinger,
Escritura e interpretación. Los
fundamentos de la interpretación bíblica, Madrid, Palabra, 2003, p. 26.
[12] Como papa abordará este tema en la exhortación
apostólica postsinodal Verbum Domini
sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia (30 de
septiembre del 2010), nn. 29-39.
[13] Cf. José Alemany,
“¿Se da una relación problemática entre exégesis y teología dogmática?”, en Concilium 256 (1994), pp. 137-145.
[14] Uso aquí la palabra “ecumenismo” en un sentido
amplio, considerando el diálogo no solo con los otros cristianos, sino también
con los creyentes de otras religiones y con las personas que no siguen ninguna
religión.
[15] Como bien ha dicho el cardenal Kasper, en la
filantropía podemos estar unidos ahora no solo interiormente sino visiblemente
(cf. Walter Kasper, Caminos hacia la unidad de los cristianos,
Santander, Sal Terrae, 2014, p. 618).
[16] Consúltese en Jacques Dupuis,
El cristianismo y las religiones. Del
desencuentro al diálogo, Santander, Sal Terrae, 2001, pp. 114ss.
[17] Recuérdese que el empeño ecuménico y la libertad
religiosa fueron dos (de los cuatro) puntos de discrepancia de Marciel Lefebvre
con el Vaticano II, que acabarían en su excomunión por el papa Juan Pablo II el
año 1988.
[18] Cf. Giuseppe Alberigo (dir.), Historia del concilio Vaticano II,
Sígueme, Salamanca, 1999-2008: vol. I, pp. 212-244,
373-395; vol. II, pp. 379-394; vol. III, pp. 270-277, 344-355; vol. IV, pp.
260-308, 470-486; vol. V, pp. 124-172, 351-386.
[19] Es impresionante imaginar que durante los cuatro años
del Concilio participaron, en el trabajo que llevaría a la Gaudium et spes, teólogos como Y. Congar, G. Philips, K. Rahner, B.
Häring, J. Daniélou, E. Schillebeeckx y J. Ratzinger, con el protagonismo del
cardenal L. J. Suenes.
[20] Pablo VI,
Discurso en la última sesión pública del
concilio Vaticano II (07 de diciembre de 1965).
[21] Cf. Joseph Ratzinger,
Informe sobre la fe, Madrid, BAC,
1985, pp. 41-43.
[22] Cf. Walter Kasper,
Teología e Iglesia, Barcelona,
Herder, 1989, cap. 4.
[23] Juan XXIII,
Radiomensaje Lumen Christi, Ecclesia
Christi (11 de septiembre de 1962).
[24] Cf. Alberigo, o.c.,
vol. II, pp. 196-199; vol. III, 153-154; vol. IV, pp. 353-356. En el texto se lee: “Es cierto que el Concilio ha dado
un lugar a los pobres y a la pobreza, sobre todo con motivo del esquema XIII.
Lo hubiéramos, sin embargo, deseado más amplio, siendo los pobres el centro del
misterio de Cristo. Pero lo que nos inquieta es el peligro que amenaza a la
Iglesia, de una brecha con el tercer mundo”; citado por Pierre Sauvage, “Los obispos latinoamericanos
en el grupo “Jesús, la Iglesia y los pobres” durante el concilio Vaticano II”,
en Páginas 231 (2013), p. 38.
[25] Jon Sobrino,
“La Iglesia de los pobres no prosperó en el Vaticano II. Promovida en Medellín
historizó elementos esenciales en el concilio”, en Páginas 228 (2012), p. 28.
[26] Se puede leer el texto completo en Páginas 232 (2013), pp. 103-105.
[27] Cf. Gustavo Gutiérrez,
“Los pobres en la Iglesia”, en Concilium
124 (1977), pp. 104s.
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