Creyentes en
tiempos de pandemia
(Artículo en
desarrollo)
Raúl Pariamachi
ss.cc.
“No
temerás el espanto nocturno,
ni la flecha que vuela de día,
ni
la peste que se desliza en las tinieblas,
ni la epidemia que devasta a
mediodía.”
(Salmo 91, 5-6)
El año 430 a.C. la plaga de
Atenas provocó la muerte de cien mil habitantes (el 25% de la población),
durante la guerra del Peloponeso entre atenienses y espartanos. En su Historia
de la guerra del Peloponeso, Tucídides describe los orígenes, síntomas y efectos
de esta peste, aunque siempre sea difícil distinguir entre historia y ficción. El
mal habría venido de las tierras altas de Etiopía a través del imperio persa, por
medio del comercio que cruzaba el mar Egeo. La epidemia tuvo efectos devastadores
no solo en los cuerpos humanos, sino también en las costumbres (tratamiento de
enfermos y cadáveres), el sistema político y la piedad religiosa, al punto que Tucídides
decía de los ciudadanos que “ningún temor a los dioses ni ley humana los detenía”. [1]
Por su parte, la mitología atribuía este mal a la ira de los dioses: la celosa
Hera envió la plaga a la isla de Egina como venganza por la infidelidad de Zeus.
Se calcula que desde entonces más
de veinte pandemias han azotado a la humanidad, siendo la más terrible el
segundo brote de la peste negra (bubónica), que causó la muerte de cien
millones de personas de 1347 a 1351 (desapareciendo un tercio de la población
europea). Le siguieron en gravedad la viruela que en torno a 1520 mató cerca de
50 millones de nativos en el territorio americano; [2]
la gripe española que dejó entre 40 y 50 millones de muertos en solo un año
(1918-1919); y el VIH-Sida que ha costado la vida de más de 25 millones desde
1981. La historia muestra que las pandemias han sido objeto no solo de
investigaciones científicas, sino también de interpretaciones religiosas; por
ejemplo, se sabe que durante la peste negra muchos cristianos atribuían la
plaga al castigo de Dios, al punto que algunos extremistas se desplazaban por
las ciudades flagelándose para aplacar la ira divina.
El pasado 11 de marzo la OMS ha
declarado el Covid-19 como una pandemia, debido a su extensión por el mundo. Todos
nos sentimos conmovidos, perplejos y vulnerables frente a una crisis sin
precedentes en los últimos tiempos. Hasta el momento, contamos 1’225,360 contagiados
y 66,542 fallecidos, en 183 países. En el Perú, sumamos 1,746 casos y 73
muertos (5 de abril). En varios países se ha declarado el aislamiento social
obligatorio (cuarentena), el toque de queda y el cierre de fronteras, que
afecta a muchísimas personas, especialmente a las que viven de su trabajo de
cada día. El Covid-19 ha puesto al descubierto la precariedad de nuestros sistemas
sociales de salud, salubridad, alimentación, seguridad y empleo. Somos testigos
de cómo la pandemia genera una serie de reacciones y de explicaciones en todos,
a las que obviamente no somos ajenas las personas que creemos en Dios.
1. Reacciones y explicaciones
Algunos líderes de los países han
sabido tomar decisiones para evitar que el virus se siga propagando en el
planeta. Sin embargo, más cerca de nosotros han llamado la atención las
actitudes de los presidentes de EE.UU., México y Brasil. El caso extremo es
Jair Bolsonaro, quien dijo: “Va a morir gente, lo siento, pero no podemos parar
una fábrica de autos porque hay accidentes de tránsito”. [3]
En el fondo, se trata de una conducta mercantilista que prioriza la protección
de la economía por encima del bienestar de las personas. La polémica se grafica
en la lucha de los hashtags #YoMeQuedoEnCasa vs. #ElPaísNoPuedeParar.
Muchas personas están haciendo un
enorme trabajo, desde la búsqueda de la vacuna hasta la atención a los
pacientes. Al mismo tiempo, están circulando diversas opiniones sobre el
origen, la propagación y el efecto del Covid-19. Las teorías conspirativas
hablan de un virus artificialmente producido; por supuesto: unos dicen que
sería un ataque preventivo de guerra biológica de parte de EE.UU., otros dicen
que sería el accidente de un experimento chino de biogenética que se salió de
control. En las redes sociales abundan las discusiones sobre cómo enfrentar la
pandemia, que oscilan entre el escepticismo y el catastrofismo. Los académicos también
comienzan a escribir sobre el impacto del Covid-19 en el futuro más cercano: tanto
quienes afirman que el coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill
y podría conducir a la reinvención del comunismo (Slavoj Žižek),
como quienes sostienen que China podrá vender su Estado policial digital como
un modelo de éxito contra esta pandemia y que el capitalismo continuará aún con
más pujanza en el futuro (Byung-Chul Ha). [4]
Los ciudadanos de a pie sentimos
cómo nuestras vidas han cambiado en pocos días. Muchos no salimos de casa sino
para comprar alimentos o medicinas. Los adultos mayores y las personas
vulnerables están expuestos a los efectos nocivos del virus. Las familias
pobres pasan la cuarentena en condiciones difíciles. Los medios de comunicación
insisten en que no debemos entrar en pánico, pero todo el día no hacen otra
cosa que hablar del tema. Crece la tendencia a la mano dura, que se entiende
como un cheque en blanco a las fuerzas del orden. Cuesta mucho tener una
reacción responsable, solidaria y equilibrada.
2. Reacciones y explicaciones
“religiosas”
Por otra parte, constatamos que varios
líderes religiosos han estado a la altura de los desafíos. El pasado 27 de
marzo, el papa Francisco pronunció una homilía que es un modelo de comprensión
de la pandemia. No obstante, también hemos tenido explicaciones religiosas en otros
sentidos: Atanasio Schneider (obispo católico de Astana en Kazajistán), declaró
que el Covid-19 es “una intervención divina para castigar y purificar al mundo
pecador y también a la Iglesia”. [5]
Brian Tamaki (pastor pentecostal en Nueva Zelanda), predicó que el coronavirus
es un castigo de Dios que se podría evitar -entre otras cosas- pagando el
diezmo. [6]
Kourtney Kardashian (personalidad de la televisión estadounidense), publicó una
cita bíblica en la que se lee que Dios envía pestes sobre su pueblo (cf. 2Cro
7,13). [7]
Oppah Muchinguri (ministra de defensa de Zimbabue), dijo que el Covid-19 es un
castigo divino a los países occidentales por su imposición de sanciones a
Harare. [8]
Svetlana Khórkina (campeona olímpica rusa), dijo que el coronavirus es un
castigo divino a Occidente por perseguir a Rusia. [9]
Otros no hablan explícitamente de
castigo, pero dicen que la pandemia es un llamado de atención de Dios en
referencia al aborto, la eutanasia, la violencia o la ideología de género, como
el obispo de Cuernavaca; [10]
en realidad, la lógica es la misma.
Los creyentes de a pie estamos
viviendo la pandemia como personas de fe, en actitud de discernimiento de los
tiempos, confianza en Dios y solidaridad con otros seres humanos. No han
faltado los excesos. Ha costado diversificar la liturgia, como en el caso de la
comunión en la mano, al punto que algunos la calificaron como algo “satánico”.
No han faltado quienes se resistieron a cerrar sus templos, con el argumento de
que los fieles necesitan orar a Dios. Circuló la imagen en la que unos obispos
están clavando la puerta del templo, mientras Hitler, Mao y Lenin dicen: “¡Buen
trabajo! Lograron lo que siempre quisimos hacer”. No han faltado quienes desobedecieron
las disposiciones del Estado. Como los que organizaron eventos sin tener en
cuenta las protecciones del caso. En las redes sociales se leían llamados a
emular el ejemplo de cristianos que desafiaron a las plagas en el nombre de
Dios. Y hasta se criticaba una supuesta incoherencia de la Iglesia “en salida”
del papa Francisco, que habría terminado por abdicar a su misión de estar con
la gente en medio de la peste. [11]
3. Discernir los signos de los tiempos
El fenómeno de la pandemia se
constituye en un hecho biopolítico a discernir desde la fe cristiana. Al
respecto, quisiera enfocarme en tres aspectos. [12]
El primero se refiere a que las reacciones y las explicaciones de los creyentes
implican un determinado modelo de Dios, que configura su experiencia religiosa.
Hemos visto que dos personas, que se supone abrazan la misma fe, tienen
reacciones y explicaciones distintas: una dice que el Covid-19 es un castigo de
Dios por los pecados del mundo y la Iglesia, en tanto que la otra afirma que
Dios no castiga, sino que sufre con nosotros, motiva la solidaridad y anima la
esperanza (contraposición que refleja la disyuntiva entre ser más sensibles al
pecado o al sufrimiento). En el fondo, estamos ante la cuestión de cómo hablar
de Dios en tiempos de pandemia.
Un segundo aspecto se refiere a
la experiencia eclesial, que supone un desafío sobre el nuevo modo de ser
Iglesia a partir de ahora. El despertar de la Iglesia que vive en las casas,
debido al cierre temporal de los templos, es posible que anime la
diversificación de la liturgia. La colaboración con otros en la atención de la
salud, la distribución de alimentos o el servicio de consejería, es posible que
convenza del valor del trabajo en redes. Los efectos imprevistos de esta
pandemia durante los próximos meses, en la vida de la Iglesia y el mundo, es
posible que nos haga más disponibles, flexibles y creativos. Veremos.
Finalmente, el tercer aspecto se
refiere al llamado a la Iglesia ecuménica a promover una conciencia planetaria
sobre la urgencia de una solidaridad global. En efecto, la pandemia está
cuestionando la forma de vida que hemos llevado hasta ahora en sus múltiples
facetas. No debe prevalecer el pánico, que desata la angustia, el egoísmo o la
violencia, sino más bien una solidaridad cada vez mucho más amplia, sobre todo
con las personas que son vistas como desechables. La Iglesia tiene que ser
testigo de que la inhumanidad no tiene la última palabra. En definitiva, los
avances de las investigaciones científicas y de las interpretaciones teológicas
tienen que servirnos para mirar el Covid-19 no como un castigo divino, sino como
un llamado a la corresponsabilidad de todos los que vamos en la misma barca.
Continuará…
[1] Tucídides, Historia de la guerra
del Peloponeso (Madrid: Gredos, 1990), II, 53, 4.
[2] Las epidemias de
viruela, sarampión, tifus, gripe y difteria fueron el factor principal de la
disminución de la población nativa del antiguo Perú, que descendió de nueve
millones a 600 mil de 1520 a 1620. Cf. Noble David Cook, La catástrofe
demográfica andina. Perú 1520-1620 (Lima: PUCP, 2010), 109-124.
[4] Cf. Giorgio Agamben y otros, Sopa
de Wuhan (ASPO, 2020), 21-28 y 97-111.
[11] Bastaría con googlear “coronavirus
iglesia en salida” para que aparezcan los textos.
[12] Más adelante espero volver sobre
estos puntos.
Bien escrito y muy interesante, querido Raúl. Espero la continuación. Saludos fraternos in SS.CC. desde Sevilla
ResponderEliminarCarlos Barahona