La matriz religiosa de Lutero
Biografía y teología
Raúl Pariamachi ss.cc.
El próximo
31 de octubre se cumplirán 500 años de la publicación de las 95 tesis de Martín
Lutero sobre las indulgencias. Una excelente ocasión para reflexionar sobre el
aporte del teólogo alemán en la reforma de la Iglesia, ponderando su sentido,
alcances y límites. Me atrevo a escribir estas breves líneas sin ser un
luterólogo, sino sencillamente como un lector curioso que se siente atraído por
el “enigma” Lutero, desde mis servicios actuales de maestro de novicios y
profesor de teología (mis referencias a los autores son directas o indirectas
según los casos). Especialmente a partir del curso de Gracia me he preguntado
en qué consiste el punto de encuentro entre biografía y teología en la vida de
Martín Lutero, como en Pablo de Tarso o Agustín de Hipona. Me parece que Lutero
es un “clásico”, [1] en
el sentido de ejemplo paradigmático: alguien que aunque en su origen está
marcado de manera particular, al mismo tiempo tiene la posibilidad de ser
universal en sus efectos, con las grandezas y miserias propias del ser humano.
1. Las crisis en la celda
Me concentro
en la etapa situada entre los límites de la vivencia de la llamada a la vida
religiosa de Lutero (1505) y la publicación de sus 95 tesis sobre las
indulgencias (1517), un tiempo que vivió como fraile agustino en los conventos
de Erfurt (1505-08 y 1509-11) y de Wittenberg (1508-09 y 1511-17) en la antigua
región alemana de Sajonia, que transcurrió entre sus 21 y 33 años de edad.
Veamos.
En algunos autores
la explicación del origen del fenómeno Lutero se enfoca en “la experiencia de
la torre” (Turmerlebnis), de la que
trataré más adelante. He preferido hablar aquí de “las crisis en la celda” para
ampliar el marco vital, porque la conversión de una persona no se explica de
modo suficiente a partir de un episodio puntual. Cuando hablo de “celda” me
inspiro en los apotegmas de los padres del desierto.
En efecto,
se cuenta que en Scitia un hermano vino al encuentro del abad Moisés para
pedirle una palabra, y el anciano le dijo: “Vete y siéntate en tu celda; y tu
celda te lo enseñará todo”. [2]
La celda como un signo de la permanencia en la propia vocación, de la fidelidad
a lo que se busca. Se cuenta que después de muchos años en el desierto del
Sahara, Carlo Carreto visitó a su madre en Italia, una mujer anciana que había
gastado su cuerpo trabajando duro para ganarse la vida. Carlo se cuestionó
sobre si su madre no sería más contemplativa que él. Su conclusión no fue que
él se había equivocado, sino que cada quien tiene su propia celda en la vida:
“Él había entrado en su celda, y la celda le había enseñado lo que necesitaba
saber. Su madre había entrado también en su propia celda, y esa celda le había
enseñado lo que ella necesitaba saber”. [3]
Cada infidelidad a su vocación de monje lo había dejado “menos persona”, menos
“él mismo”; así también, a la mujer, cada traición a su vocación de madre la
había dejado “menos persona”, menos “ella misma”. Lutero también entró en su
celda para encontrar a Dios y para encontrarse a sí mismo. En sus años de religioso
y de teólogo vivió profundas crisis, que lo llevarían fuera del convento,
aunque tal vez no lejos de su propia celda.
En el
verano de 1505, el joven Martín volvía de sus vacaciones a la prestigiosa
universidad de Erfurt, donde estudiaba derecho para complacer a su padre (quien
había ascendido de campesino a minero). En el camino se desató una fuerte
tormenta que hizo temer lo peor, sentía que un rayo podría acabar con su vida:
“¡Auxíliame, Santa Ana, y seré fraile!”, prometió. Pocos días después Lutero tocaba
las puertas del convento de los agustinos de la Observancia en la misma Erfurt.
En realidad, se sabe que un poco antes se había planteado la posibilidad de
hacerse monje para servir a Dios. [4]
Los
primeros escrúpulos se presentan en el noviciado, que se transformarían en los
primeros síntomas de temor servil a Dios y de pelagianismo práctico (sostenerse
en sus propios méritos). El propio Lutero cuenta que mortificaba su cuerpo con
oraciones, vigilias y penitencias, siendo supersticioso, diligente y humilde:
quería abrazar la Regla de san Agustín viviendo en castidad, pobreza y
obediencia para conseguir el perdón de sus pecados y la salvación de su alma.
Por supuesto, tiempo después esta pretensión de alcanzar la salvación por el
cumplimiento de los votos sonará a blasfemia. En particular, en diferentes
ocasiones no solo repetirá que el celibato es algo imposible de vivir, sino que
la obediencia conyugal es más santa que la monástica. [5]
El joven religioso
Lutero aspiraba a la santidad a través del cumplimiento de los mandamientos de
Dios y de la Iglesia, y de la observancia de las constituciones y de las
costumbres de su Orden agustiniana, aunque –confesará tiempo después– hacía
esto sin amor, sin generosidad y sin confianza en Cristo. En el fondo, aparece el
fraile atrapado en la imagen de un Dios que es más juez exigente que padre
clemente.
Como
sacerdote se acentuaron sus hondos temores, en su primera misa se sintió
paralizado al decir: “A ti, pues, Padre clementísimo…”; porque, ¿cómo iba él a
dirigirse así a la Majestad cuando todos tiemblan ante un príncipe o monarca?
Lutero
mirará retrospectivamente estos hechos: [6]
“Es verdad que fui un fraile
piadoso y que observé tan estrictamente las reglas de mi orden, que bien puedo
decir: si algún fraile ha ido al cielo por vivir como fraile, entonces yo
quiero también ir al cielo. Así lo atestiguan todos mis compañeros del convento
que me han conocido. Porque, si todo aquello hubiera durado más tiempo, yo me
habría martirizado hasta la muerte a fuerza de vigilias, oraciones, lecturas y
otra clase de trabajos.” [WA 38, 143]
“Yo también quise ser un fraile
santo y piadoso, y me preparaba con gran devoción para la misa y para la
oración; pero, aun cuando era más piadoso, me acercaba como persona llena de
dudas. Una vez que había pronunciado mi oración para la confesión, volvía a
sentirme desesperado. Porque teníamos el delirio absoluto de que no podríamos
orar y de que no se nos escucharía si no estábamos completamente limpios y
libres de pecado, como lo están los santos en el cielo.” [WA 22, 305s]
“Fui fraile durante quince años. Sin
embargo, no me consolé nunca con mi bautismo, sino que pensaba insistentemente:
“¡Ah!, ¿llegarás a ser alguna vez piadoso y a ofrecer satisfacción para lograr
que Dios sea clemente?”.” [WA 37, 611]
Siendo profesor
de filosofía y estudiante de teología (después de ordenado), sus angustias
seguían creciendo, aunque algunas veces se sentía consolado con las palabras de
sus confesores; por ejemplo, cuando escuchaba: “Eres un necio. Dios no te
aborrece, sino tú a Dios. No está irritado Dios contigo, sino tú con Dios” o
“Hijo, ¿qué es lo que haces? ¿No sabes que el Señor nos mandó tener
esperanza?”.
De regreso
de su viaje a Roma (que al parecer no tuvo la relevancia que se cree), Lutero siguió
el doctorado en teología en la universidad de Wittenberg, en la que enseñó los
Salmos y las epístolas a los Romanos, los Gálatas y los Hebreos entre 1513 y
1517; sin duda un tiempo clave para comprender su giro teológico. Dice
García-Villoslada que el fraile buscaba agitadamente un triple objetivo en su
vida: “Pugnaba por descubrir una luz que disipase las nieblas y oscuridades, por
alcanzar una certeza teológica en medio de las dudas y por arribar a la paz de
la conciencia”. [7]
En sus años
de estudios Lutero transitó desde el escolasticismo nominalista hacia un
agustinismo radical, orientando su teología en sentido bíblico, cada vez más lejos
de Aristóteles y más cerca de san Pablo; al mismo tiempo, se alimentaba de los
escritos de san Bernardo, Juan Tauler y Juan Gerson. Más tarde escribiría: “Yo,
que había perdido a Cristo en la teología escolástica, lo encontré en Pablo”.
Se calcula
que el año 1515 Lutero tuvo una “revelación” en la torre del convento en la que
solía trabajar; algunos meses previos a su muerte se referirá a esta
experiencia en el prólogo a la edición completa de sus obras en latín:
“Hasta que al fin, por piedad
divina, y tras meditar noche y día, percibí la concatenación de los dos
pasajes: “La justicia de Dios se revela en él [el evangelio]” y “conforme está
escrito: el justo vive de la fe” [Ro 1, 17]. Comencé a darme cuenta de que la
justicia de Dios no es otra que aquella por la cual el justo vive el don de Dios,
es decir, de la fe, y que el significado de la frase era el siguiente: por
medio del evangelio se revela la justicia de Dios, o sea, la justicia pasiva,
en virtud de la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe, conforme está
escrito: “el justo vive de la fe”. Me sentí entonces un hombre renacido y vi
que se me habían franqueado las compuertas del paraíso. La Escritura entera se
me apareció con cara nueva…” [8]
¿Qué había
descubierto Lutero para sí mismo? La diferencia radical entre lo que llama la
justicia activa y la justicia pasiva; es decir, entre temer la justicia de Dios
como un juicio implacable sobre nuestras obras y aceptar la justicia de Dios
como una acción compasiva que no toma en cuenta nuestros pecados. En definitiva,
la justicia no consiste en que Dios me premia o castiga sino en que me ama y
perdona. Poco tiempo después, la evolución de su pensamiento religioso desembocará
en la publicación de sus 95 tesis contra las indulgencias –que adquirirá cada
vez más consecuencias teológicas, eclesiales y políticas–, agudizando la
tensión entre la fe y las obras para destacar la gracia de Dios. El papa León X
excomulgó a Lutero el año 1521.
2. El enigma de las crisis
La comprensión
de las crisis luteranas tiene su primera fuente en los testimonios del propio
Lutero, aunque en determinadas ocasiones exagere. El reformador interpretó su tiempo
en el convento como la vida del católico atrapado en un sistema de creencias,
valores y prácticas que pretende alcanzar la salvación por el mérito de las
propias obras, al punto de excluir la fuerza de la gracia. Lutero no buscó las
explicaciones en su propia educación o psicología, sino en las doctrinas y las tradiciones
(costumbres, devociones y penitencias) de la Iglesia. Los críticos advierten
que en ocasiones fuerza los hechos para que encajen con su versión (dramatiza,
generaliza o desvirtúa). Me parece que –pasado el tiempo– es posible un juicio
más sereno sobre el tema. Por una parte, es evidente que en la época se produjeron
una serie de deformaciones en las creencias y las prácticas de la Iglesia, más
allá de la ortodoxia. Por otra parte, también es cierto que el joven Lutero
mostraba síntomas de una personalidad bastante complicada.
La
interpretación católica de la juventud de Lutero estuvo influida durante siglos
por la publicación temprana de J. Cocleo (1549): la crisis luterana se entiende
a partir de su carácter desenfrenado, soberbio y rebelde, al punto que para
justificar su “apostasía” saca de quicio ciertos textos de san Pablo. En el siglo
XX aparecen otras explicaciones, que se mueven entre dos tipos bien
representados por las obras del dominico E. Denifle (1903) y del jesuita H. Grisar
(1911-12). En el primer caso, la comprensión de las crisis del joven Lutero radicaría
en una interna corrupción moral que acarreó una nueva teoría (en términos de la
fe sin obras), que derivará en la leyenda dorada del fraile observante y la
leyenda negra de la Iglesia romana. [9]
En el segundo caso, la clave fundamental para descifrar el enigma Lutero sería la
neurosis traumática que originó un estado de angustia (entroncada con su
evolución religiosa), que explicará el terror ante el Dios implacable, los
escrúpulos, la melancolía y la extravagancia del joven fraile. [10]
En nuestro caso, creo que es preferible considerar las crisis de Lutero desde
su experiencia religiosa, que está tejida de alteraciones psicológicas,
inquietudes espirituales e incertidumbres teológicas (sin entrar en las
hipótesis de la perversión moral o el trastorno mental).
Una primera
cuestión es la vocación religiosa de Lutero. Al respecto, me parece excesivo
descalificar su ingreso al convento porque su decisión se debería al juramento “hecho
en estado de terror” (¿inválido?). La explicación más consistente de su
decisión radica en el ambiente religioso, tradicional y devocional en que se
educó, creciendo bajo el cuidado de un padre exigente y agresivo, y el cariño
de una madre sumisa y triste. No cabe duda de que cultivó una honda
sensibilidad hacia las cosas de Dios. Es justificable imaginar que sus maestros
vieron en el joven aspirante a una persona sincera que tenía motivaciones
auténticas y condiciones suficientes para iniciarse en la vida del convento.
Después de todo, quienes hemos leído admirados Clérigos –después más críticos– bien sabemos que la psicogénesis de
una vocación a la vida religiosa y/o a la vida sacerdotal se produce en el
entramado de las complejidades humanas y los significados religiosos,
destacando la vinculación del estado clerical con la lógica sacrificial. [11]
Las crisis
que vivió Lutero siendo fraile merecen ser vistas desde la integración de los
procesos de maduración humana y de crecimiento espiritual del joven religioso. [12]
Las lecturas de los escritos del propio Lutero y de sus estudiosos dejan la
impresión de que estamos ante alguien que sufre mucho por sus escrúpulos de
conciencia, agravados por la experiencia tormentosa de sus tentaciones, que
generan un estado de melancolía. Esta situación se traduce en una angustia por
la inseguridad de la propia salvación, que tiene su correlato en la imagen de
un Dios implacable, terrible y tiránico, al que el fraile quisiera “satisfacer”
a través de sus obras, plegarias y sacrificios. El problema radica en que
Lutero hace todo esto sin confianza en la gracia de Cristo, como alguien que
sigue el formalismo de los actos y espera un efecto casi mágico. Es probable
que este cuadro se complicara con la disciplina del convento agustiniano (aunque
es un punto discutido). Resulta válido detectar problemas psicológicos en
Lutero, sin pretender de ningún modo desvirtuar su búsqueda sincera de Dios;
después de todo, por el mismo camino se podría desacreditar incluso a algunos
santos, a partir –por ejemplo– de la “anorexia” de santa Catalina de Siena o la
“depresión” de san Juan de la Cruz. [13]
En cualquier
caso, la crisis se agravará al punto que Lutero empieza a cuestionar su
experiencia religiosa, especialmente a partir de su regreso al convento de
Wittenberg para seguir su doctorado y enseñar la teología. Al respecto, es
clave su distanciamiento de los frailes de Erfurt, que representan la
presunción de la estricta observancia monacal que Lutero comienza a rechazar. Al
mismo tiempo, vivirá una progresiva conversión al ritmo de sus estudios y clases
sobre los Salmos y san Pablo, hasta convencerse de que el ser humano es
justificado por la fe en Cristo, sin las obras.
Es interesante
cómo Lutero relee su propia lucha interior al trasluz de los textos de san Pablo,
a partir de una oposición entre la vida bajo la ley y la vida bajo la gracia. [14]
No puedo entrar en detalles sobre la doctrina de la justificación por la fe; [15]
sin embargo, considero que la crítica a las indulgencias es una clara expresión
del giro en la teología luterana. Las indulgencias habían perdido su sentido
original: [16] “Lutero
realizó una dura crítica contra el comercio de las indulgencias, pues él lo
consideraba un grave abuso por parte de la Iglesia del temor escatológico”. [17]
En realidad, las indulgencias representaban para el reformador alemán la prueba
evidente de que la Iglesia había olvidado la gracia, la salvación gratuita que recibimos
por la misericordia de Dios.
3. La vida bajo la gracia
No es
sencillo hacer la valoración de la relevancia de Lutero en la reforma de la
Iglesia; de hecho, se sabe que en algunos puntos no fue tan original como se suele
creer. En cualquier caso, aquí me interesa subrayar que la matriz religiosa de
Lutero reside en el cruce de sus dramas personales con sus intuiciones
teológicas, que se potenciará con un liderazgo que empujará la gesta reformadora,
incluso más allá de lo que inicialmente hubiera deseado el fraile alemán. Cedo
la palabra al historiador que determinó el giro en la visión católica sobre
Lutero:
“Antes queremos dejar sentado una
vez más y con toda claridad: no es el logro de una nueva doctrina lo que da a
la evolución de Lutero significación histórica. Se la debe más bien a haber
soportado una lucha interior aniquiladora. Lutero podría haber llegado en todo
caso por cualquier camino a conocimientos teológicos parecidos a los que
llamamos reformistas; algunos teólogos anteriores habían llegado a resultados
semejantes. Sin aquella lucha interior y la fuerza en ella desatada, Lutero no
se habría convertido en reformador. Sólo la enigmática unidad de la
personalidad reformadora y de sus conocimientos teológicos hizo posible su
influencia universal.” [18]
La pregunta
que surge es si la experiencia luterana puede resonar en los católicos que
habitamos el siglo XXI. Se entiende que muchas personas al acabar la Edad Media
se sintieran identificadas con el grito de Lutero al compartir su terror
religioso. Lo cierto es que también en nuestros tiempos podemos hallar personas
que sintonicen nítidamente con el reformador alemán, porque han configurado su
relación con Dios a partir de una rigurosa psicología religiosa, a tal punto
que la respuesta de Lutero les suena liberadora. En un sentido más amplio, me
parece que el efecto universal del caso Lutero consiste en la búsqueda del Dios
misericordioso como el motor de su vida y en la advertencia sobre el peligro de
que el sistema religioso desvirtúe la gracia de Dios.
Benedicto
XVI decía, hace algunos años, que la pasión profunda y el centro vital del
fraile Lutero era la cuestión de Dios: ¿Cómo puedo tener a un Dios
misericordioso? “Esta pregunta le penetraba el corazón y estaba detrás de toda
su investigación teológica y de toda su lucha interior. Para Lutero, la
teología no era una cuestión académica, sino una lucha interior consigo mismo,
y luego esto se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios”. [19]
En efecto, cuanto más conozco la historia de las mujeres y los hombres de la fe
cristiana, más me impresiona cómo la búsqueda y el encuentro con Dios es
también la búsqueda y el encuentro consigo mismo. La cuestión es no solo ¿Quién eres Tú? sino también ¿Quién soy yo? Ya lo dijo
maravillosamente el Vaticano II, “el misterio del ser humano solo se esclarece
en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium
et spes, n. 22). Siento que esta experiencia marca la diferencia entre la
teología meramente académica y la teología como acto de pensar el misterio de Dios
en la vida.
El pastor
Dietrich Bonhoeffer tradujo el peligro que Lutero advirtió, [20]
avanzando a través de una suerte de dialéctica entre gracia cara y gracia
barata. La gracia barata es el enemigo mortal de la Iglesia: es la gracia
tratada como mercancía que se vende a bajo precio, el perdón malbaratado, el
consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado. La gracia barata es la gracia
como doctrina, como principio, como sistema. La gracia barata es la negación de
la encarnación del Verbo de Dios: la gracia sin seguimiento de Jesús, la gracia
sin la cruz. En cambio, la gracia cara es la llamada de Jesús que provoca que
el discípulo deje sus redes para seguirlo. Es cara porque le cuesta la vida al
ser humano, es gracia porque le regala la vida. Bonhoeffer advirtió que la
Iglesia perdió la gracia cara, pero conservó algo de ella en la vida monástica,
donde se convirtió en el mérito de unos pocos. Cuando Lutero abandonó el
convento mostró que el seguimiento de Jesús no es la proeza aislada de unos
pocos, sino un precepto divino dirigido a todos los cristianos; cuando ingresó
al convento había dejado todo menos su “yo” piadoso, ahora que vuelve al mundo
no se guía por su propio mérito sino por la gracia de Dios: “Dichosos aquellos
para los que seguir a Jesucristo no es más que vivir de la gracia”. [21]
Soy
consciente de que la figura histórica de Lutero es fascinante y polémica (por
ejemplo, es imposible digerir su justificación de la violencia contra los campesinos
de la época o su propuesta de reprimir a los judíos, destruir sus bienes y
silenciar su palabra). Después de 500 años de la publicación de las 95 tesis
contras las indulgencias debemos ponderar con espíritu ecuménico su aporte original
a la reforma de la Iglesia. Me parece que el reconocimiento de la aspiración
auténticamente religiosa de Martín Lutero puede iluminar nuestras propias
búsquedas espirituales, al punto de experimentar la fuerza de la gracia
liberadora y sanadora en nuestras vidas, que hace posible decir con san Pablo:
“Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Co 15, 10).
[1] Cf. David Tracy, Pluralidad
y ambigüedad. Hermenéutica, religión, esperanza, Madrid, Trotta, 1997, pp.
27-34. “Los clásicos, ya sean símbolos, acontecimientos, personas o rituales,
exigen atención. Como la teoría de la recepción ha puesto de manifiesto, esa
atención puede ir desde una radical identificación con la verdad postulada por
los clásicos a alguna vacilante o indecisa resonancia con su alteridad. Los
clásicos llegan reclamando poderosamente que se les preste atención, pero ésta
es, después de todo, una demanda a nuestra atención y un desafío a nuestras
expectativas habituales” (p. 32).
[2] Pelagio y Juan (recensión), Las sentencias de los padres del desierto, 2ª ed., Bilbao, DDB,
1989, II, 9.
[3] Edilio Mosteo, Materiales
para una Lectio Divina, Madrid, PPC, 2016, p. 43.
[4] Las referencias a los hechos y las palabras de Lutero
–salvo indicación distinta– están tomadas de Ricardo García-Villoslada, Martín Lutero. I. El fraile hambriento de
Dios, Madrid, BAC, 1973.
[5] En el caso de Lutero contamos con referencias
autobiográficas: la ventaja obvia es que se tiene la versión del propio
personaje, la desventaja es que la información no siempre resulta confiable al
ser confrontada con los datos de otras fuentes de la época.
[6] Las citas que siguen están tomadas de Karl-Heinz
Menke, Teología de la gracia. El criterio
del ser cristiano, Salamanca, Sígueme, 2006, pp. 140-142.
[7] García-Villoslada, Martín Lutero, p. 193.
[8] Martín Lutero, “Prólogo a la edición de sus Obras completas en latín (1545)”, en Obras, Edición preparada por Teófanes
Egido, 4ª ed., Salamanca, Sígueme, 2006, pp. 370s.
[9] Cf. Enrique Denifle, Lutero y el luteranismo. Estudiados en las fuentes, t. I, Manila, Tipografía
Pontificia del Colegio de Santo Tomás, 1920 (traducción de Manuel Fernández
Álvarez): “Y toda vez que Lutero… era por su natural uno de los hombres más
soberbios y presuntuosos de su tiempo, sería un milagro que en sí mismo no
hubiese manifestado en el período de su vida católica la opinión exajerada
(sic) de su propia persona” (p. 223).
[10] Cf. Hartmann Grisar, Martín Lutero. Su vida y su obra, Madrid, Librería General de
Victoriano Suárez, 1934 (traducción de Víctor Espinós). Haciendo referencia a las
Resoluciones del reformador, escribe
el autor: “Este es, evidentemente, el lenguaje de un enfermo. Lutero, en
realidad, describe aquí los horrores experimentados por él en su neurosis
traumática, tales como se presentan en las personas nerviosas a consecuencia de
una conmoción” (p. 182). Este libro es posterior a la obra Luther que fue publicada en tres tomos –de 2,650 páginas– y que
convirtió a Grisar en el estudioso de Lutero más sistemático, completo y
exhaustivo.
[11] Cf. Eugen Drewermann, Clérigos. Psicograma de un ideal, Madrid, Trotta, 1995, pp. 268s. Un
estudio psicoanalítico sobre la problemática de la psicología del estado
clerical que provocó un debate intenso. Cf. José Ignacio González Faus, Carlos
Domínguez Morano y Andrés Torres Queiruga, “Clérigos”
en debate, Madrid, PPC, 1996.
[12] Al respecto, destaco mi deuda con las obras de dos autores
a los que sigo desde hace tiempo; por ejemplo, cf. Javier Garrido, Proceso humano y Gracia de Dios. Apuntes de
espiritualidad cristiana, Santander, Sal Terrae, 1996. Amedeo Cencini, Los sentimientos del Hijo. Itinerario
formativo en la vida consagrada, 5ª ed., Salamanca, Sígueme, 2016.
[13] Cf. Rudolph M. Bell,
Holy anorexia, Chicago, University of
Chicago Press, 1985. Javier Álvarez, Mística y depresión: san Juan de la Cruz,
Madrid, Trotta, 1997.
[14] Un sugerente libro responsabiliza precisamente a
Agustín y a Lutero de la imagen deformada que se tendría de san Pablo en el
cristianismo. Cf. Pamela Eisenbaum, Pablo
no fue cristiano. El mensaje original de un apóstol mal entendido, Estella,
Verbo Divino, 2014.
[15] Cf. José Ma. Hernández Martínez, “La justificación
por la fe”, en Sal Terrae 105 (2017),
pp. 21-34.
[16] El perdón de la culpa por los pecados se concedía
siempre en el sacramento de la penitencia, pero la remisión de la pena temporal
se realizaba por una satisfacción impuesta por el confesor, las penitencias o
las indulgencias; con el tiempo, estas indulgencias se aplicaron también a los
difuntos. El problema surgió cuando la Iglesia utilizó las indulgencias para recaudar
fondos para financiar las construcciones, las guerras y los placeres de la
curia romana.
[17] Lidija Matošević, “ ‘La Iglesia entera está llena del
perdón de los pecados’ El discurso de la Reforma sobre las indulgencias y el
tesoro de gracia de la Iglesia, que se distribuye entre los necesitados y los
sobrecargos de deudas”, en Concilium
370 (2017), p. 214.
[18] Joseph Lortz, Historia
de la Reforma, t. I, Madrid, Taurus, 1963, pp. 189s. (el original alemán es
del año 1939).
[19] Benedicto XVI, Discurso
en el Encuentro con los representantes del Consejo de la “Iglesia Evangélica en
Alemania”, Antiguo convento agustino de Erfurt (23 septiembre 2011).
[20] Pastor luterano ejecutado a los 39 años de edad en el
campo de concentración de Flossenbürg, por su participación en el movimiento de
resistencia al nazismo. Cf. Dietrich Bonhoeffer, El precio de la gracia. El seguimiento, 6ª ed., Salamanca, Sígueme,
2004, pp. 15-26.
[21] Bonhoeffer, El
precio de la gracia, p. 26.
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