Evangelio, profecía y esperanza
Raúl Pariamachi ss.cc.
El pasado 30
de noviembre se ha iniciado el Año de la Vida Consagrada, que se clausurará el próximo
2 de febrero. Se trata sin duda de una excelente oportunidad para preguntarnos acerca
del momento de la vida consagrada en la Iglesia y en el mundo. En esta charla voy
a reflexionar a partir de las tres palabras que encabezan esta celebración: Evangelio,
profecía y esperanza.
1. Evangelio: seguimiento de Cristo
Hace cincuenta
años el Vaticano II planteó la renovación de la vida consagrada [1].
Los padres conciliares acuñaron una frase que prendió: el reditum ad fontes (el retorno a las fuentes). Señalaron que la
renovación de la vida religiosa comprendía el retorno a las fuentes de toda
vida cristiana y a la inspiración originaria de los institutos, además de la
adaptación de estos a las nuevas condiciones de los tiempos [2].
Como primer principio se sostuvo que tal como lo propone el Evangelio, todos
los institutos debían de tener como su regla suprema el seguimiento de Cristo (la
sequela Christi). Como segundo
principio se afirmó que en los institutos religiosos se tenían que conocer y
conservar con fidelidad el espíritu y los propósitos de los fundadores (cf. PC
2).
Está claro
que el retorno a las fuentes del Concilio es un regreso a las intuiciones de
los fundadores y fundadoras, como se ha entendido bien en estos últimos años;
pero sobre todo es un volver por la ruta del Evangelio al seguimiento de
Cristo. En principio no hay contradicción entre una cosa y la otra, porque sabemos
que aquello que movió a nuestros fundadores y fundadoras fueron la inspiración
y el propósito de seguir a Cristo de modo radical en las circunstancias de su
tiempo. Qué otra cosa si no hicieron Benito, Francisco, Domingo, Ignacio o
Teresa, solo por citar unos pocos.
De manera que
no es casual que la primera palabra que presida el año dedicado a la vida consagrada
sea precisamente “Evangelio”. En efecto, un primer fruto de este año tendría
que ser el sabernos llamados y llamadas a recuperar la frescura y la novedad
del Evangelio, dilatando el deseo de vivir el Evangelio sin glosa (el sine glosa) [3],
como diría Francisco de Asís y ha repetido Francisco de Roma.
En la Exhortación
apostólica Evangelii gaudium sobre el
anuncio del Evangelio en el mundo actual (en adelante EG), el papa Francisco escribe
sobre la transformación misionera de la Iglesia, valiéndose de la imagen de una
Iglesia en salida misionera hacia las periferias humanas. Cabe destacar que el
Papa diga que la conversión pastoral tiene que hacerse “desde el corazón del
Evangelio”, desde aquel núcleo esencial que le otorga sentido, hermosura y
atractivo (cf. EG 34). Este principio programático atraviesa toda la
Exhortación, trasluce un contundente retorno a las fuentes.
Vale
fijarse cómo Francisco aplica su principio del centro del Evangelio al tratar
de la misión que se encarna en los límites humanos (cf. EG 40-45). Por ejemplo,
el Papa dice que la Iglesia puede llegar a reconocer costumbres propias no ligadas
directamente al núcleo del Evangelio, algunas están arraigadas a lo largo de la
historia pero ahora no son interpretadas de la misma manera y su mensaje no
suele ser percibido correctamente (cf. EG 43); de modo semejante, admite que existen
normas eclesiales que pueden haber sido eficaces en su época pero que no tienen
la misma fuerza educativa como cauces de vida [4].
Por otra parte, el Papa exhorta a que sin desmerecer el valor del ideal evangélico,
se acompañe con misericordia y paciencia las etapas de crecimiento de las
personas que se van construyendo día a día: “un pequeño paso, en medio de
grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida
exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades” (EG 44).
Me he extendido un poco porque quería
mostrar al menos estas implicancias de la vuelta al Evangelio en el caso de la
renovación de la Iglesia, que evidentemente tiene consecuencias para nosotros
como consagrados y consagradas.
La vida consagrada está invitada a sumergirse
en esta corriente transformadora de la Iglesia en salida hacia las periferias
del mundo, confrontándose con el Evangelio. Vendría bien preguntarse durante el
año hasta qué punto las estructuras, las costumbres y los reglamentos de nuestros
institutos se rigen por la regla suprema del seguimiento de Cristo o hasta qué
punto el sentido y la fuerza de la buena noticia del reinado de Dios se convierten
en criterios de la praxis de los consejos de castidad, pobreza y obediencia en una
integración fecunda entre vida comunitaria y servicio apostólico.
2. Profecía:
vigilancia y mediación
La segunda palabra es “profecía”. La
profecía es una realidad que ha marcado la historia de la vida consagrada en la
Iglesia latinoamericana y caribeña. No es casual que en el diálogo con los
superiores generales, el papa Francisco reiterara que “los religiosos siguen al
Señor de manera especial, de modo profético... deben ser hombres y mujeres
capaces de despertar al mundo” [5].
Viene al caso recordar que en la tradición
patrística el profeta Elías es el modelo bíblico de referencia para la escuela
monástica. Elías era visto como el profeta audaz y el amigo de Dios, “vivía en
su presencia y contemplaba en silencio su paso, intercedía por el pueblo y
proclamaba con valentía su voluntad, defendía los derechos de Dios y se erguía
en defensa de los pobres contra los poderosos del mundo” [6].
La profecía de la vida consagrada
necesita ser recreada en los nuevos contextos de la Iglesia y del mundo. Al
respecto, recomiendo la lectura de la carta Escrutad
de la CIVCSVA [7], de la que quisiera destacar algunas sugerentes
notas sobre esta realidad: la profecía de la vida conforme al Evangelio, la
profecía de la vigilancia y la profecía de la mediación (de la primera he
hablado al referirme al Evangelio).
La profecía de la
vigilancia
En nuestros
tiempos la vida consagrada está urgida a explorar nuevos horizontes y habitar
nuevas tierras en atenta vigilancia. Siguen resonando entre nosotros y nosotras
las recordadas palabras del Concilio sobre el deber permanente de la Iglesia de
“escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz de
Evangelio” [8].
De modo que la vida consagrada tiene que ponerse en estado de discernimiento de
los nuevos signos. El problema es que la
acedia [9]
se ha apoderado de no pocos consagrados y consagradas, desganando el espíritu,
ofuscando la visión, agotando las decisiones y entorpeciendo los pasos. En el
fondo, está en juego la identidad vital de los consagrados y las consagradas,
que no estamos ajenos al desasosiego que padece el mundo.
La profecía
de la atenta vigilancia se vive con los otros. La mística del encuentro –de la
que habla el papa Francisco– supone la capacidad de buscar juntos el camino,
con humildad y paciencia. El discernimiento con los otros es un elemento
esencial de la vida en común; sin embargo, tenemos que confesar que hemos
descuidado esta práctica, con nefastas consecuencias para el seguimiento de
Cristo. Nunca me canso de repetir que la mediación comunitaria es el mejor
antídoto contra el individualismo, sobre todo contra el clericalismo que
amenaza especialmente a la vida consagrada clerical.
El
discernimiento de los nuevos signos de los tiempos a la luz del Evangelio no es
un ejercicio meramente intelectual, sino que moviliza las decisiones y las
acciones de la vida consagrada, teniendo como motivo la preocupación por la
vida del ser humano, con aquel sentimiento de simpatía del que hablaba Pablo VI
en la clausura del Concilio hace cincuenta años. Es necesario releer la
historia de nuestros fundadores y fundadoras, sus relatos evangélicos que son
como parábolas vivas que nos despiertan y estimulan a seguir a Cristo en la
búsqueda apasionada de un mundo mejor.
La profecía de la
mediación
La vida
consagrada ha sido llamada a plantar sus tiendas en las encrucijadas de los
senderos inexplorados, sin olvidarnos que una profecía así solo se realiza
valorando los signos pequeños y la vigilancia orante.
En efecto,
seguramente ahora más que nunca tenemos que abrazar el misterio de la semilla
pequeña del reinado de Dios. En nuestras sociedades distinguidas por el éxito,
la ostentación y la eficiencia, la vida consagrada debe estar signada por la
minoridad de la vida evangélica. Me parece que la frustración de algunos consagrados
y consagradas tiene su origen en el deseo afanoso del éxito con criterios
ajenos al Evangelio, buscando la mayor cantidad de satisfacción en el menor
tiempo y con el menor esfuerzo. No digo que nos contentemos con poco sino que
busquemos lo mucho aprendiendo de la alegría de los humildes de corazón, revalorando
la cercanía, la escucha y la entrega de cada día, porque es en la kénosis que vivimos la configuración con
Cristo.
La profecía
de la vida conforme al Evangelio, la vigilancia y la mediación no es viable sin
la actitud orante [10].
La profecía lleva consigo una mística de los ojos abiertos. La fidelidad al
Evangelio no puede consistir en un acto voluntarista basado en nuestras fuerzas,
sino que tiene que sostenerse en la oración confiada, que nos libra de los
males del autoengaño tantas veces camuflado en actos de aparente generosidad
cristiana. En la carta de la CIVCSVA se lee: “la capacidad de sentarse en coro
hace a los consagrados y las consagradas no profetas solitarios, sino hombres y
mujeres de comunión, de escucha común de la Palabra, capaces de elaborar juntos
significados y signos nuevos, pensados y construidos incluso en el momento de las
persecuciones y del martirio” [11].
3. Esperanza: un signo escatológico
La tercera
palabra que preside la celebración del Año de la Vida Consagrada es
“esperanza”. Será oportuno recordar que la vida consagrada ha sido vista
siempre como un signo escatológico, en el sentido de que anticipa el mundo
futuro que viene de Dios. La “entrega sin reservas” expresada en los consejos
de castidad, pobreza y obediencia es un testimonio de la esperanza activa con
los ojos puestos en Jesús. Se trata entonces de una espera comprometida para
que el reinado de Dios se haga presente aquí y ahora, en la búsqueda de la
justicia para todas las personas y todos los pueblos.
La historia
de la vida consagrada es una señal de la esperanza en Dios que abre un mundo
nuevo. Resulta ilustrativo traer a la memoria el caso de san Benito en el s.
VI, quien se sobrepuso a los terribles males de su época. No se fugó del mundo
–como suele decirse–, sino que imaginó un mundo alternativo dentro de este
mundo, donde se hiciera visible la posibilidad de vivir los valores del
Evangelio, en la oración y el trabajo. Sobre las cenizas del Imperio romano,
Benito sembró la semilla de una nueva civilización, de modo que sus monasterios
se transformaron en centros de religión, humanidad y cultura para la nueva
Europa. El filósofo MacIntyre dijo que durante la decadencia del Imperio hubo
hombres y mujeres que buscaron la construcción de nuevas formas de comunidad
donde se pudiera continuar la vida y donde la civilidad lograra sobrevivir a la
barbarie. Es significativo que el filósofo cierre su célebre libro de la ética
contemporánea, con una frase que es la antítesis de la desesperanza del mundo
actual sacudido por la catástrofe: “no
estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente, a san Benito” [12]. De hecho, es edificante releer la historia
de hombres y mujeres que siguieron a Jesús dando testimonio de que es posible
esperar en Dios a pesar de todo.
Vivimos una
época que en cierto sentido es hija de la decepción de las promesas no
cumplidas de emancipación, progreso y bienestar sin medida. No faltan motivos
para perder la esperanza ante el crecimiento del mal en el mundo. La vida
consagrada tendría que ofrecer el testimonio sencillo de la esperanza fiable
que permite afrontar el presente. Qué bien dijo Péguy que mientras la fe es una
esposa fiel y la caridad una madre cálida, la esperanza es una niña pequeña,
que se duerme todas las noches después de rezar sus oraciones y se despierta
todas las mañanas con una mirada nueva.
Estamos
celebrando el quinto centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús (1515-1582);
quisiera terminar esta charla con las palabras que escribió hacia el final de sus
Moradas del castillo interior:
“En fin, hermanas mías, con lo
que concluyo es que no hagamos torres sin fundamento, que el Señor no mira
tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen (…) ofrezcamos al
Señor el sacrificio que pudiéremos, que Su Majestad le juntará con el que hizo
en la cruz por nosotras al Padre, para que tenga el valor que nuestra voluntad
hubiere merecido, aunque sean pequeñas las obras” (7M 4, 15).
Quizás
el mejor fruto que podría dejarnos este Año de la Vida Consagrada es la convicción
de que Dios será el fundamento de nuestras obras si hacemos todo con amor, sean
trabajos grandes o pequeños y seamos nosotros muchos o pocos.
[1] Aunque el Concilio habla de “vida religiosa”, entendemos
que se refiere a lo que actualmente se llama “vida consagrada”, comprendiendo
no solo la vida religiosa en su sentido estricto, sino también otras formas
estables de vida consagrada en la Iglesia.
[2] Concilio ecuménico Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis sobre la adecuada
renovación de la vida religiosa, n. 2 (en adelante PC).
[3] Francisco exhortaba a sus hermanos a “¡vivir según la
forma del santo Evangelio!” (Test. 14); advirtiendo que estas palabras se debían
entender “sin glosa” (Test. 39).
[4] En seguida explica que santo Tomás de Aquino
destacaba que los preceptos dados por Cristo y por los apóstoles al pueblo de
Dios son poquísimos y advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia deben
exigirse con moderación para no hacer pesada la vida a los fieles, convirtiendo
la religión en una esclavitud, cuando la misericordia de Dios quiso que fuera
libre: este debería ser un criterio a la hora de pensar la reforma de la
Iglesia –dice el Papa– (cf. EG 43).
[5] Antonio Spadaro, ¡Despierten
al mundo! Diálogo del Papa Francisco sobre la vida religiosa, p. 3 (2014).
[6] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal
Vita consecrata sobre la vida
consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, n. 84. El Papa considera
que en la historia de la Iglesia no
han faltado hombres y mujeres consagrados a Dios que han ejercido un ministerio
profético, hablando a todos en nombre de Dios, incluso a los pastores de la
Iglesia.
[7] Cf. Congregación para los Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Escrutad. A los consagrados y consagradas en camino por los signos de
Dios (2014).
[8] Concilio ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral
Gaudium et spes sobre la Iglesia en
el mundo actual, n. 4.
[9] En la tradición oriental la acedia se corresponde con
un cierto estado de pereza y aburrimiento, pero también de disgusto, aversión,
lasitud, abatimiento, desánimo, languidez, sopor, indolencia, adormecimiento,
somnolencia, pesadez, tanto del cuerpo como del alma, a tal punto que podría empujar
al hombre a dormirse sin estar realmente cansado (cf. Jean Claude Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales,
Salamanca, Sígueme, 2014, pp. 187ss.).
[10] En realidad en la Carta se habla de la statio orante, evocando la acción por la
que los monjes disponen el corazón para escuchar a Dios.
[11] Escrutad,
n. 17.
Exelente reflexión, gracias querido hermano por compartir tu riqueza, bendiciones,
ResponderEliminarAnysscc
Cuando los preceptos dados por Cristo y por los apóstoles al pueblo de Dios son poquísimos y advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia deben exigirse con moderación para no hacer pesada la vida a los fieles; en este caso cuando uno tiene o lo hace con Fe, nunca es pesadito.
ResponderEliminar