lunes, 6 de abril de 2015

Evangelio, profecía y esperanza

Evangelio, profecía y esperanza


Raúl Pariamachi ss.cc.

El pasado 30 de noviembre se ha iniciado el Año de la Vida Consagrada, que se clausurará el próximo 2 de febrero. Se trata sin duda de una excelente oportunidad para preguntarnos acerca del momento de la vida consagrada en la Iglesia y en el mundo. En esta charla voy a reflexionar a partir de las tres palabras que encabezan esta celebración: Evangelio, profecía y esperanza.


1.         Evangelio: seguimiento de Cristo

Hace cincuenta años el Vaticano II planteó la renovación de la vida consagrada [1]. Los padres conciliares acuñaron una frase que prendió: el reditum ad fontes (el retorno a las fuentes). Señalaron que la renovación de la vida religiosa comprendía el retorno a las fuentes de toda vida cristiana y a la inspiración originaria de los institutos, además de la adaptación de estos a las nuevas condiciones de los tiempos [2]. Como primer principio se sostuvo que tal como lo propone el Evangelio, todos los institutos debían de tener como su regla suprema el seguimiento de Cristo (la sequela Christi). Como segundo principio se afirmó que en los institutos religiosos se tenían que conocer y conservar con fidelidad el espíritu y los propósitos de los fundadores (cf. PC 2).

Está claro que el retorno a las fuentes del Concilio es un regreso a las intuiciones de los fundadores y fundadoras, como se ha entendido bien en estos últimos años; pero sobre todo es un volver por la ruta del Evangelio al seguimiento de Cristo. En principio no hay contradicción entre una cosa y la otra, porque sabemos que aquello que movió a nuestros fundadores y fundadoras fueron la inspiración y el propósito de seguir a Cristo de modo radical en las circunstancias de su tiempo. Qué otra cosa si no hicieron Benito, Francisco, Domingo, Ignacio o Teresa, solo por citar unos pocos.

De manera que no es casual que la primera palabra que presida el año dedicado a la vida consagrada sea precisamente “Evangelio”. En efecto, un primer fruto de este año tendría que ser el sabernos llamados y llamadas a recuperar la frescura y la novedad del Evangelio, dilatando el deseo de vivir el Evangelio sin glosa (el sine glosa[3], como diría Francisco de Asís y ha repetido Francisco de Roma.

En la Exhortación apostólica Evangelii gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual (en adelante EG), el papa Francisco escribe sobre la transformación misionera de la Iglesia, valiéndose de la imagen de una Iglesia en salida misionera hacia las periferias humanas. Cabe destacar que el Papa diga que la conversión pastoral tiene que hacerse “desde el corazón del Evangelio”, desde aquel núcleo esencial que le otorga sentido, hermosura y atractivo (cf. EG 34). Este principio programático atraviesa toda la Exhortación, trasluce un contundente retorno a las fuentes.

Vale fijarse cómo Francisco aplica su principio del centro del Evangelio al tratar de la misión que se encarna en los límites humanos (cf. EG 40-45). Por ejemplo, el Papa dice que la Iglesia puede llegar a reconocer costumbres propias no ligadas directamente al núcleo del Evangelio, algunas están arraigadas a lo largo de la historia pero ahora no son interpretadas de la misma manera y su mensaje no suele ser percibido correctamente (cf. EG 43); de modo semejante, admite que existen normas eclesiales que pueden haber sido eficaces en su época pero que no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida [4]. Por otra parte, el Papa exhorta a que sin desmerecer el valor del ideal evangélico, se acompañe con misericordia y paciencia las etapas de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día: “un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades” (EG 44).

Me he extendido un poco porque quería mostrar al menos estas implicancias de la vuelta al Evangelio en el caso de la renovación de la Iglesia, que evidentemente tiene consecuencias para nosotros como consagrados y consagradas.

La vida consagrada está invitada a sumergirse en esta corriente transformadora de la Iglesia en salida hacia las periferias del mundo, confrontándose con el Evangelio. Vendría bien preguntarse durante el año hasta qué punto las estructuras, las costumbres y los reglamentos de nuestros institutos se rigen por la regla suprema del seguimiento de Cristo o hasta qué punto el sentido y la fuerza de la buena noticia del reinado de Dios se convierten en criterios de la praxis de los consejos de castidad, pobreza y obediencia en una integración fecunda entre vida comunitaria y servicio apostólico.

2.         Profecía: vigilancia y mediación

La segunda palabra es “profecía”. La profecía es una realidad que ha marcado la historia de la vida consagrada en la Iglesia latinoamericana y caribeña. No es casual que en el diálogo con los superiores generales, el papa Francisco reiterara que “los religiosos siguen al Señor de manera especial, de modo profético... deben ser hombres y mujeres capaces de despertar al mundo” [5].

Viene al caso recordar que en la tradición patrística el profeta Elías es el modelo bíblico de referencia para la escuela monástica. Elías era visto como el profeta audaz y el amigo de Dios, “vivía en su presencia y contemplaba en silencio su paso, intercedía por el pueblo y proclamaba con valentía su voluntad, defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres contra los poderosos del mundo” [6].

La profecía de la vida consagrada necesita ser recreada en los nuevos contextos de la Iglesia y del mundo. Al respecto, recomiendo la lectura de la carta Escrutad de la CIVCSVA [7], de la que quisiera destacar algunas sugerentes notas sobre esta realidad: la profecía de la vida conforme al Evangelio, la profecía de la vigilancia y la profecía de la mediación (de la primera he hablado al referirme al Evangelio).

            La profecía de la vigilancia

En nuestros tiempos la vida consagrada está urgida a explorar nuevos horizontes y habitar nuevas tierras en atenta vigilancia. Siguen resonando entre nosotros y nosotras las recordadas palabras del Concilio sobre el deber permanente de la Iglesia de “escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz de Evangelio” [8]. De modo que la vida consagrada tiene que ponerse en estado de discernimiento de los nuevos signos.  El problema es que la acedia [9] se ha apoderado de no pocos consagrados y consagradas, desganando el espíritu, ofuscando la visión, agotando las decisiones y entorpeciendo los pasos. En el fondo, está en juego la identidad vital de los consagrados y las consagradas, que no estamos ajenos al desasosiego que padece el mundo.

La profecía de la atenta vigilancia se vive con los otros. La mística del encuentro –de la que habla el papa Francisco– supone la capacidad de buscar juntos el camino, con humildad y paciencia. El discernimiento con los otros es un elemento esencial de la vida en común; sin embargo, tenemos que confesar que hemos descuidado esta práctica, con nefastas consecuencias para el seguimiento de Cristo. Nunca me canso de repetir que la mediación comunitaria es el mejor antídoto contra el individualismo, sobre todo contra el clericalismo que amenaza especialmente a la vida consagrada clerical.

El discernimiento de los nuevos signos de los tiempos a la luz del Evangelio no es un ejercicio meramente intelectual, sino que moviliza las decisiones y las acciones de la vida consagrada, teniendo como motivo la preocupación por la vida del ser humano, con aquel sentimiento de simpatía del que hablaba Pablo VI en la clausura del Concilio hace cincuenta años. Es necesario releer la historia de nuestros fundadores y fundadoras, sus relatos evangélicos que son como parábolas vivas que nos despiertan y estimulan a seguir a Cristo en la búsqueda apasionada de un mundo mejor.

            La profecía de la mediación

La vida consagrada ha sido llamada a plantar sus tiendas en las encrucijadas de los senderos inexplorados, sin olvidarnos que una profecía así solo se realiza valorando los signos pequeños y la vigilancia orante.

En efecto, seguramente ahora más que nunca tenemos que abrazar el misterio de la semilla pequeña del reinado de Dios. En nuestras sociedades distinguidas por el éxito, la ostentación y la eficiencia, la vida consagrada debe estar signada por la minoridad de la vida evangélica. Me parece que la frustración de algunos consagrados y consagradas tiene su origen en el deseo afanoso del éxito con criterios ajenos al Evangelio, buscando la mayor cantidad de satisfacción en el menor tiempo y con el menor esfuerzo. No digo que nos contentemos con poco sino que busquemos lo mucho aprendiendo de la alegría de los humildes de corazón, revalorando la cercanía, la escucha y la entrega de cada día, porque es en la kénosis que vivimos la configuración con Cristo.

La profecía de la vida conforme al Evangelio, la vigilancia y la mediación no es viable sin la actitud orante [10]. La profecía lleva consigo una mística de los ojos abiertos. La fidelidad al Evangelio no puede consistir en un acto voluntarista basado en nuestras fuerzas, sino que tiene que sostenerse en la oración confiada, que nos libra de los males del autoengaño tantas veces camuflado en actos de aparente generosidad cristiana. En la carta de la CIVCSVA se lee: “la capacidad de sentarse en coro hace a los consagrados y las consagradas no profetas solitarios, sino hombres y mujeres de comunión, de escucha común de la Palabra, capaces de elaborar juntos significados y signos nuevos, pensados y construidos incluso en el momento de las persecuciones y del martirio” [11].

3.         Esperanza: un signo escatológico

La tercera palabra que preside la celebración del Año de la Vida Consagrada es “esperanza”. Será oportuno recordar que la vida consagrada ha sido vista siempre como un signo escatológico, en el sentido de que anticipa el mundo futuro que viene de Dios. La “entrega sin reservas” expresada en los consejos de castidad, pobreza y obediencia es un testimonio de la esperanza activa con los ojos puestos en Jesús. Se trata entonces de una espera comprometida para que el reinado de Dios se haga presente aquí y ahora, en la búsqueda de la justicia para todas las personas y todos los pueblos.

La historia de la vida consagrada es una señal de la esperanza en Dios que abre un mundo nuevo. Resulta ilustrativo traer a la memoria el caso de san Benito en el s. VI, quien se sobrepuso a los terribles males de su época. No se fugó del mundo –como suele decirse–, sino que imaginó un mundo alternativo dentro de este mundo, donde se hiciera visible la posibilidad de vivir los valores del Evangelio, en la oración y el trabajo. Sobre las cenizas del Imperio romano, Benito sembró la semilla de una nueva civilización, de modo que sus monasterios se transformaron en centros de religión, humanidad y cultura para la nueva Europa. El filósofo MacIntyre dijo que durante la decadencia del Imperio hubo hombres y mujeres que buscaron la construcción de nuevas formas de comunidad donde se pudiera continuar la vida y donde la civilidad lograra sobrevivir a la barbarie. Es significativo que el filósofo cierre su célebre libro de la ética contemporánea, con una frase que es la antítesis de la desesperanza del mundo actual sacudido por la catástrofe: “no estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente, a san Benito” [12]. De hecho, es edificante releer la historia de hombres y mujeres que siguieron a Jesús dando testimonio de que es posible esperar en Dios a pesar de todo.

Vivimos una época que en cierto sentido es hija de la decepción de las promesas no cumplidas de emancipación, progreso y bienestar sin medida. No faltan motivos para perder la esperanza ante el crecimiento del mal en el mundo. La vida consagrada tendría que ofrecer el testimonio sencillo de la esperanza fiable que permite afrontar el presente. Qué bien dijo Péguy que mientras la fe es una esposa fiel y la caridad una madre cálida, la esperanza es una niña pequeña, que se duerme todas las noches después de rezar sus oraciones y se despierta todas las mañanas con una mirada nueva.

Estamos celebrando el quinto centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús (1515-1582); quisiera terminar esta charla con las palabras que escribió hacia el final de sus Moradas del castillo interior:

“En fin, hermanas mías, con lo que concluyo es que no hagamos torres sin fundamento, que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen (…) ofrezcamos al Señor el sacrificio que pudiéremos, que Su Majestad le juntará con el que hizo en la cruz por nosotras al Padre, para que tenga el valor que nuestra voluntad hubiere merecido, aunque sean pequeñas las obras” (7M 4, 15).

Quizás el mejor fruto que podría dejarnos este Año de la Vida Consagrada es la convicción de que Dios será el fundamento de nuestras obras si hacemos todo con amor, sean trabajos grandes o pequeños y seamos nosotros muchos o pocos.




[1] Aunque el Concilio habla de “vida religiosa”, entendemos que se refiere a lo que actualmente se llama “vida consagrada”, comprendiendo no solo la vida religiosa en su sentido estricto, sino también otras formas estables de vida consagrada en la Iglesia.
[2] Concilio ecuménico Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, n. 2 (en adelante PC).
[3] Francisco exhortaba a sus hermanos a “¡vivir según la forma del santo Evangelio!” (Test. 14); advirtiendo que estas palabras se debían entender “sin glosa” (Test. 39).
[4] En seguida explica que santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo y por los apóstoles al pueblo de Dios son poquísimos y advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia deben exigirse con moderación para no hacer pesada la vida a los fieles, convirtiendo la religión en una esclavitud, cuando la misericordia de Dios quiso que fuera libre: este debería ser un criterio a la hora de pensar la reforma de la Iglesia –dice el Papa– (cf. EG 43).
[5] Antonio Spadaro, ¡Despierten al mundo! Diálogo del Papa Francisco sobre la vida religiosa, p. 3 (2014).
[6] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, n. 84. El Papa considera que en la historia de la Iglesia no han faltado hombres y mujeres consagrados a Dios que han ejercido un ministerio profético, hablando a todos en nombre de Dios, incluso a los pastores de la Iglesia.
[7] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Escrutad. A los consagrados y consagradas en camino por los signos de Dios (2014).
[8] Concilio ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 4.
[9] En la tradición oriental la acedia se corresponde con un cierto estado de pereza y aburrimiento, pero también de disgusto, aversión, lasitud, abatimiento, desánimo, languidez, sopor, indolencia, adormecimiento, somnolencia, pesadez, tanto del cuerpo como del alma, a tal punto que podría empujar al hombre a dormirse sin estar realmente cansado (cf. Jean Claude Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales, Salamanca, Sígueme, 2014, pp. 187ss.).
[10] En realidad en la Carta se habla de la statio orante, evocando la acción por la que los monjes disponen el corazón para escuchar a Dios.
[11] Escrutad, n. 17.
[12] Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, 2ª ed., Barcelona, Crítica, 2004, p. 343.

2 comentarios:

  1. Exelente reflexión, gracias querido hermano por compartir tu riqueza, bendiciones,
    Anysscc

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  2. Cuando los preceptos dados por Cristo y por los apóstoles al pueblo de Dios son poquísimos y advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia deben exigirse con moderación para no hacer pesada la vida a los fieles; en este caso cuando uno tiene o lo hace con Fe, nunca es pesadito.

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